C4: Un hombre en coma.

—Usted definitivamente lo sabía —agregó Ámbar con una mirada acusadora—. Estoy segura de que mi marido le habrá pagado millones para sobornarla, para que me implantaran el embrión de él y mi hermana sin mi consentimiento.

—Se equivoca, señora. Eso no es verdad —expresó la doctora, visiblemente confundida—. Yo estaba convencida de que usted tenía conocimiento de esto porque su esposo me dijo que usted estaba de acuerdo. Él incluso me informó que usted fue la de la idea, que quería asegurarse de que la FIV resultara un éxito, y por eso pidió a su hermana gemela que diera su óvulo. No tenía idea de que se trataba de un engaño…

Ámbar sintió que su ira y frustración crecían como una marea imparable. Su rostro se enrojeció y sus manos temblaban levemente mientras apretaba los puños contra los costados de su cuerpo.

—Pues yo no tenía idea. Mi marido lo hizo todo por su cuenta. —Se tomó un instante, respirando hondo, controlando el temblor que amenazaba con romper su autocontrol—. Pero aún así… dígame, ¿por qué deseaba hablar con él y no conmigo?

La doctora la miró con cautela, midiendo cada palabra, tratando de suavizar la tensión que Ámbar irradiaba, pero también buscando transmitir la gravedad de la situación.

—Hubo un problema, señora. Y como su embarazo, de cierto modo, es riesgoso, no queríamos que usted se sintiera mal ni cargara con tanto estrés. Eso podría ser perjudicial para el bebé.

Ámbar sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo. Se llevó una mano al vientre instintivamente, sintiendo ese lazo profundo con el hijo que llevaba dentro, aunque no fuera suyo.

—Sólo dígamelo. —Sus ojos buscaban los de la doctora, exigiendo la verdad—. Lo soportaré. Necesito saber qué está pasando con este bebé. Por favor, dígame qué es lo que pasa.

La doctora hizo que Ámbar tomara asiento para luego acomodarse tras el escritorio y empezar a hablar.

—Lamento mucho lo que su marido le ha hecho. Usted ya está enfrentando una situación difícil, así que no será fácil para mí informarle esto. Se ha cometido un grave error, han sido confundidos los procedimientos. En lugar de realizarle una fecundación in vitro, se le ha practicado una inseminación artificial. Es decir… usted está embarazada, pero no de su marido, sino de otro hombre.

Ámbar sintió cómo sus párpados se abrieron al máximo, como si intentara retener cada palabra que escuchaba. Su mandíbula se quedó suspendida y sus labios permanecieron entreabiertos en un silencio lleno de incredulidad.

—¿Cómo? —logró decir—. ¿Qué está diciendo? Doctora… este hijo… ¿este hijo es mío? ¿Este es mi bebé? ¿Yo estoy embarazada de mi bebé?

—Así es, señora Benaroch. Tenía el embrión de su hermana y de su marido preparado para implantárselo a usted. Sin embargo, debido a una confusión en los procedimientos, se le practicó una inseminación artificial. El bebé que lleva es suyo y de otro hombre, no el de su marido y de su hermana.

Ámbar se quedó perpleja por unos segundos. Su mente se sumergió en un mar de confusión, pero, poco a poco, una sensación de alivio empezó a inundarla, seguida por una alegría intensa que le llenó el pecho y le aceleró el pulso de manera que casi podía sentirlo en la garganta.

—¡Es mi hijo! —exclamó—. Este bebé es mío… ¡es mi hijo! ¡Es mi hijo!

No pudo contenerse más. Se levantó de un salto, rodeó el escritorio con pasos rápidos y abrazó a la doctora con fuerza, como si necesitara sostener esa realidad a través del contacto humano. Su cuerpo temblaba levemente de la emoción, y sus lágrimas comenzaron a brotar mientras repetía otra vez la gran noticia que había cambiado su percepción de las cosas.

—Doctora, ¡este hijo es mío! ¡Es mío!

Ámbar había deseado con todas sus fuerzas tener un hijo que fuera verdaderamente suyo, un hijo nacido de su propio vientre, sin engaños, sin trampas ni sustituciones. Había sido manipulada, traicionada y engañada por su propio marido, y ahora, al escuchar que el bebé que llevaba en su interior era genuinamente suyo, su alma parecía liberarse.

La paradoja, sin embargo, seguía allí latente: aquel niño no era hijo de su esposo, sino fruto de la semilla de un hombre completamente ajeno, un desconocido al que Ámbar jamás había visto en su vida.

Ámbar, finalmente, se apartó un poco del abrazo, todavía con lágrimas deslizándose por su rostro. Sus ojos, enrojecidos pero radiantes de una felicidad nueva, se fijaron en los de la doctora.

—Este bebé… este bebé es mío. Es mi hijo. —Repitió una vez más, con esa obstinación de quien necesita escucharse a sí misma para convencerse de que la dicha es real.

—Entiendo su reacción, señora, pero hay un asunto que necesito tratar con usted cuanto antes. Precisamente por la magnitud de este error, necesito llegar a un acuerdo con usted.

—¿Un acuerdo? ¿De qué está hablando?

—Verá, yo asumí que, al enterarse de lo ocurrido, usted estaría furiosa, y que lo más probable sería que procediera legalmente contra la clínica por este gravísimo error médico. Era de esperarse que quisiera demandarnos y que todo este asunto escalara a tribunales.

—No entiendo a qué se refiere, no pienso demandar a la clínica —declaró—. Ciertamente fue un error por parte de quien me realizó la inseminación artificial y en otras circunstancias habría tomado medidas legales, pero en este caso ha sido un milagro.

—En mi presencia, esto jamás habría pasado —la doctora se ausentó por enfermedad una temporada, por lo que fue otra persona quien cometió el error de realizar la inseminación en lugar de la FIV. Sin embargo, la doctora era quien daba la cara ya que quien realizó el procedimiento fue alguien recomendado por ella misma.

—Bueno, pues... como le dije, fue un milagro. Si hubiera estado usted, me habría implantado el embrión de mi esposo y su amante. Así que, lo que yo debería hacer es agradecer a la doctora que se equivocó —declaró Ámbar.

—Señora Benaroch, lo siento mucho, pero usted no puede tener a ese bebé. La clínica se hará completamente responsable de todo. Se encargará de practicarle un aborto seguro de la manera más cuidadosa y profesional posible, y de cubrir cualquier gasto que surja de ello. No tendrá que cargar sola con las consecuencias de este error.

La mirada de Ámbar se llenó de estupefacción y de una ira que iba subiendo como un zumo amargo en la garganta cuando la doctora pronunció la palabra que todo lo negaba: aborto.

—¿Un aborto? —replicó ella—. ¿Por qué habría de abortar? Usted sabe todo lo que me costó quedar embarazada. ¿Cree usted que voy a renunciar a esto? Este es mi hijo y yo lo voy a tener. —Sus palabras, primero dulces por la emoción, adquirieron inmediatamente la dureza de una orden.

La doctora respiró hondo, mostrando ahora otra cara de la historia.

—No es tan simple, señora. El dueño del esperma que resultó en su embarazo es un hombre de mucha influencia. No estoy autorizada a dar detalles, pero debo advertirle que esa persona tiene recursos y aliados. El familiar de ese hombre es quien está siguiendo de cerca la situación y sabe que usted está casada, por lo que no permitirá que tenga al bebé.

—¿Cómo puede ese hombre saber mi identidad? Un donante no tiene derechos ni por qué saber si la receptora está casada. ¿Cómo pudo la clínica permitir algo así?

—Como le dije, es un hombre con mucha influencia. Aunque, usted podría intentar negociar por su cuenta —sugirió ella—. La clínica está dispuesta a colaborar con la opción que usted decida.

—No olvide que puedo demandarles —declaró Ámbar—. No me importa quién sea ese hombre, si me obligan a abortar, llevaré a la clínica ante la justicia. Pero habrá dos condiciones si quieren evitar un proceso legal: primero, que esto no llegue a oídos de mi marido; no quiero que Vidal sepa nada de lo que ha ocurrido hasta que yo lo decida; y segundo… —hizo una pausa, tornándose pensativa—. ¿Qué han hecho con el embrión de mi esposo y mi hermana? ¿Dónde está?

—Sigue en el laboratorio, no ha sido utilizado.

Ámbar cerró los ojos un instante, como conjurando una decisión definitiva que ya bullía en su interior.

—Bien. Quiero que lo destruyan. Destruyan ese embrión.

—Pero, Señora Benaroch…

—Hágalo, doctora. Destrúyalo. Si no lo hace, no solo demandaré a la clínica, sino también a usted personalmente. La culparé de todo esto y me encargaré de que pierda su licencia y jamás vuelva a ejercer.

La doctora perdió el color por un momento; sabía que aquello comprometía su carrera, su licencia y su prestigio. 

—Está bien —dijo, al fin—. Lo haré. Procederé a destruir ese embrión.

—Le repito que no quiero que mi marido se entere de nada por ahora. Que Vidal siga creyendo que ese embrión está en mi vientre hasta que yo decida contárselo. Y en cuanto a ese hombre… quiero hablar con él. Usted ha dicho que él ya dispone de mis datos, así que esconderse no servirá de nada. ¿Cómo puedo contactar con él?

La doctora, tras varios titubeos, terminó por ceder a la presión de Ámbar, proporcionándole el número de contacto de aquel hombre que estaba interfiriendo en su vida. Ella no perdió un solo instante en comunicarse con él, y en cuestión de minutos se concertó un encuentro. El lugar escogido fue una cafetería privada, un sitio discreto que contaba con compartimentos cerrados donde las reuniones podían desarrollarse lejos de las miradas indiscretas.

Ámbar llegó primero, incapaz de contener la ansiedad. Al entrar en aquel espacio reservado, tomó asiento y sintió que el tiempo se le volvía un enemigo cruel. Movía las manos inquietas sobre la mesa, acomodaba y desacomodaba el bolso a su lado, y por momentos parecía incapaz de mantener la vista en un punto.

Finalmente, la figura del hombre apareció ante ella y Ámbar lo miró con expectación. Era un hombre trajeado, de porte elegante, con la compostura de quien está acostumbrado a que lo respeten. Tenía el cabello surcado por varias canas que le otorgaban un aire distinguido, y aunque no podía considerársele viejo, se veía claramente mayor, un hombre maduro, con experiencia a cuestas y un atractivo que imponía presencia.

—¿Señora Benaroch?

Ámbar se irguió en su asiento y respondió con un leve asentimiento de la cabeza.

—Así es, soy Ámbar Benaroch.

El hombre se acomodó en la silla frente a ella, cruzando las manos sobre la mesa.

—Mi nombre es Elías. Es un placer conocerla —expuso, sin mencionar su apellido.

—Entonces… ¿usted es el padre del hijo que estoy esperando?

Elías sonrió, pero aquella no fue una sonrisa de burla ni de alegría. Era más bien una sonrisa forzada que parecía esconder cierta incomodidad.

—No, no es así. Me temo que se equivoca, señora Benaroch. El que dejó su esperma en esa clínica fue mi sobrino, y es alguien bastante influyente, muy poderoso.

—Sí… la doctora de la clínica me mencionó algo así, pero no logro entenderlo. ¿Por qué alguien que se supone que tiene tanta influencia y poder haría algo como esto? Puedo comprender si desea ser donante, pero un donante debe firmar un contrato renunciando a cualquier derecho sobre el hijo. Ni siquiera podría exigir conocer a la madre ni obtener información sobre ella. ¿Qué tipo de acuerdo puede existir entre un hombre así y la clínica para permitir algo semejante?

—Señora Benaroch, solo estoy aquí para transmitirle un mensaje: usted no puede tener a ese hijo.

—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó, intentando no dejar entrever el miedo que se le acumulaba en la garganta.

—Usted está casada, y mi sobrino es un hombre muy importante. ¿Se imagina lo que ocurriría si la sociedad, la prensa, el mundo entero llegara a enterarse de que una mujer casada ha tenido un hijo de mi sobrino?

—Pero… ¿quién es su sobrino? ¿Por qué no me dice su nombre?

—No puedo revelarle su identidad.

Ámbar soltó una risa sarcástica, amarga, que resonó como un eco de su frustración y su indignación. Se inclinó ligeramente hacia adelante, apoyando los codos sobre la mesa y entrelazando las manos.

—Este hijo no solamente lleva la sangre de su sobrino, sino también la mía. Yo soy la que está embarazada, y no pienso ceder. Voy a tener a este hijo, cueste lo que cueste. Estoy dispuesta a hacer lo que sea con tal de protegerlo, y no voy a permitir que nadie lo arrebate de mí.

—He oído que tuvo problemas para concebir, ¿es así? —preguntó Elías, con una especie de curiosidad, midiendo la reacción de Ámbar.

Ella frunció el ceño ante la insinuación, molesta por la intromisión, pero logró mantener el control.

—Parece que sabe demasiado sobre mí —comentó, mordaz—. Pues sí, he tenido muchos problemas para quedar embarazada, pero finalmente lo logré. Por eso no pienso renunciar a este bebé. Este hijo es mío, y haré todo lo que esté en mis manos para protegerlo.

—Si dice que está dispuesta a hacer lo que sea… ¿sería capaz incluso de casarse con un hombre en coma?

Continue lendo este livro gratuitamente
Digitalize o código para baixar o App
Explore e leia boas novelas gratuitamente
Acesso gratuito a um vasto número de boas novelas no aplicativo BueNovela. Baixe os livros que você gosta e leia em qualquer lugar e a qualquer hora.
Leia livros gratuitamente no aplicativo
Digitalize o código para ler no App