A veces la vida te da treguas tan breves, que parecen sueños.
Y otras veces… te pone contra la pared para que elijas entre lo que deseas y lo que te destruye. Yo elegí mal. O quizás elegí con miedo. Todo se desmoronó poco a poco después de esa noche con Luca. La noche que no debía significar nada… pero lo cambió todo. No volví a saber de él. Tampoco es como si hubiésemos compartido más información que nuestros nombres. Pero su recuerdo era como un fantasma acostado entre mis sábanas. Volví a mi rutina fingiendo normalidad. Me aferré a mi trabajo, a mi espacio, a los restos de dignidad que me quedaban después de arrastrarme emocionalmente por lo que Matteo había hecho. Pero ni siquiera el silencio me daba paz. Y entonces, justo cuando empezaba a recuperar un poco de estabilidad… él volvió. Matteo. Una tarde cualquiera, en el café que solía evitar desde la ruptura. Apareció con flores, esa sonrisa de arrepentido crónico y la voz tan suave como el veneno. —Aria… por favor, escúchame. Me quedé helada. Tenía la taza a medio camino de mis labios y las manos frías. Él se sentó sin permiso, como si aún tuviera ese derecho sobre mí. —Cometí el peor error de mi vida. No supe lo que hacía. Estaba confundido, herido por cosas del trabajo, y Isabela fue un escape, un error sin sentido. ¡No significó nada! Pero tú… tú sí. Así que Isabela… ese era el nombre de su amante. Una información que de verdad no necesitaba. Él miraba con súplica. ¿Y yo? Yo lo miraba como si fuera un espejo de lo que ya no quería ser. No me molesté, ni levanté la voz. Solo dije, con una calma que dolía: —Ya no me interesa lo que significo para ti. Se marchó con los hombros caídos y una promesa en la mirada: no rendirse. Pasaron semanas. Noches vacías. Días de trabajo. Y náuseas. Náuseas que no se iban. Primero creí que era estrés. Luego el estómago. Y cuando empecé a notar que los olores me volvían loca y que mi pecho dolía con solo moverme… lo supe. Fui sola a la farmacia. Compré dos pruebas, no una. Por si acaso. Me encerré en el baño temblando como si fuera a estallar. Las dejé sobre el lavamanos y me senté en el suelo, mirando el reloj como si pudiera detener el tiempo. Y cuando miré las pruebas… dos líneas. En ambas. Rosas. Claras. Rotundas. El silencio que siguió fue tan pesado que me pareció estar bajo el agua. Me reí. No sé por qué. Una carcajada hueca, rota. Como si el universo estuviera burlándose de mí. —No puede ser… —murmuré, pero sí podía. Porque Luca y yo no usamos protección. Porque en esa locura perfecta, solo existíamos él y yo. Y ahora… como resultado, existía alguien más. Me abracé las piernas y lloré. Lloré como si estuviera vacía, cuando lo que me pasaba era todo lo contrario. Estaba llena. Llena de miedo. Llena de dudas. Llena de vida. Guardé una de las pruebas sin saber para qué. Tal vez parte de mí necesitaba mirarla después, para convencerse de que era real. No se lo dije a nadie. Hasta que Clara, mi amiga del trabajo, encontró la que había tirado al día siguiente. Ni siquiera estaba buscando. Solo fue a tirar algo al cesto y ahí estaba. La maldita prueba, con las dos líneas aún marcadas como una sentencia. —¿Aria? ¿Qué es esto? No pude hablar. Solo la miré. —¿Estás embarazada? Asentí. Y ella me abrazó. Me dijo que todo estaría bien. Me brindó su incondicional apoyo. Incluso me acompañó a hacerme análisis más precisos. Confirmamos las semanas. Casi seis. Lo supe. Lo confirmé, era de Luca. No intenté siquiera buscarlo para contarle. Porque ya lo había alejado. Porque si sabía que era hijo suyo, tal vez me buscaría… o tal vez no. Y yo no estaba lista para saber cuál de las dos opciones dolería más. No cuando tenía ese apellido, esa vida. No cuando la sombra de su mundo podría tocar al mío. Y entonces, como si la vida no pudiera ser más cruel, Matteo se enteró del embarazo. Clara no quiso decirle, pero se le escapó. Un mensaje mal enviado. Un comentario fuera de lugar. Él apareció en mi puerta con los ojos brillando y una esperanza que dolía. —¿Es verdad? ¿Estás embarazada? Podía negarlo. Podía decirle que no. Pero ya no tenía fuerzas para explicaciones nuevas. Además tarde o temprano se notaría. —Sí —admití, bajando la mirada. —¿Es mío? Y ahí… ahí fue cuando pequé. —Sí. Una sola palabra. Una mentira que me amarró a un destino que no quería. Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se arrodilló frente a mí. Me besó las manos como si yo fuera su redención. —Vamos a hacer esto bien. Formemos una familia, Aria. Quiero casarme contigo. Darte lo que mereces. Darle un apellido a nuestro hijo. Una vida. Mi mente gritaba. ¡Dile la verdad! ¡No puedes casarte con él! ¡Ese hijo no es suyo! Pero mis labios… mis labios solo susurraron: —Está bien. Y me dejé abrazar. Me dejé llevar. Me convencí de que era lo correcto. Que un padre presente era mejor que un apellido mafioso. Que el amor de un hombre que me falló, era preferible al caos de un hombre que en unos años estaría asesinando como si fuera normal. Él empezó a planear todo. Anillos. Fechas. Una boda sencilla. Clara sospechaba de mi infelicidad y desánimo. Me miraba con ojos de duda. Pero no decía nada. Y cada noche, mientras Matteo dormía junto a mí… yo lloraba en silencio, abrazando mi vientre, sintiendo cómo el amor que no pude tener me ardía bajo la piel. Porque dentro de mí crecía un pedazo de Luca Moretti. Y tarde o temprano, esa verdad también crecería. Hasta volverse imposible de esconder.