6: La Puerta del Destino

No había apenas ni atravesado las puertas del salón cuando tomé una decisión que podría cambiar mi vida para siempre.

—Clara… quiero hacerlo. Quiero ir. Aunque sea solo para informarme.

Ella no pareció sorprendida. Me miró como si ya lo supiera, como si lo hubiera visto venir desde que me tendió aquel café y dejó caer la propuesta como una bomba disfrazada de salvación.

—Le diré a mi hermana. Le pediré que te dé prioridad para que te entreviste antes que a otras postulantes. Hay muchas interesadas, pero si vas bien presentada y con la mente clara… quizás tengas una oportunidad.

Asentí, sin saber si eso me daba esperanza o miedo.

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Al día siguiente, me levanté con el estómago hecho nudos. No solo por los nervios, sino porque debía ir en ayunas para los exámenes de sangre. Al menos eso me avisó Clara después de hablar con su hermana, y que ella dijera que me esperaba hoy temprano.

Me duché sin apuro, como si fuera un ritual de limpieza más mental que física. Elegí un vestido sobrio, de manga larga, color marfil. Nada ajustado, nada que gritara desesperación, solo lo justo para no parecer la sombra de mujer en la que me he convertido.

Me até el cabello en una coleta baja, dejando algunos mechones sueltos para suavizar mis facciones. El maquillaje fue mínimo: corrector, un poco de color en las mejillas y labios. Solo lo necesario para ocultar las ojeras y devolverle algo de luz a mi reflejo.

Cuando estuve lista, respiré hondo frente al espejo.

—No es tu bebé —me recordé en voz baja—. Solo tu cuerpo.

Y salí.

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La clínica estaba ubicada en una de las zonas más elegantes de la ciudad. Mármol blanco en el piso, paredes de vidrio esmerilado, recepcionistas con batas impecables y sonrisas plásticas. No me sorprendía que un hombre millonario eligiera un lugar como ese para buscar ayuda.

—Vengo a ver a la doctora Rinaldi —dije con voz firme, aunque mis manos temblaban.

La recepcionista hizo una llamada y, pocos minutos después, una mujer de unos cuarenta años, de rostro afilado pero amable, apareció por una de las puertas laterales.

—¿Aria, cierto? Soy Francesca Rinaldi, la hermana de Clara.

—Un gusto —respondí, aunque mi estómago gruñía y mis nervios se arremolinaban como serpientes bajo la piel.

—Sígueme. Primero haremos la toma de sangre y luego una revisión general. Si no estás en contra, incluiremos una evaluación ginecológica y de mamas. Es parte del protocolo. Queremos asegurarnos de que estés en óptimas condiciones.

Asentí sin pensarlo. Después de todo, este cuerpo ya había pasado por tanto. No tenía pudor ni fuerza para negarme a nada. Y unos exámenes como estos, gratis, no era una oportunidad que perder. Después del embarazo descuidé mi salud.

La extracción fue rápida, pero la revisión fue más larga. Me sentí vulnerable, expuesta, pero también… tranquila. Como si hubiese aceptado que este era el precio de un posible futuro.

Cuando terminó todo, Francesca me ofreció un descanso, algo de jugo y un sándwich.

—Los resultados de sangre estarán listos en unas dos horas. La revisión ginecológica tarda unas 48 horas, pero con los análisis básicos podemos avanzar en la evaluación preliminar. Si el cliente considera que eres apta, se te harán pruebas periódicas de fertilidad antes del procedimiento.

—¿Y si no me considera? —pregunté.

—Entonces simplemente no se hará contacto. Pero tranquila, no serás la primera ni la última. Esto es un proceso muy estricto y personal.

Asentí y tomé el jugo con ambas manos. Mis dedos seguían fríos.

Las horas pasaron lentas en la sala de espera, decorada con plantas perfectas, revistas médicas y un silencio aséptico que me puso más nerviosa que el bullicio de cualquier hospital. Pensé mucho. Demasiado.

Pensé en lo fácil que fue decir "sí". En cómo no dudé.

Quizás porque ya no tengo nada que perder.

Quizás porque estoy cansada de vivir sin rumbo.

O quizás porque tengo un sueño, uno tan simple que la gente lo confunde con una fantasía barata: quiero paz.

Una casa pequeña. Cerca del mar. Donde pueda mirar el atardecer desde una silla de madera, sintiendo la brisa sin tener que pensar en facturas vencidas o noches llorando en silencio.

Eso es todo lo que quiero.

Y si gestar un hijo ajeno me lo puede dar, estoy dispuesta.

Aunque duela. Aunque cuando ese bebé nazca, mi cuerpo recuerde lo que fue perder uno propio.

Lo haré. Lo haré porque merezco un final que no sea este limbo gris.

Francesca regresó cerca del mediodía. Sostenía una carpeta entre las manos.

—Los resultados están listos. Y… el cliente está aquí. Vino personalmente a revisar los expedientes de las postulantes. Quiere conocer a algunas. Incluida tú.

Sentí cómo el corazón se me detenía un segundo.

—¿Ahora?

—Sí. Me pidió que te lleve a la oficina donde se encuentra. Pero antes, voy a entrar a entregarle tus resultados.

Asentí. Me levanté con las piernas un poco entumecidas y la seguí por el pasillo. Cuando llegamos a la puerta, Francesca me pidió que esperara.

—Te llamaré en cuanto él esté listo. Trata de estar tranquila. Solo quiere hablar, hacer algunas preguntas.

“Tranquila”, repitió mi mente. Pero algo en mi estómago se apretó. Un mal presentimiento. Como si ya conociera esa puerta… como si la hubiese cruzado antes.

Los minutos se me hicieron eternos. Escuché murmullos detrás de la puerta, una voz masculina, grave, autoritaria.

Y entonces, la doctora abrió apenas.

—Puedes pasar.

Respiré hondo, apreté las manos y entré.

Atravesé esa puerta y fue cuando el mundo dejó de girar.

Me congelé en seco, sin poder dar un solo paso más.

Él estaba de pie, junto al ventanal, dándome la espalda. Pero giró al oír la puerta.

Y entonces lo vi.

Un par de ojos gris acero.

Fríos. Penetrantes. Intensos.

Inolvidables.

—Tú… —murmuré sin voz.

Mi garganta se cerró.

Mi piel se erizó.

Porque ese hombre no era un extraño.

Era Luca Moretti.

El padre de mi hijo muerto.

El hombre al que dejé atrás a pesar de que no era lo que realmente deseaba.

El único que nunca pensé volver a ver.

Y ahora estaba ahí… buscándome sin saberlo.

Y yo… estaba a punto de ofrecerle mi cuerpo para gestar a su hijo.

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