4: La Leche de la Humana

La mujer mayor me guió a través del vestíbulo con pasos que apenas hacían ruido sobre la lujosa alfombra. Su espalda era recta, su rostro una máscara de cansancio bien educado. Antes de abrir la puerta de la sala, se detuvo y me miró con una curiosidad tenue.

—Soy la señora Driscoll —dijo, su voz era suave pero carente de calor—. Llevo sirviendo a la familia Dravon desde antes de que el señor Kaiden naciera. Él es el dueño de la casa. Le ruego que sea discreta. Ha tenido… muy poco descanso últimamente.

Asentí, comprendiendo que esas palabras eran tanto una bienvenida como una advertencia. La señora Driscoll abrió la puerta y me cedió el paso.

La sala de estar era tan imponente como el resto de la casa, pero aquí la grandeza se suavizaba un poco. Grandes sofás de un terciopelo azul oscuro, estanterías repletas de libros y el suave crepitar de un fuego en la chimenea de piedra. Y en el centro de la habitación, de pie junto al sofá principal, estaba Kaiden Dravon.

En sus brazos, dos pequeños fajos de lino blanco se agitaban, emitiendo esos llantos desconsolados que me habían atraído como un imán. Me miró, y por primera vez pude verlo claramente, sin la sombra del marco de la puerta. Su rostro estaba marcado por un agotamiento profundo, unas ojeras oscuras bajo sus penetrantes ojos ámbar, pero aún así, su presencia llenaba la habitación. Era un hombre hecho para impresionar, incluso en su vulnerabilidad.

—Siéntese, por favor —dijo su voz, grave y ronca por la fatiga.

Me senté con cuidado en el borde del sofá, sintiendo la suavidad del terciopelo bajo mis dedos. Él se acercó y, con una ternura que me dejó sin aliento, depositó a los bebés a mi lado. Fue entonces cuando pude verlos bien. Uno de ellos, envuelto en una manta con delicadas bordadas de luna plateada, tenía una carita redonda y una pequeña mata de cabello oscuro. El otro, cuya manta estaba adornada con estrellas doradas, era un poco más pequeño, con los ojos apretados y un ceño fruncido de pura frustración. Una niña y un niño. Gemelos. Preciosos. Recién nacidos.

Tal como el bebé que me arrebataron.

Una ola de dolor tan intensa y repentina me golpeó que tuve que apretar los puños para no dejarme llevar. El vacío en mis brazos se hizo físico, una punzada aguda en el pecho. Tragué saliva con fuerza, desviando la mirada hacia el fuego por un momento, conteniendo las lágrimas a toda costa. No podía permitir que este hombre, un extraño, me viera llorar y pensara que estaba loca.

Cuando me atreví a mirarlo de nuevo, sus ojos todavía estaban fijos en mí. Era una mirada intensa, inquisitiva, que parecía ver más allá de mi ropa humilde y mi postura nerviosa.

—¿Pasa algo? —logré preguntar, sintiendo que mi voz sonaba débil.

—Es humana —declaró, como si estuviera confirmando un hecho extraño y significativo.

—Sí —respondí, sin saber qué más decir.

Entonces, las piezas comenzaron a encajar en mi mente. La imponente presencia, la manera en que llenaba el espacio, el aura de autoridad innata que lo rodeaba. Y esos ojos… esos ojos de un ámbar demasiado brillante para ser completamente humanos.

—¿Y usted? ¿Es un hombre lobo? —la pregunta me salió en un susurro, casi sin querer.

—Sí —fue su respuesta simple y directa.

Mis ojos se desviaron instintivamente hacia los bebés. ¿Sus hijos también? ¿Cachorros de lobo? La idea era a la vez fascinante y aterradora.

—¿Y… mi leche? ¿Cree que será buena para ellos? ¿Que los alimentará?

Kaiden observó a los pequeños que seguían quejándose.

—No debe haber problema. La leche materna es igual. No hay mucha diferencia, según creo —su tono era práctico, pero en sus ojos había una chispa de incertidumbre que delataba su propia preocupación.

Eso bastó para mí. Con una determinación que nació de lo más profundo de mi ser, me preparé. Respiré hondo y tomé a la niña, en mis brazos. Kaiden no se movió, su presencia era una sombra silenciosa y vigilante. Pero cuando, con dedos que apenas temblaban, comencé a desabrochar mi blusa, sucedió algo que me sorprendió bastante. Él, el temido hombre lobo, el señor de esta mansión, giró sobre sus talones con un movimiento brusco y me dio la espalda. Un caballero en un mundo de bestias.

En el momento en que la niña se prendió, un quejido agudo escapó de mis labios. El dolor fue instantáneo y punzante, un fuego vivo que recorrió todo mi cuerpo. Ella tenía una desesperación feroz, con una fuerza que no creía posible en alguien tan pequeño.

—¿Está bien? —preguntó la voz de Kaiden desde donde estaba, cargada de una tensión renovada.

—Sí —logré decir, conteniendo el aliento—. Solo… duele. Es la primera vez que doy el pecho. Y ella está muy hambrienta.

No hubo más preguntas. Solo el sonido del fuego crepitando y el suave, ansioso sorber de la bebé. Y entonces, lentamente, el dolor comenzó a ceder, transformándose en una sensación extraña y poderosa. Sentía la leche fluir, aliviando la pesadez en mis pechos, y con cada gota, una parte de mi propio dolor parecía diluirse. La niña se calmó, su cuerpo tenso se relajó contra el mío, y sus párpados comenzaron a cerrarse. La paz que la invadió era tan palpable que yo misma pude respirar por primera vez en días.

Cuando estuvo profundamente dormida, la acosté con una ternura que creía perdida y tomé al niño. Él fue igual de voraz, pero esta vez el dolor fue un eco lejano, ahogado por la abrumadora sensación de propósito que me inundaba. Mientras él se alimentaba, mis dedos acariciaron su mejilla increíblemente suave. Estaba alimentando a dos criaturas. Estaba siendo útil. Estaba cuidando.

Para cuando el niño también cayó en un sueño profundo y sereno, yo era otra persona. El vacío seguía allí, sí, un hueco oscuro y doloroso en mi pecho, pero ahora había un pequeño rayo de luz atravesándolo.

Me recompuse la ropa y me puse de pie, las piernas algo débiles. Kaiden se volvió entonces, y su mirada ya no era solo de angustia o evaluación. Había asombro en ella, y algo que se parecía al respeto.

—Gracias —dijo, y la palabra sonó cargada de un significado más profundo que un simple agradecimiento.

—No hay de qué —susurré, y por primera vez, lo sentí de verdad.

Caminé hacia la puerta, sintiendo el peso de su mirada en mi espalda.

—Espere —dijo de nuevo—. ¿Vive por aquí cerca?

La pregunta me golpeó como un balde de agua fría. La humillación me quemó las mejillas.

—Quería alquilar una casa en el distrito, pero… no pude —admití, evitando la verdadera razón.

Él asintió lentamente, y luego, con una hesitación que no cuadraba con su imponente figura, preguntó—: ¿Podría… volver mañana? A hacer esto mismo.

La pregunta me tomó por completa sorpresa. Lo miré, tratando de descifrar el enigma que era este hombre. La ausencia de una madre era un fantasma palpable en la habitación.

—¿Y la madre de ellos? —pregunté, suavemente.

El cambio fue instantáneo e impactante. Todo su cuerpo se tensó, sus ojos se nublaron con una pena tan densa y absoluta que el aire mismo pareció enfriarse. Su semblante se ensombreció, sellando cualquier otra palabra. El silencio fue su única respuesta, un muro de dolor que yo no me atreví a escalar.

—Lo siento —murmuré, sintiendo que había traspasado un límite invisible—. Haré lo posible por regresar mañana.

Salí de la mansión con las mejillas ardiendo y el corazón en un tumulto extraño. Encontré un motel de mala muerte en el centro de la ciudad, un lugar donde el aire olía a humedad y desinfectante barato. Era todo lo que podía pagar en una ciudad donde el costo de la vida era una bestia tan feroz como sus dueños. Me encerré en la habitación diminuta, y solo entonces, en la penumbra, me permití saborear la sensación que había florecido en mi interior.

Por primera vez desde que me arrancaron a mi hijo, había vuelto a sentir que podía cuidar de alguien. Que mi cuerpo, mi dolor, mi existencia, servían para algo más que para sufrir. Y en la memoria persistía la imagen de aquellos ojos ámbar, observándome no como a una criatura insignificante, sino como a un misterio. Un misterio que, al parecer, estaba dispuesto a invitar de nuevo a su casa.

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