Finalmente, el auto se detuvo frente a un hotel lujoso. De esos con fachada impecable y paredes gruesas que esconden gritos, ya sean de placer o de agonía.
Bajó y me abrió la puerta, ofreciéndome su mano para ayudarme. Nos registró en recepción y me guió hasta el ascensor. Cuando las puertas se cerraron, me lanzó una mirada de reojo. Yo se la devolví. Y entonces lo vi: ese destello en sus ojos. Esa forma en la que me observaba, como si fuera algo exótico, una flor silvestre única en el mundo. Sin pensarlo, di un paso hacia él. Luego otro. —¿Pasa algo? —preguntó, confundido por mi repentina cercanía. Posé mis manos sobre sus hombros, bajé la mirada a sus labios. Quería que entendiera lo que quería, porque no podía decirlo en voz alta. Él sonrió, esa sonrisa torcida que no dejaba lugar a dudas, y entonces me besó. Con hambre. Con fuego. Sin pedir permiso. Me empujó con suavidad contra la pared del ascensor. Su lengua invadió mi boca con un deseo salvaje. Sus manos me sujetaron de la cintura, presionándome contra él. Nunca antes me habían besado así. Matteo fue mi primera relación seria. Antes de él, solo tuve un par de novios fugaces. Y con él... el sexo era frío, mecánico. Como si fuera una rutina más. Pero esto… esto era otra cosa. —Hazme olvidarlo —sollocé contra sus labios. Nos separamos justo cuando las puertas del ascensor se abrían. Me tomó de la mano y me arrastró con él por el pasillo. Apenas cerró la puerta detrás de nosotros, volvió a besarme. Con la misma intensidad. Con la misma necesidad que me dejaba sin aliento. Se alejó, caminó hasta la cama y se sentó con las piernas abiertas, mirándome de forma dominante. Algo en mí reaccionó a esa postura. Algo oscuro, que me hizo desear someterme. —Desnúdate —ordenó, con la voz ronca y autoritaria. Un escalofrío me recorrió. —Me da un poco de vergüenza —murmuré, sintiendo el rubor encender mis mejillas. —¿Eres virgen? Negué con la cabeza. —No. Pero nunca he tenido… este tipo de sexo. Nunca tan... No sabía cómo explicarlo. Solo había tenido sexo simple. Sin pasión. Sin fuego. —Ya entiendo —sonrió suavemente y se acercó—. Déjame hacerlo por ti. Sus manos rodearon mi cintura y fueron al cierre del vestido en mi espalda. Lo bajó con una lentitud exasperante. Besó mi hombro, mi clavícula. Sus labios eran cálidos, suaves, peligrosos. Cuando el vestido cayó a mis pies, él se apartó un paso para mirarme. Llevaba lencería roja, elegante, escogida con la esperanza de que Matteo me hiciera el amor esa noche. Irónico, ¿no? Al final, quien me la quitaría sería un extraño. Sus pupilas se dilataron al verme. Humedeció sus labios. Dio un paso más cerca y deslizó un dedo por los contornos de mi boca. —¿Quieres que vaya despacio? —No —dije sin titubeos, despojándome de toda vergüenza—. Estoy harta de noches frías. Quiero pasión. De la real. De esas que te hacen temblar. Quiero que se sienta tan bien… que duela. Lo vi tensarse. Ese deseo crudo, animal, volvió a sus ojos. Me empujó con firmeza sobre la cama. No con violencia, pero con autoridad. Quería que supiera quién mandaba esta noche. Cuando sus manos subieron por mis muslos y su boca descendió sin pudor entre mis piernas, entendí que esa noche quedaría tatuada en mi piel. Jamás la olvidaría. No supe cuántas veces llegué al orgasmo. Perdí la cuenta después de la tercera, cuando mis piernas temblaban tanto que creí que no volvería a caminar. Su boca, sus dedos, su cuerpo… todo él era deseo encarnado. Tenía tatuajes oscuros, músculos marcados y unos brazos firmes que me sostenían mientras se enterraba en mí con hambre. Sus embestidas eran precisas, profundas, devastadoras. Crucé esa delgada línea entre el placer y el dolor. Me dejé llevar. Me entregué. Fui carne, deseo y fuego en las manos de un desconocido. Y no me arrepentí ni un segundo. Desperté envuelta en calor. No solo el del sol colándose por las gruesas cortinas de la habitación del hotel… sino el de un cuerpo. No estaba sola. Mi primer instinto fue incorporarme con un sobresalto, pero el brazo firme que me rodeaba la cintura me ancló al colchón como una promesa. O una trampa. Respiraba lento, profundo. Dormía aún. Y por un segundo, solo por un maldito segundo, quise quedarme ahí. Fingir que el mundo no existía. Que la traición no me había dejado cicatrices tan recientes. Que su pecho no me era tan ajeno. Que lo conocía. Me giré con cuidado, sin despegarme de su cuerpo. El chico del bar. El desconocido al que le ofrecí venganza vestida de deseo. Dormía de lado, su rostro tan cerca que podía contarle las pestañas. El mismo rostro perfecto que me miró como nadie me había mirado jamás. El mismo que me arrancó de Matteo como si yo le perteneciera desde siempre. El mismo que ahora dormía a mi lado como si no le importara el desastre emocional que había desatado dentro de mí. Y me gustaba que no doliera tanto. O que doliera menos que el recuerdo de Matteo. Me separé de él con cuidado, intentando no despertarlo, pero mis movimientos torpes lo hicieron soltar un leve gruñido. Abrió los ojos, pesados aún por el sueño. Gris acero. Tormenta. —¿Ya te vas? —preguntó con voz rasposa. —Lo estaba pensando —respondí sin mirarlo directamente, mientras me envolvía con la sábana. Él se sentó lentamente, se restregó la cara y me miró. No con lujuria. No como anoche. Me miró como si intentara memorizar cada parte de mí. Había serenidad tras la tormenta. —No suelo dormir con nadie —dijo de pronto—. Mucho menos quedarme después del sexo casual. Pero no podía dejarte así... no después de lo que pasó. Tragué saliva. Esa frase no tenía que afectarme. No debía. Pero me golpeó en el estómago con una ternura que no estaba lista para sentir. No otra vez. —Fue solo una noche —murmuré, más para recordármelo a mí que para decírselo a él. Se levantó, sin preocuparse por cubrir su cuerpo. Dios. Ese cuerpo. Tatuajes, cicatrices, músculos esculpidos a golpe de disciplina y pecado. Era hermoso de una forma que dolía. De una forma que no debía tocarme el alma. —No lo fue para mí —dijo despacio, caminando hacia la ventana y apartando un poco las cortinas para mirar afuera—. Tampoco fue solo sexo. Mi garganta se cerró. —¿Qué estás intentando decir? Él se giró y me miró con una seriedad que me heló. —Ni para mí ni para ti fue solo algo casual. Quizás así comenzó, pero hubo una química innegable —dijo sin rodeos, seguro de lo que hablaba. —No nos conocemos, ni siquiera sabes mi nombre —susurré, negando con la cabeza. —Entonces dímelo —pidió con una firmeza que me dejó pasmada—. Dime tu nombre. Pegué las sábanas a mi cuerpo con fuerza mientras apretaba las manos en puños. Ahora mismo estaba nerviosa otra vez. No por la situación, sino porque no sabía qué pasaría después. —Soy Aria —dije finalmente, y él sonrió de labios. —Quiero que sepas con quién estuviste anoche, Aria. El sonido de mi nombre en sus labios me estremeció. No sé. Pero sonó distinto en su boca. Como si cada letra fuera una caricia. —Mi nombre es Luca Moretti —dijo con firmeza—. Soy hijo de Elio Moretti. El líder de una de las familias mafiosas más poderosas del país. El mundo se detuvo. No supe si me puse de pie o si me desmayé por dentro, pero sentí que algo se quebraba en mí otra vez. Como si no fuera suficiente con Matteo. Como si la vida se empeñara en recordarme que nada es seguro. Que cada vez que creo tocar algo real, termina manchado de sombras. —¿Qué…? ¿Por qué me lo dices ahora? —Porque quiero verte otra vez. Porque si voy a hacerlo… si voy a buscarte… prefiero que lo sepas todo. No soy un tipo común. Lo que llevo encima… puede alcanzarte si estás cerca de mí. Y no me gusta mentir. Negué con la cabeza. Una, dos veces. —No, no, no. Esto no puede estar pasando. —Aria… —¡No! —alcé la voz, retrocediendo hacia mis cosas—. No puedes… no puedes mirarme así, besarme así, tocarme así y luego decirme que vienes de un mundo de violencia, muerte y crimen. ¿Qué pretendías? ¿Que después de anoche solo me pusiera tus camisas y cocinara panqueques? —No tienes que distanciarte. Intentemos esto. Me gusta cómo me siento junto a ti y quiero explorar más de eso. No quiero perderlo —dijo de golpe, y esa frase me congeló. —No puedes perder lo que nunca tuviste —dije con frialdad, aunque una parte de mí quería correr hacia él y dejar que me abrazara—. Esto fue un error. Una noche. Nada más. Sus ojos se llenaron de algo que dolía mirar. Quizás la misma decepción que yo sentí cuando vi a Matteo siéndome infiel. Pero no lo detuve. No lo consolé. No podía hacerlo. —Nunca más me busques —pedí en un susurro doloroso—. Olvídame, Luca. Me vestí en silencio. Sin mirarlo. Sin dejarme mirar. Cuando crucé la puerta, cerré los ojos un segundo. Solo uno. Y en ese segundo supe que no sería capaz de olvidarlo jamás. Pero tampoco sería capaz de estar junto a alguien que puede poner mi vida en peligro.