C3: Sé que el embrión no es mío.

Pasó largo rato hasta que el temblor de su cuerpo fue amainando. Al fin, se secó con torpeza el rostro empapado y, lentamente, dejó que su mano descendiera hasta posarse sobre su vientre. Allí, bajo la piel, sentía el calor de la vida que crecía dentro de ella. Cerró los ojos, acariciando con suavidad esa parte de su cuerpo, y comenzó a hablar, a susurrarle a aquel ser inocente que habitaba en su interior.

—Lo siento… —murmuró con la voz quebrada—. Lo siento tanto. Perdóname por cargarte con mi tristeza, con este dolor que no te pertenece, con toda esta angustia que me desgarra. Sé que te hago sufrir con mis lágrimas, que sientes cada estremecimiento de mi corazón. Pero… yo no soy tu madre. No lo soy… —su voz se quebró otra vez, y un nuevo sollozo escapó de su garganta—. Aun así, no puedo odiarte. No tienes la culpa de nada.

Se cubrió el rostro con una mano, respirando entrecortadamente, mientras las palabras brotaban desde lo más hondo de su alma.

—Te amé desde que entraste en mí y empezaste a crecer. Te amé con todas mis fuerzas y lo sigo haciendo, aunque no seas mío. Aunque… aunque no pertenezcas a mí, yo te amo. Te amo tanto que me rompe por dentro. Y no sé qué hacer. Si no eres mío, ¿qué se supone que sucederá con nosotros?

La confusión la consumía. Pensaba en la traición, en el engaño imperdonable. Quizás podía demandarlos, lo que habían hecho fue una aberración: implantar en su cuerpo un embrión que no era suyo, sin su consentimiento, y peor aún, que pertenecía a su esposo y a su propia hermana gemela. La idea de demandarlos cruzaba su mente, y al mismo tiempo, otra chispa crecía: la de quedarse con el bebé. Que ellos pagaran por lo que le habían hecho y que, al final, el hijo fuera solo suyo.

Las alternativas la desgarraban. ¿Pedirle el divorcio a Vidal? Probablemente él se lo daría sin más, porque ya no la amaba. ¿Cómo podría amarla después de tomar a Alaska, de concebir con ella un hijo y encima usar a Ámbar como recipiente, como simple vasija? Ya lo había estado sintiendo frío, indiferente, pero jamás pensó que había puesto sus ojos en alguien más. Confiaba ciegamente en su esposo, y él la apuñaló por la espalda a traición.

Quizás lo mejor sería liberarse de esa farsa, aceptar que él quería formar una familia con Alaska. ¿Y qué sucedería entonces? ¿Acaso esperaban que, después de nueve meses de llevar el embarazo, ella simplemente entregara al bebé en sus brazos y se retirara derrotada, para que vivieran felices como si nada hubiera pasado?

Ese pensamiento le revolvió el alma. No, aquello era inadmisible. Ella había sido engañada, utilizada, y por eso sentía que la criatura debía quedarse con ella. Nadie tenía más derecho. Ni Vidal ni Alaska. Si ellos querían un hijo, que lo buscaran por sí mismos, que enfrentaran las consecuencias de sus actos. Pero el niño que latía en su interior, el que ya sentía como suyo, jamás se los entregaría. Ese bebé era suyo, y lo defendería con todo lo que le quedara de fuerza.

Por el momento, Ámbar logró calmarse y, con un esfuerzo que le costó cada latido del corazón, decidió no revelar nada de lo que había descubierto. Tomó la decisión de seguir aparentando que no sabía del romance que su marido sostenía con su propia hermana gemela, mientras pensaba en una mejor opción para ella y para el bebé. Entonces, se preparó para actuar como la esposa amorosa y confiada que siempre había sido ante los ojos de Vidal y Alaska.

El doctor, al revisarla, constató que su estado físico ya no mostraba riesgos, que los episodios de mareo y arcadas habían pasado.

—Señora Benaroch, debe cuidarse más. No puede someterse a tanto estrés. Necesita más reposo, más tranquilidad, liberarse de preocupaciones que puedan afectarla a usted y al bebé.

Ella lo miró con ojos serenos, controlando cada emoción que amenazaba con escapar.

—Lo haré —respondió con firmeza—. Me cuidaré. No pienso perder a mi bebé, no voy a permitirlo.

En ese momento, la puerta de la habitación se abrió y Vidal entró primero, seguido por Alaska. La tensión volvió a aferrarse a Ámbar, pero respiró hondo, recordándose a sí misma que debía mantener la calma.

Entonces, Vidal se acercó a su esposa con una expresión de afecto.

—¿Cómo te sientes, cariño? ¿Estás mucho mejor?

Ámbar, luchando contra la rabia y el dolor que aún palpitaban en su interior, sonrió con la dulzura que siempre había reservado para él.

—Sí, estoy mucho mejor. Perdóname por preocuparte.

Vidal inclinó la cabeza, acarició suavemente su mejilla y depositó un beso en su frente, que esta vez Ámbar no esquivó. Cada fibra de su cuerpo estaba alerta, pero logró sostener la actuación de una esposa que parecía confiar, que parecía tranquila.

Luego, Ámbar llevó la mirada hacia Alaska. La expresión de su hermana, en un principio sombría, pues no le gustaba nada que Vidal tratara bien a su gemela, cambió de inmediato a una sonrisa luminosa, evidente en su falsedad, detectada por la mirada aguda de Ámbar.

—Bien, hermana, ya que te sientes mejor, entonces hay que regresar a casa —manifestó Alaska.

Los tres salieron del hospital y subieron al coche de Vidal. Mientras el motor arrancaba y la ciudad pasaba por la ventana, Ámbar permitió que su mente divagara, navegando por recuerdos. Aquella casa, que pertenecía a Vidal, había sido el escenario de siete años de matrimonio, un lugar que en un pasado había sido hogar de amor y tranquilidad. Recordó los primeros dos años de su vida junto a Vidal, la felicidad compartida, los planes, los sueños, antes de que la muerte de la madre de ella y Alaska cambiara la dinámica familiar.

Ámbar decidió que era mejor que Alaska se mudara con ellos. Vivía con su madre, pero después de morir, no quería que su hermana se quedara sola. Había planteado que fueran una familia bajo un mismo techo, convencida de que así la protegería y la haría feliz.

Ahora, sin embargo, Ámbar se preguntaba si había cometido un error. Solo quería la felicidad de su hermana, solo quería que no estuviera sola, y sin embargo la traición de Vidal y Alaska la había hecho cuestionar todo. Pero pronto su mente se enderezó y resolvió: no, no fue un error. Ella había actuado con amor; los que habían traicionado eran ellos, no ella.

Mientras estos pensamientos se arremolinaban en su cabeza, Ámbar mantuvo la vista en la ventana. Atrás, en el asiento trasero, se encontraba Alaska quien conversaba amenamente con Vidal, quien estaba conduciendo, ambos aparentemente despreocupados, pero Ámbar apenas les prestaba atención. Su mundo interior estaba demasiado ocupado reconstruyendo cada pensamiento, cada memoria, mientras la ciudad transcurría a su lado sin percibir el huracán emocional que ella llevaba dentro.

*****

Ámbar estaba atrapada en un mar de pensamientos. La encrucijada en la que se encontraba era abrumadora: el divorcio, la necesidad de asesoramiento legal sin que Vidal supiera nada, la protección de su bebé, y la imperiosa determinación de que aquel hijo que llevaba en su vientre no sería entregado a quienes la habían traicionado y utilizado.

Su mente repasaba una y otra vez las posibilidades, los escenarios posibles, las medidas que debía tomar para asegurarse de que Vidal y Alaska pagaran por haberle implantado un embrión que no era suyo sin su consentimiento, sin siquiera informarle.

De repente, el teléfono de la casa sonó, interrumpiendo el flujo de sus pensamientos. Ámbar se acercó al aparato y tomó el auricular.

—Buenas tardes, le hablamos desde la Clínica BioNova —articuló la voz de una mujer—. ¿Podría, por favor, comunicarme con el señor Vidal Benaroch?

Ámbar frunció ligeramente el ceño, reconociendo el nombre de la clínica. Era el mismo lugar donde se había llevado a cabo la fecundación in vitro.

—Yo soy la señora Ámbar Benaroch, su esposa —respondió—. ¿Qué es lo que sucede?

La secretaria dudó un instante, y luego insistió:

—Preferimos hablar directamente con el señor Benaroch. ¿Podría, por favor, pasármelo?

Algo en la insistencia de la mujer hizo que Ámbar frunciera más el ceño.

—Mi esposo no se encuentra en este momento; está en la empresa trabajando. Pero dígame una hora y una fecha, y me aseguraré de que él se presente en la clínica para hablar con ustedes.

La secretaria asintió y le comunicó la fecha y la hora precisas. Sin embargo, en lugar de transmitir la información a Vidal, Ámbar colgó con suavidad, con la mente ya funcionando a toda velocidad: ella misma se presentaría en la clínica. No permitiría que Vidal tuviera ventaja, ni que Alaska tuviera alguna oportunidad de manipular la situación. Aquella cita sería su oportunidad de enfrentar lo que debía enfrentar, de asegurarse de que nadie más que ella tuviera el control sobre el destino de su hijo.

Al llegar la fecha y la hora, Ámbar llegó puntual a la clínica. Se acercó a la recepción, donde la secretaria la miró un instante.

—Buenos días. Tengo una cita a esta hora, vengo de parte del señor Vidal Benaroch.

La secretaria la condujo hasta una oficina privada, donde la esperaba la doctora con quien se había hecho varios tratamientos para quedar embarazada. La doctora la recibió con una expresión de confusión evidente, con las cejas arqueadas, denotando que algo no cuadraba.

—Disculpe, señora… —comenzó titubeante—, pero estoy esperando a su esposo, el señor Benaroch.

—Yo seré quien asista a esta reunión en su lugar —declaró Ámbar—. Quiero saber qué está pasando y por qué tenían tanta urgencia de hablar con mi marido.

—Señora… —replicó la doctora—, debíamos hablar directamente con él primero, luego él le informaría a usted.

—Se trata de la fecundación in vitro que me hicieron, ¿no es así? —soltó Ámbar—. Yo sé la verdad, sé que el embrión que me implantaron no es mío y mi marido, sino que pertenece a él y a su amante.

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