«—¿Qué haces aquí? —susurró Aria, helada al ver aquellos ojos grises. —Podría preguntarte lo mismo, dolcezza... —él sonrió, cruel y hambriento—. Pero prefiero saber… si tu cuerpo sigue recordando aquella noche.» Cinco años atrás, Aria Lancaster fue traicionada por el hombre que amaba. En una noche de despecho, entregó su cuerpo a un desconocido con mirada de fuego y alma condenada. Solo fue una vez. Solo desquite. O eso creyó… hasta que un test de embarazo lo cambió todo. Sin saber qué hacer, Aria contrae matrimonio con su ex, quien cree que el bebé en camino es suyo. Lo que Aria jamás imaginó es que ese hijo crecería dentro de ella... y moriría en sus brazos, víctima de una enfermedad rara y sin cura. Hoy, con su vida destruida, las deudas ahogándola y las cicatrices aún ardiendo, acepta una oferta desesperada: ser vientre de alquiler para un hombre rico, misterioso y peligroso. Lo que no esperaba era ver aquel rostro otra vez. Luca Moretti, el hombre que la poseyó una sola noche y jamás salió de su memoria, ahora es el jefe de la mafia italiana. Frío. Letal. Intocable. Y la quiere. No solo como madre de su hijo. Como suya. Entera. Para siempre. «—No tienes idea de lo que hiciste cuando te fuiste aquella mañana. —Fue un error, Luca. —¿Un error? —sus labios rozaron su oído—. Entonces cometerás ese error cada noche bajo mi techo… y bajo mi cuerpo.» Pero Aria guarda el secreto devastador de la muerte de su primer hijo. ¿Podrá ocultárselo mientras comparte su cama, su casa… y su alma con el mismísimo Diablo? Un romance oscuro lleno de traición, deseo, redención y secretos que sangran. Cuando el pasado regresa con forma de fuego, ¿hasta dónde serás capaz de resistir?
Leer másNunca pensé que el amor tuviera sonido. Hasta que lo escuché romperse.
Era como vidrio estallando dentro del pecho. Silencioso. Invisible. Pero tan real que todavía puedo sentir los cristales clavados en mis costillas. Este tipo de cosas no suelen sucederle a las personas que no creen en el amor. Al menos eso creí. Pero yo heredé el espíritu soñador de mi madre, que siempre fue una mujer amada. Crecí dentro de un matrimonio feliz, de esos que parecen sacados de cuentos de hadas. Así que pensé que la vida tenía preparado para mí algo igual de especial. Qué ilusa. Esa noche debía ser perfecta. Tenía un vestido nuevo, rojo y ceñido que abrazaba mi figura con cariño, tacones tan altos que me dolían los pies y mariposas en el estómago desde que amanecí. Había tardado tres horas en maquillarme, ensayado sonrisas frente al espejo e imaginado mil veces cómo sería cuando él se arrodillara. La caja con el anillo. La pregunta que cambiaría mi vida. Y yo diciendo que sí, con lágrimas en los ojos, justo como en las películas cursis que solíamos burlarnos juntos. Todo estaba preparado. Menos yo… para la verdad. Matteo no había respondido mis mensajes en todo el día, pero lo atribuí a los nervios. O incluso a que estuviera muy ocupado debido a su trabajo como médico. “Seguro está preparando algo especial”, pensé, acariciando el colgante que él me regaló en nuestro primer aniversario. Una noche como esa, hace tres años, me había dicho que yo era todo lo que necesitaba en el mundo. Nos conocimos una tarde nublada cuando yo apenas había venido a pasar mi verano a Italia. Solo una turista sin planes a futuro. Hasta que nos vimos en un café que él solía visitar. Nos cruzamos unas cuatro veces antes de que él decidiera hablarme. Lo que pensé que sería un amor de verano se convirtió en un amor de por vida. Tanto que decidí quedarme viviendo en Italia por él, tanto que aprendí su idioma para poder comunicarnos bien. He hecho tanto por amor. Qué idiota fui. Ya era tarde cuando llegué al penthouse, con el corazón galopando. La puerta estaba entreabierta. El apartamento en penumbras. Sin música. Sin velas. Sin flores. Solo un par de copas medio vacías sobre la mesa… y risas apagadas viniendo del dormitorio. Mis pasos se volvieron lentos. Las mariposas murieron una por una. Y cuando abrí la puerta del cuarto, los vi. Él. Encima de ella. Besándola como solía besarme a mí. Gimiendo su nombre con la boca que tantas veces juró amarme. —¿Matteo…? —mi voz sonó como un doloroso lamento. Él giró la cabeza. Sudoroso. Despeinado. Y por un segundo, pareció más molesto por la interrupción que avergonzado. —Aria… no es lo que parece. —¿No es lo que parece? —mi voz sonó hueca, ajena. La mujer se cubrió con la sábana, pero ya era tarde. Ya había visto su cara. Y algo peor: su sonrisa satisfecha. —¿Desde cuándo? —pregunté, apenas pudiendo sostenerme—. ¿Cuánto tiempo llevas con ella? Silencio. —¿Fue anoche? ¿La semana pasada? ¿O desde antes de prometerme que ibas a amarme siempre? Él bajó la mirada. Nada. No lloré. Ni grité. Solo sentí esa punzada lenta, venenosa, que te roba el aire y el alma. Se vistió ante mis ojos como si nada. —Aria… lo siento, yo… —No. No te atrevas. Retrocedí, con náuseas. —¿Pensabas proponerme matrimonio esta noche… y después meterte en la cama con ella? —No fue así… —¿Entonces cómo fue? ¿Te tropezaste y caíste con el pene adentro? Él palideció. Yo temblaba, pero no me derrumbé. —Quédatela —escupí con desdén—. No necesito nada de esto. Giré sobre mis talones y salí. Sin mirar atrás. Solo con mi dignidad rota… y un vacío tan grande en el pecho que hasta el Diablo tendría miedo de habitarlo. El frío me mordía la piel mientras caminaba sin rumbo. Las calles, casi vacías. El aire olía a lluvia y a desilusión. Mis tacones golpeaban el empedrado, tambaleantes. Cada paso era un recordatorio de que esa noche debía estar celebrando… y en cambio, solo estaba huyendo. Me detuve de golpe. Un piano sonaba a lo lejos, suave, melancólico. Seguí la melodía hasta un bar pequeño, de fachada oscura, con un letrero de neón parpadeante: Sottovoce. Mis pies decidieron por mí. Dentro, el jazz llenaba el aire. Luz tenue, olor a madera y alcohol caro. Me senté sola en una esquina y pedí un vodka. Luego otro. Y otro más. Las manos me temblaban. La rabia era un incendio lento. Entonces lo vi. O más bien… lo sentí. Una sombra se detuvo frente a mí. Cabello negro, ojos grises metálicos, mandíbula marcada. No era solo guapo. Era devastador. —¿Por qué lloras? —preguntó con voz baja y rasposa. —No estoy llorando —mentí. Él sonrió, como si ya supiera que lo hacía. —Entonces avísales a tus ojos que no te hagan quedar como mentirosa. Se sentó frente a mí con descaro. —¿Por qué te acercas a mí? —pregunté con desánimo. —Porque vi a una mujer que estaba a punto de romperse. Y no pude tolerar dejarte sola con ese dolor. Quise ayudarte. Aunque sea… con una sonrisa. Lo observé, intentando leerlo. No parecía querer nada… salvo estar ahí. No sé por qué, pero le conté. Todo. Y él solo dijo: —Él fue el que salió perdiendo —dijo al fin después de oirme —. Eres mejor que eso. —No me conoces. —No necesito conocerte para saber que solo un imbécil pierde algo así —respondió, y sus ojos recorrieron mi rostro, mis labios, mi vestido con una mezcla de deseo y respeto—. Solo hombres mediocres necesitan tener más de una mujer para sentirse valiosos. Y sonrió de labios. Con esa maldita sonrisa suya. Como si él pudiera realmente curar algo en mí. Me incliné hacia él, dejando la copa sobre la mesa. —¿Quieres ayudarme? —pregunté cómplice. —Claro. —Entonces ayúdame a vengarme. Él alzó una ceja. —¿Cómo sería eso? Lo miré directo, con el veneno ya subiéndome por la garganta. —Quiero hacerle lo mismo. Quiero que sepa lo que se siente… que sienta el asco, la traición, el vacío. —¿Estás diciendo que quieres acostarte conmigo, solo para pagarle con la misma moneda? —Exacto. Él dejó escapar una risa baja. No burlona. Más bien como si intentara mantener la compostura. —No sé si eso sea una buena idea. Estás tomando decisiones guiada por la rabia, y créeme… así no funciona. —¿No quieres? —lo reté—. ¿Te parezco poco atractiva? Él negó con la cabeza y se inclinó, peligrosamente cerca. —Todo lo contrario. Eres preciosa. Pero eso no lo hace correcto. No quiero aprovecharme de ti. —No soy una niña. Y haré lo que quiera. Si no eres tú… será otro. Se tensó. Lo noté. Esa vena en su cuello latiendo, su mandíbula marcándose. —No me jodas —susurró, y luego se pasó una mano por el cabello, como si lo estuviera pensando —. Está bien. Lo haré. Porque no voy a dejar que otro cabrón se te acerque esta noche. No así. No como estás. Lo miré. Y, por primera vez desde que salí del apartamento de Matteo, sonreí. —¿Tienes auto? —pregunté levantándome de la silla —Sí. —Entonces vámonos. Pagó la cuenta sin despegar los ojos de mí. Me ofreció su mano. Dudé un segundo, pero la tomé. Su tacto era firme. Cálido. Seguro. Salimos del bar como si estuviéramos huyendo. Como si ese lugar pudiera romper el hechizo si nos quedábamos demasiado. El coche era negro, elegante, con aroma a cuero y perfume masculino. Me senté a su lado sin decir palabra. La ciudad pasaba por la ventana como un borrón de luces y sombras. Y mientras nos alejábamos, mientras su mano tocaba suavemente la mía, solo pensé una cosa: Sé que esto es una locura. Que es inmaduro. Que mañana me voy a arrepentir. Pero esta noche… no me importa. Mientras veía la ciudad desfilar a través de la ventanilla del auto, ya estaba lo suficientemente sobria como para entender lo que estaba a punto de hacer. A pesar de la claridad del alcohol, seguía embriagada por la ira. Borracha de rencor. Ese odio se instaló en mi pecho como fuego líquido y me empujó a tomar esta decisión absurda, como si mi traición pudiera borrar la suya. Como si entregarme a otro hombre fuera a dolerle tanto como me dolió a mí descubrir que me fue infiel. Aparté la mirada del cristal y la fijé en él. Ese desconocido al que ni siquiera le he preguntado su nombre, pero al que ya le propuse tener sexo. Jamás imaginé que sería capaz de algo así. Pero las cosas pueden cambiar de un segundo a otro, ¿no? De perfil se ve aún más guapo. Sus facciones parecen talladas con la devoción de un escultor obsesivo. Tiene pestañas oscuras y largas, que enmarcan sus ojos grises ahora oscurecidos por la penumbra. Un hombre así, tan increíblemente hermoso, escuchando los lamentos de una desconocida despechada. ¿Pero qué esperaba? Le ofrecí sexo… y todos los hombres son iguales, ¿no? —Aún puedes arrepentirte —dijo de pronto, interrumpiendo mis pensamientos. Giró un segundo para mirarme antes de volver la vista a la carretera—. No tienes que hacer esto. Si me dices que no, ahora mismo doy la vuelta y te llevo a casa. Guardé silencio. Sus palabras resonaron dentro de mí. Tal vez tenía razón. Tal vez debía regresar. Esto no iba a solucionar nada. No me haría sentir mejor. —Ya sé que la venganza no me sanará —dije, como una confesión arrastrada—. Que hacerle lo mismo no me devolverá la paz, ni la satisfacción de verlo sufrir como yo. —Entonces, ¿por qué lo haces? —Porque tú me miraste como él nunca lo hizo en años —susurré, bajando la mirada. La manera en que este desconocido me miró en el bar, mientras me decía lo idiota que era Matteo por perderme, fue la chispa que encendió esta locura. Fue él quien me dio el motivo. Fue su mirada lo que me empujó a escogerlo para vengarme. —Quiero olvidarlo, aunque sea por unas horas —confesé, mordiéndome el labio—. Borrar el dolor, la rabia, la decepción. Solo quiero sentirme deseada. Quiero que me mires como lo hiciste. —Si eso es lo que quieres... —dejó la frase colgando en el aire, pero sus puños se cerraron con fuerza sobre el volante. Algo cambió en su mirada. Algo oscuro y decidido. Hasta ese momento parecía dudoso, pero ahora... parecía comprometido.Habían pasado los días que el médico había marcado en el calendario, doce exactamente, y cada uno de ellos me pesó como si llevara piedras en el pecho. No podía evitar contar las horas, repasando mentalmente todo lo que había hecho y lo que había sentido, buscando señales que confirmaran que estaba embarazada. Pero no había certezas. Esa mañana, Luca me llevó a la clínica para la revisión que decidiría si el embrión había logrado aferrarse a mí o no. El camino fue silencioso, y yo apenas podía concentrarme en el paisaje; mi atención estaba fija en lo que estaba por escuchar, temiendo que las palabras del médico terminaran de romperme. La clínica olía a flores como siempre, pero también a algo más… un aroma metálico que siempre me recordaba a los hospitales y que me revolvía el estómago. La luz blanca del techo caía directamente sobre mí, haciéndome sentir expuesta, como si hasta mis pensamientos pudieran verse reflejados en ese espacio clínico. Frente a mí, la doctora hojeaba una ca
Cinco días habían pasado desde latransferencia y mi mundo se había reducido a cuatro paredes, un ventanal inmenso con vistas a un jardín impecable y el sonido lejano de pasos que nunca eran los míos. El médico había dicho “reposo parcial”, pero en la práctica se sentía como arresto domiciliario. No podía moverme mucho, no podía salir sin que alguien me siguiera, no podía comer sin que el chef verificara la lista “aprobada” por el médico.Luca no estaba todo el tiempo, pero su ausencia no significaba libertad. La casa respiraba su control en cada rincón. Los guardias no solo custodiaban la entrada: los sentía cerca, siguiéndome con la mirada cada vez que me atrevía a salir de mi habitación.Esa noche, el silencio me estaba matando. No soportaba quedarme recostada otra hora más, así que decidí caminar. No tenía intención de hacer nada “malo”, solo explorar un poco… aunque sabía que, aquí, “explorar” era un verbo peligroso.Los pasillos estaban en penumbra, con alfombras gruesas que abs
El calendario en mi habitación parecía marcar el tiempo con un peso distinto desde que comenzaron las inyecciones. Cada día tachado era un paso más cerca de esto: el momento en que algo, diminuto pero decisivo, podría cambiar mi vida para siempre.Los pinchazos, los mareos y el malestar ya se habían vuelto parte de mi rutina. No había un solo día sin sentir que mi cuerpo estaba siendo moldeado para un fin muy específico. Ahora todo eso terminaba aquí, hoy.Cuando desperté esa mañana, la mansión estaba aún más silenciosa, como si todo se hubiera detenido para este momento. Luca apareció en la puerta de mi habitación con un traje oscuro impecable, aunque se notaba que lo había elegido más por protocolo que por vanidad. Sus ojos recorrieron la habitación, luego a mí.—Listo todo —dijo, sin saludo ni sonrisa—. Nos vamos en diez minutos.Me vestí con ropa cómoda, como me indicó la doctora: pantalón suelto, suéter ligero. Aun así, mis manos temblaban. No sabía si era nervios o el miedo a lo
El día comenzó raro. No por el clima —ese seguía gris y pesado como casi siempre— sino por el ambiente en la casa. Además de eso el malestar me aquejó desde que abrí los ojos. Dolor de cabeza y mareos que no pasaron hasta bien entrado el medio día. Estuve en la cama hasta que me sentí mejor, lo suficiente para poder levantarme y salir de entre esas cuatro paredes. Abrí la puerta de mi habitación y me topé con dos hombres que no estaban ahí ayer. Altos, con trajes oscuros y esa postura recta que no necesitaba palabras para decir no eres libre. Sus rostros eran una máscara, sin rastro de emoción. Ni un saludo, ni un asentimiento. Solo ojos fijos, como si estuvieran listos para reaccionar al más mínimo movimiento que consideraran fuera de lugar. Sentí un escalofrío recorriéndome la espalda, pero lo ignoré. Caminé hacia las escaleras. Uno de ellos me siguió. El otro se quedó, vigilando la puerta de mi cuarto como si adentro hubiera algo más valioso que yo misma. En la cocina, la emple
Desperté con la boca seca y un peso extraño en el estómago. Sabía que hoy empezaba la parte real del “proceso”: las inyecciones. La doctora había sido clara; primero estrógenos para preparar el revestimiento del útero, luego progesterona cuando marcara la fecha del intento. Palabras técnicas para algo simple: mi cuerpo iba a convertirse en terreno fértil para un embrión que no era mío. Me vestí con calma. Al bajar, la casa estaba en ese silencio blindado que ya reconozco; los pasos amortiguados, voces en susurros, puertas que no golpean. Luca me esperaba en el vestíbulo, traje oscuro, corbata deshecha, como si hubiera salido a mitad de algo para venir a buscarme. —Vamos —dijo, y abrió la puerta para que pasara primero. En el auto no habló. Afuera, la mañana tenía un brillo limpio que no me pertenecía. Llegamos a la clínica antes de la hora. La misma recepcionista de sonrisa impecable me indicó un pasillo nuevo: “Fertilidad avanzada”. Luca caminaba medio paso detrás de mí, sin tocar
Después de mi primera noche en aquella mansión, desperté con la luz filtrándose entre las cortinas gruesas y un silencio que se sentía extraño. No había ruido de autos, ni de vecinos, ni siquiera el sonido distante de la televisión encendida en algún apartamento; eso era nuevo para mí. Aquí, el silencio tenía peso, como si se colara bajo la piel y te recordara a cada segundo que no estabas en tu mundo. Todavía estaba procesando lo que había pasado la noche anterior: Luca entregándome mi identificación y mi pasaporte sin dar explicaciones, y luego esa cena interrumpida. No dormí bien. Me quedé con la sensación de que había algo más, algo que él no me estaba diciendo. Y por supuesto, tampoco me diría. No creo que jamás vaya a contarme nada de su vida, ni de lo que pasa a su alrededor. Aunque no necesito demasiadas explicaciones, no soy tonta, ya sé que pertenece a la mafia. A media mañana todavía estaba sobre la cama, aprovechando al máximo el merecido descanso, hasta que tocaron a mi
Último capítulo