La puerta se abrió con un sonido suave. Y entonces lo vi. Y todo mi mundo se rompió. Me detuve en seco, congelada en la entrada como si mi cuerpo hubiese olvidado cómo moverse, cómo respirar. Porque allí, al otro lado de la habitación, de pie detrás de un lujoso escritorio de madera oscura, con la espalda recta y la mirada fija… estaba él. Luca. Luca Moretti. Cinco años habían pasado desde la última vez que lo vi, desde que lo dejé atrás con una promesa rota, un secreto escondido en mi vientre y el corazón hecho cenizas. Pero aún así, lo reconocí al instante. Había cambiado. Claro que sí. Pero el alma… su alma, seguía allí, gritando dentro de esa mirada gris que me atravesó como un cuchillo afilado. Era más alto que como lo recordaba. Más fornido, más firme, más varonil. La camisa blanca que llevaba estaba remangada hasta los codos, y dejaba al descubierto unos brazos marcados por músculos tensos y tatuajes oscuros que subían por su piel como serpientes de tint
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