C2: Como si fuera tuyo.

Cuando Ámbar abrió los ojos, lo primero que percibió fue la blancura cegadora del techo y la frialdad característica de un hospital. Durante unos segundos, se quedó inmóvil, intentando reconocer dónde estaba y por qué. Entonces giró el rostro y lo vio: Vidal, su marido, sentado a su lado, con la cabeza apoyada contra la camilla, sosteniendo su mano entre las suyas. Parecía descansar, con la frente hundida en la sábana, como si hubiera pasado la noche velando por ella.

La visión la descolocó por completo. ¿Qué había pasado? ¿Por qué estaba allí?

Y entonces, como un relámpago cruel, la memoria de la noche anterior irrumpió en su memoria. Los gemidos, los besos húmedos, las risas entrecortadas de Alaska, las confesiones susurradas de Vidal. Todo volvió de golpe.

Sin embargo, al verse allí en la cama de un hospital, supuso que algo había pasado que hizo que perdiera el conocimiento.

«Entonces, ¿lo de anoche fue solo un sueño? ¿En realidad no sucedió? ¿Nada de eso fue real?» pensó con cierto alivio, asumiendo que pudo haber sido producto de su malestar.

De pronto, Vidal se removió. Al sentir el movimiento de sus dedos en su mano, levantó la cabeza y la miró con un brillo extraño en los ojos.

—Cariño… —pronunció—. Finalmente despertaste.

—¿Qué pasó? ¿Por qué estoy aquí? ¿Le pasó algo a mi bebé? —preguntó ella, alarmada.

Él la apretó un poco más de la mano, como si quisiera calmarla.

—No, no… tranquila. El bebé está bien. Pero tú… tú te desmayaste en el pasillo. ¿Qué hacías allí, Ámbar? Creí que te habías quedado dormida en nuestra habitación. La sirvienta te encontró tendida en el suelo… nos asustamos tanto. Tuvimos que traerte de urgencia al hospital. El médico dijo que fue una sobrecarga de estrés.

Hizo una pausa breve, la observó con atención y añadió, en un tono inquisitivo disfrazado de preocupación.

—¿Acaso sucedió algo? ¿Qué fue lo que te puso tan mal?

Ese instante fue el que golpeó a Ámbar. El recuerdo ya no pudo ser negado. Lo que había visto, lo que había escuchado, no fue parte de un sueño. Fue real. Absolutamente real. El hijo que llevaba en su vientre no era suyo. No llevaba su sangre, ni era fruto de su amor. Era el hijo de Vidal y de Alaska. Su propia hermana y su propio marido la habían convertido en un vientre de alquiler. Vidal lucía inquieto, y con aquella pregunta lo que en verdad quería saber era si Ámbar había descubierto la traición y por eso se puso tan mal.

En ese momento, Ámbar no pudo contener las náuseas. Su cuerpo se arqueó y las arcadas le sacudieron el estómago una y otra vez, como si quisiera expulsar la verdad que la estaba matando.

—Ámbar, ¿qué pasa? —exclamó Vidal, incorporándose de golpe, intentando sujetarla—. ¿Te duele algo? ¿Te sientes mal? Voy a llamar al doctor…

Pero antes de que pudiera levantarse, la mano de Ámbar se posó sobre su muñeca.

—No, no es necesario —aseveró.

—Pero, no te ves nada bien…

—¡Te dije que no es necesario! —gritó ella—. ¡No quiero ver a nadie!

Vidal frunció el ceño, indignado por aquella actitud.

—Ámbar, yo solo estoy tratando de cuidarte. No tienes por qué reaccionar de esta forma —reprochó.

De repente, la puerta de la habitación se abrió y el ambiente pareció enrarecerse. La figura que cruzó el umbral hizo que Ámbar se estremeciera de repulsión. Alaska, su hermana gemela, apareció con una expresión de preocupación perfectamente ensayada, como si de verdad la conmoviera lo que veía.

—¡Hermana, por fin estás despierta! —exclamó con un suspiro de alivio, avanzando hasta la camilla.

Se acercó aún más y tomó la mano izquierda de Ámbar, mientras la derecha ya estaba prisionera entre los dedos de Vidal. Ámbar sintió como si quedara atrapada, asfixiada entre la falsedad de ambos.

—Dios mío... no te imaginas el miedo que tuve de que te pasara algo, a ti y al bebé —dijo Alaska con una voz dulce, impregnada de dramatismo—. ¿Qué fue lo que ocurrió? ¿Por qué te sentiste tan mal? Tenías que haberme pedido ayuda. Me asusté tanto al verte en ese estado, en serio.

Ámbar la observó con incredulidad. La imagen de la noche anterior, de Alaska revolcándose con Vidal, golpeó su mente con tal fuerza que el estómago se le encogió. ¿Cómo podía tener la desfachatez de pararse frente a ella con semejante actitud de ternura impostada?

—¿De verdad te preocupa lo que me pasa? —escupió Ámbar—. ¿En serio?

Alaska, fingiendo desconcierto, ladeó un poco la cabeza y estrechó con más fuerza la mano de su hermana.

—Por supuesto que me preocupas, no tienes ni por qué preguntarlo. ¿Por qué dices eso? Estás tan extraña... —replicó, con un tono impregnado de aparente inocencia—. Me preocupas tú, me preocupa el bebé... no puede pasarte nada, y mucho menos a ese niño que llevas en el vientre.

En su interior, Ámbar pensó con desesperación: «¿Cómo es posible que Alaska sea tan cínica? ¿Cómo puede hablar con tanto descaro, como si realmente me quisiera, después de haberme traicionado de la forma más vil?»

—Claro... —soltó Ámbar—. Quieres a este niño como si fuera tuyo, ¿no es así?

Alaska arqueó una ceja y sus labios dibujaron una sonrisa ambigua.

—Claro que sí. Tú eres mi hermana gemela, Ámbar, y tenemos una conexión especial. Tu hijo es como mi hijo. Por supuesto que lo quiero como si fuera mío —sentenció, con esa serenidad que solo aumentaba la sensación de burla cruel que la otra sentía.

Ámbar permanecía rodeada por las dos personas que habían destruido su mundo con la misma facilidad con la que se rompe un vaso de cristal. De un lado, Vidal, su marido, el hombre en el que había depositado toda su confianza, le sostenía la mano como si aún tuviera derecho a consolarla; del otro, Alaska, su hermana gemela, con aquella expresión compungida que a Ámbar le resultaba la más cruel de las farsas. Entre ambos se sentía atrapada, aprisionada por una red de mentiras que de pronto se había vuelto insoportable.

En ese instante lo comprendió con una claridad que le arrancó el aliento: no podía confiar en ninguno de los dos. Lo que antes había sido su vida —ese matrimonio feliz, ese lazo de sangre con su hermana, incluso la ilusión de la maternidad— se le reveló como un espejismo roto. Fue un antes y un después, una línea trazada en medio de su existencia que separaba a la Ámbar ingenua, que soñaba con un futuro perfecto, de la Ámbar que ahora yacía en esa cama, devastada, consciente de que lo había perdido todo en una sola noche.

Ante la actitud de Ámbar, Alaska se inclinó hacia ella y le acarició el cabello.

—Ámbar, ¿qué te pasa? Te noto molesta… ¿acaso hay algo que te haya enfadado? Dímelo, por favor, para que podamos solucionarlo. ¿Hay algo que te incomoda?

El descaro de aquellas palabras casi la hizo estallar, pero fue entonces cuando Ámbar comprendió que estaba dejando al descubierto demasiado, que estaba siendo demasiado expresiva, exponiendo sus emociones ante quienes menos lo merecían. No podía tomar una decisión en medio de semejante tormenta. Necesitaba serenarse, pensar con la cabeza fría, aunque eso resultara casi imposible.

Con un esfuerzo enorme por controlar la voz, tragándose las palabras que realmente quería decir, habló con una falsa tranquilidad.

—Lo… lo siento, a ambos. Yo… —su garganta se cerró por un segundo, pero continuó—. Es que me preocupé mucho por mi bebé. Me sentí mal anoche y por eso salí de mi habitación… te estaba buscando a ti —añadió, mirando a Vidal—. A decir verdad, sentí tanto dolor en el vientre que pensé que lo perdería. Estoy abrumada con todo lo que pasó, muy angustiada, aún sigo algo paranoica, así que… por favor, preferiría que me dejaran sola. En este momento tengo mucho en qué pensar.

Vidal y Alaska se miraron entre sí, realizando un intercambio silencioso que no pasó desapercibido para Ámbar. Después, ambos regresaron la vista hacia ella.

—Por supuesto, hermana —respondió Alaska con su habitual tono dulce, aunque su sonrisa se quebraba en las comisuras, como si estuviera hecha a la fuerza—. Te dejaremos sola. Pero si necesitas algo, lo que sea, solo llama a la enfermera y ella acudirá de inmediato a nosotros…

—Sí, sí… —la interrumpió Ámbar con una mueca de fastidio—. Solo váyanse ya, por favor.

La sonrisa de Alaska se ensanchó, aunque a todas luces era falsa, rígida, llena de irritación mal disimulada, lo cual no hacía más que evidenciar lo poco que le agradaba esa actitud de su hermana, aunque intentaba cubrirlo con una paciencia fingida.

—Está bien… ya nos vamos. Vidal, dejemos a Ámbar para que se recupere —dijo, forzando una dulzura que solo lograba ser aún más hipócrita.

Alaska fue la primera en salir de la habitación. Vidal, en cambio, se inclinó hacia Ámbar antes de marcharse.

—Estaremos afuera, ¿sí?

Sus labios se acercaron a la frente de ella en un acto que pretendía ser tierno, pero Ámbar, con un movimiento brusco, giró el rostro y esquivó aquel contacto. No soportaba la idea de sentir la piel de Vidal sobre la suya; el simple pensamiento la revolvía por dentro.

Aquello lo dejó perplejo, alerta, como si hubiera notado algo más de lo que ella quería mostrar.

—Solo vete, y después hablaremos —impuso Ámbar.

Vidal se quedó mirándola por un instante, desconcertado.

—Claro —replicó.

Cuando al fin la dejaron sola, Ámbar sintió que el aire regresaba a su pecho como si hubiera estado sumergida bajo el agua demasiado tiempo. Se llevó una mano al torso y comenzó a inhalar y exhalar profundamente, jadeante, como si la mera presencia de su hermana y de su esposo hubiera drenado todo el oxígeno de la habitación.

El pecho le ardía, el estómago se le revolvía con arcadas, y sin poder resistirlo más, las lágrimas comenzaron a brotar. Primero fueron sollozos entrecortados, luego un llanto desgarrador. Se dobló sobre sí misma con los hombros sacudidos, mientras el llanto la vaciaba, como si toda el agua de su cuerpo se estuviera escurriendo por sus ojos. Lloró y lloró hasta quedar exhausta, como si su alma entera se hubiera roto en pedazos y cada lágrima fuera la prueba viva de ese destrozo.

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