Estaba explicándole al abogado Benedetti los detalles del nuevo acuerdo territorial —los Rosario querían expandir sus operaciones de apuestas hacia el puerto y necesitaban que yo les diera permiso— cuando noté que la silla donde había dejado a Victoria estaba vacía.
Me distraje dos minutos y había desaparecido. Empezaba a sacarme canas verdes: primero me contradecía, me desafiaba, preguntaba todo el tiempo por qué, y ahora no estaba donde se suponía que tenía que estar.
La busqué con los ojos por todo el salón. Nada.
—Massimo —escuché una voz a mi espalda—. ¿Qué tal todo?
Me di la vuelta. Tomás Puccio se acercaba con esa sonrisa de mierda que siempre tenía. El hijo mayor de la familia Puccio, siempre esperando que me mandara una cagada para saltar encima como un buitre.
—Tomás —lo saludé sin ganas.
—¿Y la mujer con la que viniste? —me preguntó, mirando hacia la mesa vacía—. ¿Se fue?
—No te importa.
—Es muy bonita. Se nota que no tiene nada que ver con el mundo en que vivimos, ¿no? Par