Una Nodriza Humana para los Cachorros del Alfa

Una Nodriza Humana para los Cachorros del Alfa ES

Hombre lobo
Última atualização: 2025-11-05
LaSforza  Atualizado agora
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Índice

“Traicionada por el hombre que amaba, encontrará un hogar con la bestia que temía.” Celia lo perdió todo por amor. Tras un idilio secreto con el heredero de la acaudalada familia Hidalgo, un embarazo inesperado la convierte en un problema que debe ser eliminado. Tras ser encerrada, robado su hijo recién nacido y dejada por muerta, su única esperanza es huir hacia Wolfcrest, una ciudad gobernada por la temida supremacía de los licántropos, donde un humano no es más que una criatura insignificante. Desesperada y sin un centavo, su destino da un vuelco cuando escucha el llanto desconsolado de dos bebés gemelos proveniente de la mansión más lujosa del distrito. Al llamar a la puerta, se encuentra con Kaiden, un hombre lobo de imponente presencia y mirada cargada de dolor, luchando por calmar a sus hijos recién nacidos. Movida por su propio instinto maternal, Celia ofrece lo único que le queda: su leche. Al aceptar convertirse en la nodriza de los cachorros, Celia encuentra no solo un salvavidas económico, sino también un refugio inesperado bajo el techo del propio Alfa. Pero el peligro la sigue de cerca. La familia Hidalgo no descansará hasta verla muerta, y dentro de la misma manada, la presencia de una humana criando a los herederos despierta recelos y una hostilidad mortal, encarnada en la loba Morgana, quien anhela el lugar que Celia ocupa. Atrapada entre un pasado que busca venganza y un futuro incierto, Celia deberá aprender a navegar las peligrosas reglas de un mundo de lobos, donde los secretos son profundos y las lealtades se prueban con sangre. Mientras cura el corazón de un Alfa roto y cría a sus cachorros, descubrirá que la fuerza para recuperar a su propio hijo y enfrentar a sus enemigos ha estado dentro de ella todo el tiempo.

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Capítulo 1

1: El Parto y la Traición

El dolor era un océano y yo me estaba ahogando en él.

Cada contracción era una ola gigantesca que me arrancaba de la fría losa del suelo y me estrellaba contra las rocas de la agonía. Jadeaba, los nudillos blancos donde me aferraba a la jerga raída que me habían tirado como a un animal. El aire olía a polvo, a humedad y a mi propio miedo. La habitación, un cuarto de servicio olvidado en los confines de la mansión Hidalgo, estaba sumida en una penumbra sórdida, solo rota por un haz de luna llena que se filtraba por la única ventana alta, enrejada. Estaba encerrada. Sola.

—Por favor… —suplicé entre jadeos, pero mi voz se perdió en la inmensidad vacía de la habitación. No había nadie para escucharme. Nadie que le importara.

Mientras otra contracción, más feroz que las anteriores, me retorcía las entrañas, mi mente, buscando desesperadamente un escape del dolor físico, se sumergió en el pasado. No en el dolor, sino en el calor.

El sol de la tarde se filtraba entre las ramas del jardín secreto donde solíamos encontrarnos. Diego, con su sonrisa fácil y sus manos de caballero, me acariciaba la mejilla.

—Eres tan diferente a todas ellas, Celia —susurró él, su aliento caliente en mi oído—. Tan pura. Tan real.

Me sonrojé, hundiéndome en su abrazo. Él era el heredero de la fortuna Hidalgo, y yo, solo una empleada doméstica. Pero en sus brazos, las diferencias se desvanecían. Me hizo prometer el secreto. “Mi familia es… tradicional. No entenderían lo nuestro. Pero es nuestro, ¿verdad? Nuestro pequeño secreto.”

Y yo, tonta, crédula, creí que el secreto era romántico. Una prueba de un amor tan intenso que el mundo no estaba preparado para él.

Un grito ahogado escapó de mis labios mientras el presente me arrancaba brutalmente del recuerdo. La presión en mi bajo vientre era insoportable, un peso vivo y desgarrador que exigía salir. Me incorporé como pude, apoyando la espalda contra la pared fría. No había médicos, ni comadronas, ni la mano de nadie para sostenerme. Solo el miedo y la promesa de un final.

—¡Ya… ya viene! —grité para mí misma, sintiendo el instinto ancestral abrirse paso a través del pánico.

Con un último esfuerzo sobrehumano, un último grito que rasgó mi garganta, la presión cedió. Un llanto agudo, vibrante y lleno de vida, llenó la habitación silenciosa.

El silencio que siguió al grito fue solo un latido, roto por el tierno y desesperado llanto del recién nacido. Con manos temblorosas, exhausta y bañada en sudor, tomé al pequeño ser y lo acuné contra mi pecho.

La fatiga, el dolor, todo se desvaneció.

—Mi bebé… —murmuré, y un torrente de amor tan puro y abrumador me inundó que creí que mi corazón estallaría. Era un niño. Perfecto. Sus pequeños puños se agitaban en el aire, sus labios buscaban instintivamente mi calor. Lo examiné con una devoción voraz: diez deditos en las manos, diez en los pies, una fina cabellera oscura pegada a su cuero cabelludo. Me pareció el ser más hermoso jamás creado.—Mi amor, mi vida… te tengo a ti. Solo te tengo a ti.

Pero la felicidad era un espejismo frágil. Mientras el bebé se calmaba contra mi piel, otro recuerdo, esta vez amargo, nubló mi éxtasis.

Había sido en el mismo jardín, pero la luz era diferente, más gris. Le había dicho a Diego sobre el embarazo, esperando ver mi misma alegría reflejada en sus ojos. En su lugar, vi pánico.

—¿Estás segura, Celia? —su voz era tensa, sus ojos evitaban los míos—. Esto… complica las cosas. Mi familia…

—Es tu hijo, Diego —le recordé, sintiendo un primer y gélido presentimiento.

—Hay… hay formas de solucionar esto —murmuró él, incómodo—. Clínicas discretas. Nadie tiene por qué enterarse.

El mundo se me tambaleó. “¿Solucionar?” ¿Así llamaba él a su hijo?

—No —dije, con una firmeza que no sabía que poseía—. No voy a abortar a nuestro hijo.

La expresión de él se endureció.

—Entonces no me dejas opción. —Se dio la vuelta y se fue, y con él, se llevó todos los espejismos de amor que me había vendido.

El chasquido del cerrojo al descorrerse en la puerta me devolvió al helado presente. La puerta se abrió de golpe, y la silueta de Doña Elvira Hidalgo, la matriarca, llenó el marco. Iba impecablemente vestida, con un vestido de seda que contrastaba brutalmente con la miseria del lugar. Su rostro, duro y severo, era una máscara de desprecio. Detrás de ella, dos guardias de rostro impasible.

—Dame al niño —ordenó la mujer, con una voz tan fría como el mármol del suelo.

—No —grité, apretando a mi hijo contra mi pecho, protegiéndolo con mi propio cuerpo—. ¡Es mi hijo! ¡No se lo llevarán!

Doña Elvira hizo un gesto casi imperceptible. Los guardias avanzaron. Forcejeé, grité, maldije, aferrándome a mi bebé con la fuerza de la desesperación. Pero estaba débil, agotada. Era una lucha desigual. Uno de los guardias me inmovilizó los brazos con brutal eficacia, mientras el otro me arrancaba al bebé de los brazos. El llanto desconsolado del pequeño llenó la habitación, un sonido que me destrozó el alma.

—¡Por favor! —suplicé, las lágrimas mezclándose con el sudor de mi rostro—. ¡Se lo suplico! ¡Es todo lo que tengo!

Doña Elvira se acercó, mirándome desde arriba como si fuera una cucaracha.

—Tú no tienes nada. Eres nada —escupió las palabras—. Mi hijo está comprometido con la hija de los Montenegro. Uniones de poder, no pecados con la servidumbre. Este mocoso es una mancha en el honor de mi familia. Una mancha que será borrada.

Borrada. La palabra resonó en mi mente. Como mi último acto de desesperación, había ido a ver a Doña Elvira. Creía, ingenuamente, que una madre entendería. Me arrodillé ante ella en su lujoso salón.

—Señora, por favor, le suplico… es el hijo de su hijo.

Doña Elvira no se inmutó.

—Eres una trepadora. Una apestosa trepadora que intentó enredar a mi hijo con sus artimañas. Él es joven, se dejó llevar. Pero yo pongo las cosas en su lugar. Ese bastardo no verá la luz del día, y tú… tú desaparecerás.

El presente y el pasado se fundieron en un solo grito de angustia. Doña Elvira miró al guardia que sostenía al bebé.

—Llévenselo. Que lo lleven con la nodriza que contratamos. Y asegúrense de que nadie… nadie… sepa de dónde vino.

El guardia asintió y salió con el niño, cuyo llanto se fue apagando en la distancia hasta convertirse en un silencio aterrador.

Doña Elvira se volvió hacia mí, que yacía en el suelo, rota, vacía, un sollozo seco sacudiendo mi cuerpo.

—Y en cuanto a ti… —su mirada recorrió la habitación con desdén—. Un accidente trágico. La pobre empleada que murió desangrada en un parto fallido. Tan… común.

Sin otra palabra, salió y cerró la puerta. Oí el cerrojo correrse de nuevo. Me habían dejado allí para morir. Desangrándome, con el alma hecha añicos, acurrucada en el suelo donde aún quedaba el cálido aroma de mi hijo.

Pero en la profundidad de esa desesperación, algo se encendió. No era esperanza. Era más primitivo. Era rabia. Era el instinto feroz de una madre a la que le han arrebatado a su cría.

Con una determinación que nació de las cenizas de mi corazón, me arrastré hasta la jerga, rasgué una tira con los dientes y tapé la sangre que escurría por la hemorragia. Cada movimiento era una agonía, pero el recuerdo del llanto de mi hijo me daba una fuerza que no era mía.

La ventana alta estaba enrejada, pero la humedad había oxidado uno de los barrotes. Me arrastré hasta allí y, usando los restos de una vieja silla rota que había en un rincón, golpeé la herrumbre con todas mis fuerzas, una y otra vez, hasta que el metal cedió con un chirrido estridente.

La abertura era pequeña, apenas un espacio para que pasara un cuerpo delgado y demacrado. Me arrastré a través de ella, sintiendo el frío hierro rasgar mi piel ya magullada. Caí del otro lado, sobre la tierra húmeda del jardín.

La noche me recibió con su frío abrazo. Con el rostro empapado en lágrimas de dolor, rabia y pérdida, me levanté y, tambaleándome, me fundí con las sombras. No iba a morir. No aún. Iba a vivir. Iba a encontrar a mi hijo.

Y la única dirección que tenía en mente era la de mi amiga más cercana.

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