Mundo ficciónIniciar sesiónEl autobús me dejó en la periferia, como si el propio vehículo se negara a adentrarse más. La primera bocanada de aire de Wolfcrest me dejó sin aliento. No era el aire de mi pueblo, cargado de polvo y naturaleza. Este aire olía a hojas mojadas, a tierra revuelta, a metal frío y a algo más, algo salvaje y primitivo que se me instaló en lo más profundo de los pulmones. Era el aroma del territorio de otro.
Ante mí, la ciudad se alzaba como una bestia dormida. No eran edificios, eran acantilados de cristal y acero, pero con diseños agresivos, con formas que recordaban garras y colmillos. En lo alto de las estructuras más imponentes, ondeaban banderas con el perfil de un lobo aullando contra un círculo que representaba la luna. No hacía falta que me lo dijeran; cada átomo de este lugar gritaba que yo no era bienvenida, que era una intrusa en un mundo que no me pertenecía.
Caminé por calles anchas y pulcras. La gente, una mezcla de humanos de mirada apresurada y baja, y licántropos de porte altivo y mirada desafiante, me rozaba sin verme. Sentí sus miradas como un peso físico, no de curiosidad, sino de evaluación. Un olor débil, una presencia insignificante. Me ajusté la chaqueta, deseando ser invisible.
Recordé el consejo de Valeria y el nombre del distrito privado que había investigado: "Plenilunio". Sonaba a lugar seguro, un sitio donde ni los Hidalgo se atreverían a buscarme. Con el último resto de mi esperanza, me dirigí allí.
La entrada estaba custodiada por una verja de hierro forjado con formas de lobos entrelazados. Un guardia joven, pero con la rigidez de quien sirve a un amo exigente, me escrutó antes de dejarme pasar. Al otro lado, el mundo cambió. Las mansiones eran enormes, de arquitectura orgánica que parecía brotar de la tierra misma, con jardines inmaculados y un silencio casi absoluto. Era una belleza fría e intimidante.
La oficina inmobiliaria era tan lujosa como el resto. El agente, un hombre de mediana edad con un traje impecable, me miró desde arriba sin molestarse en disimular su desdén.
—Necesito alquilar una casa, lo más económica que tenga —dije, intentando que mi voz no sonara tan pequeña como me sentía.
Sus ojos, de un color amarillo pálido, me recorrieron de arriba abajo, evaluando mi ropa sencilla, mi bolso gastado.
—Lo más económico —repitió, como saboreando una palabra absurda— son las casas de invitados en la parte trasera de las propiedades. Para el personal de servicio, entiende. El alquiler mensual es de quince mil coronas.
El mundo se me vino encima. El dinero de Valeria, todo lo que tenía, era apenas una fracción de eso. Ni siquiera para una semana. Un calor de humillación me subió por el cuello.
—Yo… no tengo tanto —confesé, sintiendo cómo el último vestigio de mi dignidad se resquebrajaba.
Una ceja del agente se arqueó ligeramente.
—Entonces, no sé qué haces en este distrito, humana. Quizás el centro de la ciudad tenga algo más acorde a tu… presupuesto.
Su tono era un latigazo. Asentí, sin poder articular palabra, y salí de la oficina con la sensación de que las paredes me empujaban hacia fuera. El sueño de seguridad se había esfumado. Estaba atrapada en una ciudad de lobos, sin dinero, sin un lugar donde dormir, y con el peso de saber que mi única opción era un callejón sin salida.
Caminé de vuelta hacia la salida del distrito, con la cabeza gacha y el corazón convertido en una piedra pesada y fría. Las lágrimas amenazaban con caer, pero me las tragué. No podía permitirme el lujo de llorar. No aquí.
Fue entonces cuando lo oí.
Un sonido que atravesó el silencio opresivo del vecindario y me traspasó el alma. Un llanto. No el llanto débil de un bebé cansado, sino un lamento desconsolado, agónico, que hablaba de un hambre feroz y de una desesperación absoluta. Y no era uno. Eran dos. Dos voces pequeñas y potentísimas que se quejaban al unísono, desgarrando la paz artificial de la tarde.
Me detuve en seco. Cada fibra de mi ser, cada instinto maternal que había sido pisoteado y robado, se estremeció. Era un eco directo del vacío que llevaba en los brazos. Sin pensarlo, sin planearlo, mis pies comenzaron a moverse hacia el origen de ese sonido, guiados por una fuerza mayor que el miedo.
Me llevó hasta la mansión más grande de todas, una fortaleza de piedra gris y madera oscura que parecía vigilar todo el distrito. El llanto salía de allí, más fuerte, más urgente. Antes de que pudiera dudar, extendí la mano y pulsé el timbre.
La puerta se abrió unos centímetros, revelando el rostro cansado y afligido de una mujer mayor. Sus ojos, de un gris apagado, me miraron con sorpresa y fastidio.
—¿Sí? ¿Qué se le ofrece?
—Me… acerqué porque oí a unos bebés —logré decir, mi voz un hilo tembloroso—. Lloran muy fuerte.
—Eso no es asunto suyo —repuso ella secamente, intentando cerrar la puerta.
Un impulso desesperado me hizo hablar de nuevo.
—Soy madre. Ese llanto… es de hambre. De mucho hambre.
Esto no podría decirlo por mi experiencia, pues nunca me dejaron tener a mi bebé lo suficiente. Pero sé de niños y sé cuando lloran de hambre.
Ella me miró con extrañeza, pero antes de que pudiera responder, el llanto se acercó. La puerta se abrió un poco más y entonces lo vi.
Era un hombre. O más bien, una montaña de hombre. Llenaba el marco de la puerta con sus hombros anchos, vestido con una camisa negra sencilla y pantalones de lino. Su cabello era de un castaño oscuro y desordenado, y su mandíbula estaba tan tensa que parecía tallada en granito. Pero eran sus ojos lo que me dejó sin aliento. De un color ámbar intenso, como miel vieja, y en ese momento cargados de una angustia tan profunda y un agotamiento tan absoluto que parecían los de un animal acorralado. En sus brazos, tan grandes y poderosos, llevaba con torpeza desesperada a dos pequeños fajos de mantas que se agitaban y lloraban con una fuerza desgarradora.
Nuestras miradas se encontraron por un instante. En la de él vi confusión, tal vez un destello de irritación por la intrusión. Pero por encima de todo, vi el mismo dolor que yo sentía, el de una pérdida que te deja vacío e inútil.
—Tienen hambre —dije, y esta vez mi voz sonó más firme, segura del hecho.
Él asintió lentamente, un gesto casi imperceptible de derrota.
—Sí. Tienen hambre.
Las palabras salieron de mi boca antes de que mi cerebro pudiera procesarlas, nacidas de un lugar puro, maternal y compasivo que ni siquiera sabía que aún existía en mí.
—Puedo ayudarlos. Si usted me lo permite.
Él frunció el ceño, sus ojos ámbar estudiándome con una intensidad que me hizo sentir completamente desnuda.
—¿Y cómo piensa hacer eso?
—Di a luz hace poco —expliqué, sintiendo un rubor de vergüenza y dolor al confesarlo—. Pero no pude… no pude alimentar a mi bebé. Mis pechos están llenos. Rebosantes. Duele tener tanta leche y nadie a quien dársela.
Su expresión cambió. La confusión dio paso a una sorpresa absoluta. Miró a los bebés que lloraban en sus brazos, luego me miró a mí, a la sirvienta que observaba la escena con los ojos como platos, y luego de nuevo a los bebés. La lucha en su rostro era visible. El orgullo contra la desesperación. La desconfianza contra la necesidad.
Finalmente, con una voz ronca que era casi un susurro, dijo las palabras que cambiarían mi destino para siempre.
—Pase.
Y ante la mirada sorprendida de la bestia, la humana ofreció lo único que le quedaba: un poco de consuelo.







