Ámbar caminaba por el pasillo con sus pensamientos divididos entre la rutina de una esposa aparentemente amorosa y la urgencia de no levantar sospechas sobre los planes que ya tramaba en secreto. Aunque ya no compartía la misma habitación con Vidal, seguía cumpliendo con las apariencias: llamar a su esposo para cenar era un acto cotidiano que debía mantener hasta que se concretara el divorcio.
Al doblar la esquina, se encontró con la sirvienta, quien la observó con un ligero sobresalto.
—Señora, ¿usted ya está aquí? Dijo que se tardaría más... —soltó ella. Ámbar había salido un momento a ver ropas de bebés en el centro comercial.
—Sí, creí que lo haría, pero volví temprano. ¿Cuál es el problema?
La sirvienta bajó la mirada.
—Ah… ya veo. Perdón por mi descortesía.
—No pasa nada —dijo Ámbar y continuó su camino.
Sin embargo, la sirvienta la siguió, colocándose frente a ella con insistencia.
—¿Está buscando a su esposo? —preguntó, intentando sonar casual, pero con cierta tensión que Ámbar percibió de inmediato.
—Sí, así es. Voy a decirle que baje a cenar.
—Yo puedo decírselo —insistió la sirvienta.
—Lo haré yo misma, gracias —replicó Ámbar con un ligero ademán de mano, dispuesta a avanzar, hasta que la sirvienta, con determinación inesperada, le agarró la muñeca.
—Señora, por favor, no siga —suplicó la mujer.
Ámbar entrecerró los ojos, mientras la desconfianza crecía en su interior.
—¿Por qué no quieres que vaya a la habitación de mi marido? ¿Qué es lo que pasa? —cuestionó.
La sirvienta vaciló un momento antes de responder, buscando una excusa que sonara plausible.
—Es que… la habitación del señor está muy desordenada. No quiero que la vea así. Espéreme que yo la voy a arreglar y luego podrá pasar. Aunque… creo que ni siquiera está en su habitación, tal vez está en el comedor.
—Vengo del comedor y no está allí. Y no te preocupes, estoy acostumbrada al desorden de mi esposo —dijo, dejando entrever su autoridad sobre la situación.
Pero la sirvienta insistió, con una rigidez que ya no parecía natural, un intento de mantenerla alejada de lo que ella claramente quería ocultar.
—Señora, por favor…
—Ya basta. Vete a la cocina —ordenó Ámbar ya sin paciencia.
La sirvienta, sin argumentos que resistieran la firmeza de Ámbar, finalmente se retiró.
Al llegar, Ámbar no tocó la puerta de Vidal. Se detuvo unos segundos, escuchando con atención, y entonces lo oyó: la voz de Alaska.
La escena se reveló frente a sus oídos: estaban dentro de la habitación, y la sirvienta había intentado encubrirlos. Ámbar entendió de golpe la magnitud de la traición: los sirvientes de la casa no solo sabían del romance entre Vidal y Alaska, sino que también estaban colaborando para que ella no descubriera nada. ¿Hacía cuánto tiempo que estaban en un romance? ¿Hacía cuánto le estaban viendo la cara de estúpida todos en esa casa?
Ámbar llegó a su habitación con el ceño fruncido y el corazón encogido. Allí, en la soledad de su habitación, comenzó a renegar, maldiciendo la situación, maldiciendo la traición de su esposo, la complicidad de su hermana y la red de secretos que parecía envolverse a su alrededor.
Entre sollozos, Ámbar trató de calmarse, de ordenar sus pensamientos. Su mente, sin embargo, no podía evitar saltar hacia su bebé, el pequeño ser que llevaba en su vientre y que, de alguna manera, compartía cada emoción que ella experimentaba.
—Perdóname, hijo… perdóname por todo este sufrimiento que te estoy haciendo pasar —susurró Ámbar, con los ojos cerrados y las lágrimas cayendo libremente. Sabía que cada lágrima, cada momento de estrés afectaba a ese pequeño ser, y no podía permitir que la desesperación la dominara completamente. Respiró hondo, tratando de recuperar la serenidad, inhalando aire como si pudiera llenarse de coraje y determinación al mismo tiempo.
Sin perder más tiempo, Ámbar tomó su celular y marcó el número que había guardado con anterioridad: el de Elías.
—Estoy decidida… voy a casarme con su sobrino —declaró sin una pizca de vacilación.
*****
Cierta mañana, Vidal salió de la habitación de Alaska después de despedirse con varios besos. Caminó hasta su propia habitación; tenía que cambiarse, ponerse el traje y llegar a la empresa. Era el CEO de la compañía familiar, una empresa reconocida que dependía de su liderazgo.
Al abrir la puerta, se encontró con Ámbar. Estaba sentada en el borde de su cama, mirándolo fijamente. Vidal se detuvo, desconcertado, sin palabras.
—¿De dónde vienes? —preguntó Ámbar—. Te he esperado toda la noche.
Vidal tragó saliva. Las palabras parecían atorarse en su garganta.
—¿Qué haces aquí? —dijo finalmente—. ¿Me estabas esperando? ¿Por qué?
Ámbar se incorporó un poco.
—¿Debe haber algún motivo para que yo espere a mi esposo?
Vidal se quedó callado, atrapado.
—No me has contestado —insistió Ámbar.
—Estuve fuera toda la noche —intentó explicarse—. No sé si me llamaste, me quedé sin batería… lo siento, debí haberte avisado, pero…
—No tiene caso que te sigas justificando —la interrumpió Ámbar, levantándose y avanzando hacia él—. Sé perfectamente de dónde vienes, Vidal.
Vidal frunció el ceño, confundido.
—No entiendo de qué hablas…
—Sé que vienes de la habitación de mi hermana.
El hombre palideció.
—¿Qué estás diciendo? —Vidal dio un paso atrás—. ¿Acaso es por el embarazo? ¿Ahora estás alucinando cosas?
—¿Y tú acaso tienes amnesia? —replicó Ámbar.
Entonces, de su bolso sacó un sobre y se lo extendió. Vidal lo tomó con cautela y abrió el contenido. Dentro había varias fotos. En ellas, él y Alaska estaban juntos, claramente captados en momentos íntimos dentro de su propia casa.
Ámbar señaló las imágenes con la mano.
—Allí tienes esas fotos para refrescarte la memoria. Las tomé yo misma aquí en nuestra casa.
Vidal permaneció inmóvil, con la mirada en las fotos.
—Espera… esto es un error —intentó excusarse—. Todo es un malentendido. No es lo que parece…
—Estás viendo las fotos con tus propios ojos, ¿y me vas a decir que no es lo que parece? Yo misma las tomé, Vidal. No hay nada más que puedas decir en tu defensa.
Sacó otro sobre de su bolso y se lo extendió.
—También tengo otra cosa que darte. Fírmalo cuanto antes.
Vidal lo abrió y vio un documento: una solicitud de divorcio.
—Cuanto antes nos divorciemos, mejor —agregó la mujer, pasando a su costado para dirigirse hacia la puerta.
Vidal apretó el documento, arrugándolo entre sus manos. Luego, la tomó de la muñeca para detenerla.
—No te voy a dar el divorcio —declaró—. Al menos escúchame, tengo mucho que explicarte…
Ámbar retrocedió y estiró la mano para liberarse de su agarre.
—Suéltame. No me vuelvas a tocar, y no necesito escuchar tus mentiras. Todo lo que vi ya está demasiado claro, así que solo dame el divorcio. Tú ya no me amas, ¿verdad? Amas a Alaska, tanto que fuiste capaz de hacer la peor traición hacia mí. Por tanto, hazlo por las buenas o será por las malas, Vidal. Si no firmas esa solicitud de divorcio, acabaré con este bebé.
El rostro de Vidal se tensó por completo. Sus ojos se abrieron de par en par, incrédulos.
—¿Por qué me estás amenazando con eso? ¿Eres capaz de… matar a tu propio hijo?
—Sé que el bebé que llevo dentro de mí, es el tuyo y de tu amante, de mi hermana. Lo sé todo, Vidal. Sin mi consentimiento, hiciste que implantaran el embrión tuyo y de mi hermana en mí, solo para usarme como vientre de alquiler.
Vidal se mostró claramente consternado.
—¿Cómo… sabes eso? —cuestionó.
—Sé que este hijo es importante para ti, así que firma el divorcio. Y en cuanto tenga el bebé, te lo entregaré para que puedas criarlo con mi hermana. Pero si no me das el divorcio por las buenas… yo acabaré con tu hijo y el de tu amante.
Cada palabra estaba cargada de amenaza, pero en el fondo, Ámbar sabía algo que Vidal no: ese hijo en realidad no era suyo ni de Alaska. Y aunque sus palabras habían sonado letales, ella nunca había contemplado hacer daño al bebé. Jamás. Su intención era una sola: controlar a Vidal, someterlo a su voluntad, asegurarse de que el divorcio se concretara sin obstáculos.
—Por cierto, mi hermana no tiene por qué enterarse de la verdadera razón por la que nos estamos divorciando —agregó Ámbar—. Si te lo pregunta, inventa lo que sea. Si quieres quedarte con ella y hacer tu vida con mi hermana gemela, hazlo. No me voy a interponer. Formen su familia y estén juntos como tanto han querido. Yo saldré de su camino para que ustedes puedan ser felices.
Él se la quedó mirando, como si no terminara de entender. Lo lógico sería que Alaska lo supiera, que supiera que Ámbar ya lo había descubierto todo y que estaba furiosa con los dos, así que no entendía cuál era la intención de Ámbar de ocultarlo.
Ámbar, como si pudiera leer las dudas que se generaron en la mente de Vidal, le explicó lo siguiente.
—Si se entera de que yo ya los descubrí, estoy segura de que se abalanzará sobre mí por el tema del bebé. Empezaré a tener muchos problemas con ella, Vidal. Y yo, a decir verdad, quiero estar tranquila. No quiero que Alaska me persiga con el asunto del hijo de ustedes dos, el embrión que llevo en mi vientre.
Vidal parpadeó, demasiado sorprendido como para responder.
—Si quieres que este niño nazca sano y salvo, sin ninguna complicación, no le dirás a Alaska la verdad —siguió Ámbar—. Yo creí conocerla, crecí con ella. Soy la hermana mayor porque nací unos minutos antes. La cuidé, la protegí… pero aún así, con esto me doy cuenta de que quizás no la conozco del todo. En cambio, parece que tú la conoces mejor que yo, ¿no es así? No creo que reaccione bien si sabe que yo ya los descubrí. Si Alaska empieza a molestarme, hay probabilidades de que yo pierda a este bebé. Es un embarazo de riesgo, y tú lo sabes. Así que si de verdad lo quieres, si quieres que el niño viva, mantén a tu amante tranquila.
Vidal tragó saliva, desconcertado, con el ceño fruncido. Ámbar entonces lo acorraló con la salida que ya tenía preparada.
—Invéntale cualquier cosa. Incluso puedes decirle que tú me pediste el divorcio a mí porque la amas a ella. Puedes decírselo si quieres, con tal de que no me moleste.
Ella sostuvo la mirada de Vidal unos segundos más y, de pronto, se llevó la mano al anular. Con un movimiento lento, se quitó el anillo. El metal brilló un instante antes de que ella lo lanzara contra su pecho.
—Este matrimonio fue basura. Ya no necesito esto.
El sonido del anillo al caer contra el suelo retumbó entre ellos.
—¿Nuestro matrimonio fue basura? ¿Eso es lo que crees? —cuestionó Vidal—. ¿Cómo puedes decir eso, Ámbar? Hemos sido felices juntos...
—Pues se acabó. Tu vida conmigo te aburrió, Vidal. Sé que ya no me soportas, que hace tiempo dejé de ser suficiente para ti, y yo no voy a obligarte a que estés a mi lado. Te dejo el camino libre para que hagas con tu vida lo que quieras.
En ese momento, Ámbar giró sobre sus talones y se marchó. Vidal, en ese entonces, la dejó ir. Permaneció inmóvil unos segundos, atónito, sin saber siquiera cómo empezar a reparar la situación que acababa de estallar en su contra.
Vidal no tuvo más opción que firmar el divorcio. Apenas un juez declaró que ambos eran legalmente libres, Ámbar no perdió tiempo.
Se quedó un tiempo en la casa de sus padres, esperando que el asunto del divorcio quedara completamente cerrado. Cuando llegó el momento, se vistió de novia. Su vestido era sencillo, sin adornos excesivos, y apenas llevaba un ramo pequeño.
Sin demora, se dirigió al hospital, donde la ceremonia civil iba a celebrarse. La habitación estaba preparada de manera simple, con solo el juez de paz, el hombre que se convertiría en su esposo, Elías y un par de testigos que ella no conocía.
Entonces, el juez de paz comenzó la ceremonia.
—Estamos aquí reunidos para la unión de Ámbar Mongelós y Raymond Schubert...
Ámbar no pudo evitar que el nombre la golpeara como un mazazo en el pecho. Raymond Schubert. Sabía muy bien de quién se trataba; su mente lo reconoció porque aquel nombre era sinónimo de poder y de riqueza.
Raymond Schubert había sido durante años una figura pública de gran relevancia, dueño las casas de bolsa más importantes del país. Era un hombre cuya sola mención aparecía en titulares, en revistas económicas, en informes financieros. Y aunque hacía un tiempo que había desaparecido del ojo público, que su imagen ya no ocupaba portadas ni entrevistas, nadie podía decir que no lo conocía. El peso de su apellido seguía imponiendo respeto. No había quien no supiera quién era Raymond Schubert.
Pero eso no era todo. Raymond Schubert era nada menos que el némesis de su exesposo, Vidal Benaroch.