5: Cinco Inviernos sin Sol

Cinco años.

Cinco años desde que mi mundo se derrumbó. Cinco años desde que el corazón de mi bebé dejó de latir.

Y aún sigo respirando.

No sé si eso es una bendición o una maldición. A veces me despierto deseando no haberlo hecho, otras veces, simplemente agradezco tener una más de esas escasas oportunidades de volver a empezar.

Ya he entendido que él no está.

Y yo… tampoco estoy. No del todo.

Lo que queda de mí sobrevive en una estética del centro, atendiendo uñas, depilaciones, masajes y sonrisas forzadas. Cada día es una lucha contra el espejo. Mi piel perdió su luz, mis ojos dejaron de brillar. Mi cuerpo —ese que alguna vez acunó una vida— ahora es solo un vehículo cansado y endeudado hasta el alma.

Desde que Matteo desapareció dejándome sin nada más que sus mentiras y su apellido en algunas cuentas bancarias compartidas, las deudas no han hecho más que crecer. El hospital aún me exige el pago de los tratamientos que intentaron salvar a mi hijo. Cifras ridículas, inhumanas, por un milagro que nunca llegó.

Sumado a eso, está la hipoteca del pequeño departamento al que me mudé tras abandonar el infierno que compartí con Matteo, los servicios, la comida... la vida.

Y yo sigo aquí. Luchando. Aunque a veces siento que ya no me quedan ni las fuerzas.

En uno de mis pocos descansos, con los pies ardiendo y la espalda hecha trizas, me dejo caer en una silla del pequeño salón de empleados. Cierro los ojos un segundo, intentando ignorar el zumbido constante del secador al otro lado de la puerta.

Entonces siento el aroma.

—Tómate un respiro, mujer —me dice Clara, mi compañera y amiga, mientras me tiende un café caliente —. Vas a matarte a este ritmo.

—Tal vez eso no sería tan malo —respondo, más para mí que para ella, antes de beber un sorbo.

—No digas eso, Aria…

Clara es la única que queda. La única que no huyó cuando me convertí en el fantasma que soy ahora. Siempre intenta ayudarme, aunque la vida tampoco le ha dado lujos. Hoy la noto más inquieta de lo normal, como si tuviera algo atascado en la garganta.

—¿Qué pasa? —pregunto al fin, mirándola entre ceño fruncido y agotamiento.

—Nada...

—Oh, claro que pasa algo. Desde la mañana estás como si quisieras decir algo pero luego te retractas. Solo dime.

—Bueno, mi hermana... ¿Recuerdas que trabaja en la clínica de fertilidad que queda por Via Aurelia?

—Sí.

—Pues… me contó que hay un cliente muy especial. Un hombre importante, multimillonario. Está buscando una madre subrogada.

—¿Y?

—Ofrecen muchísimo dinero. Cifras que te harían llorar.

—¿Por qué me dices esto, Clara?

Ella no responde enseguida. Solo baja la mirada y aprieta los labios.

—Porque deberías considerarlo.

El aire se espesa. El café me sabe amargo.

—¿Estás loca? No podría hacer algo así.

—Aria, escúchame…

—¡No! —le corto de inmediato, la voz más alta de lo que debería. Algunas compañeras giran a vernos. Bajo el tono, sintiéndome vulnerable—. No… No puedo pasar por un embarazo otra vez. No después de lo que viví. No después de perderlo…

—Lo sé —dice ella, con una dulzura casi culpable—. Pero también sé que no puedes seguir así. Mira cómo estás… agotada, arrastrándote día a día, sin vida, sin futuro. ¿Hasta cuándo? ¿Vas a dejar que la culpa te entierre junto a tu hijo?

Sus palabras son dagas. Pero necesarias. Sinceras.

Yo tiemblo. Porque sé que tiene razón.

—No quiero otro bebé —susurro—. No me siento capaz de amar a nadie más así… no de esa forma. No después de perderlo.

—No sería tu bebé. Sería solo tu cuerpo ayudando a traer al hijo de otra persona. Y te pagarían lo suficiente para empezar de nuevo, para saldar todo.

Me quedo en silencio.

Clara aprieta mi mano.

—Solo piénsalo. No te estoy diciendo que lo hagas. Solo que vayas, que preguntes, que te informes. No pierdes nada. Y quién sabe… quizá, en el proceso, te encuentras a ti misma otra vez.

Yo no respondo. No puedo.

Solo asiento con lentitud, como si esas palabras no fueran mías ni de ella, sino del destino golpeando la puerta.

¿Cómo podría repetir la historia sabiendo que ese bebé no será mío? Que nunca podré abrazarlo. Que quizá ni siquiera me permitan verlo.

Jamás me lo habría imaginado. Jamás lo habría considerado.

Pero también pienso en las cuentas sin pagar. En la hipoteca. En los avisos de corte de luz. En la nevera medio vacía.

Y por primera vez en años… algo en mí se mueve. Una duda quizás, un deseo de hacer algo diferente aparte de sufrir en soledad y silencio.

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