4: Las Ruinas de lo que Fuí

A veces el silencio pesa más que los gritos.

Más que los golpes.

Más que la verdad.

Mi vida, desde fuera, parecía estable. Matteo y yo habíamos “formado una familia”. Nos mudamos a un departamento más grande, pintamos la habitación del bebé en tonos suaves y compramos una cuna blanca con detalles de ositos. Yo sonreía en las fotos, iba a los chequeos, recibía regalos. Fingía.

Fingía tan bien que hasta a mí me engañaba.

Pero en las noches… en las noches me sentaba en el suelo del baño y lloraba en silencio. A veces con el puño en la boca para no despertarlo. A veces solo dejando que el dolor me empapara como una lluvia lenta. El embarazo avanzaba, y con cada semana, la verdad pesaba más.

Y luego nació él.

Mi bebé. Lo nombré Ciel.

Lo miré por primera vez y sentí que el mundo se detenía. Pequeñito, arrugado, con ese llanto agudo que sonaba a vida. Y aún así… algo no estaba bien.

Su tono de piel. Su llanto que cada vez se hacía más débil. La forma en que no reaccionaba a ciertos estímulos. Nadie me lo decía directamente, pero yo lo sentía. En el alma. Algo en mí gritaba que algo no estaba bien.

Los análisis comenzaron al tercer día. Primero los básicos. Luego otros más específicos. Los doctores hablaban en voz baja. Evitaban mirarme a los ojos.

Hasta que un pediatra se sentó frente a mí con la expresión de quien viene a destrozarte. Y lo hizo.

—Tu hijo tiene una condición rara, poco documentada. Se llama Síndrome de Degeneración Hemopoyética Infantil. Afecta la médula ósea, destruye la capacidad de producir células sanguíneas sanas… y si no se realiza un trasplante compatible pronto, no sobrevivirá.

Sentí que me arrancaban el alma.

Matteo, que estaba a mi lado, apretó mi mano. Asintió. Habló con calma. Médico al fin, entendía lo que el doctor decía. Yo, en cambio, solo escuchaba un pitido constante en los oídos. Mi mente cerrada como fuera de mí, de mi consciencia.

Nos pidieron hacernos los análisis de compatibilidad ósea. Yo debí saber lo que pasaría con esos resultados. Pero estaba demasiado enfrascada en mi dolor para darme cuenta de que esto sería un problema.

Yo no fui compatible. Ni siquiera remotamente. Y cuando Matteo recibió los resultados… todo se quebró.

—Aria —dijo Matteo, con los resultados aún en la mano, los ojos inyectados y la voz contenida como si se tragara un volcán—. No soy el padre.

Lo miré fijamente. Sin sorpresa. Sin temor.

—No —respondí con calma—. No lo eres.

Su rostro se transformó en cuestión de segundos. La incredulidad dio paso a la furia, pero no me moví. Me quedé sentada, con la espalda recta, como si su rabia ya no pudiera alcanzarme.

—¿Qué…? ¿Desde cuándo lo sabías?

—Desde siempre —dije, seca, sin rodeos—. Desde que vi las fechas. Desde que recordé esa noche.

—¿Qué noche? —espetó, su voz subiendo por primera vez.

—La noche que me fuiste infiel con Isabela, yo también te fui infiel. Y si esperas que diga que fue un error, no lo haré. Fue plenamente consciente.

Su respiración se agitó. Dio un paso hacia mí, los papeles temblando en su mano.

—¿Me engañaste por despecho?

—Tú fallaste primero. Yo solo llené el hueco que dejaste.

—¡¿Y te acostaste con otro sin protección como si nada?! ¿Y luego me hiciste criar al hijo de otro?!

Me levanté lentamente, sin apartar la mirada.

—No te hice nada. Tú elegiste insistir aunque no me amas. Yo solo… te dejé creer lo que querías creer.

Me fulminó con la mirada, pero no dije más. No le ofrecí explicaciones. No hubo lágrimas. No pedí perdón.

Porque no lo sentía.

Él temblaba. El papel con los resultados arrugado en su puño cerrado. Su mandíbula apretada como si contuviera un grito.

—Eres una maldita —murmuró entre dientes—. Una maldita egoísta. Una zorra.

Y en ese momento, quizás podía haberme roto. Pero yo ya estaba rota de mucho antes. Tenía mayores motivos que su rencor.

Desde ese día… Matteo nunca volvió a ver al bebé con los mismos ojos. Y yo… nunca volví a verlo a él con compasión.

Las semanas pasaron como una pesadilla repetida. Probé todo. Hospitales. Contactos. Donantes lejanos. Nada. Incluso intenté buscar a Luca, estaba dispuesta a todo por salvar a mi bebé. Incluso a contarle la verdad, quizás como su padre él podía ser compatible.

Pero él no apareció en ninguna parte. Busqué por toda la ciudad, regresé al bar más de cinco veces, pero nada. Se esfumó.

Y luego… una noche, mientras dormía en mis brazos, mi hijo simplemente dejó de respirar.

Así.

Sin sonido.

Sin aviso.

La enfermera corrió al cuarto al oír mi grito. Matteo llegó después. Pero ya era tarde.

No hubo funeral. Al menos no uno real. Solo un ataúd blanco pequeño. Flores que no olían a nada. Lágrimas que no alcanzaban.

Yo me fui.

Me fui sin moverme del lugar.

Caí en una depresión tan profunda que dejé de reconocerme.

No hablaba. No comía. Solo existía.

Y Matteo… Matteo cambió también.

Dejó de dormir en la casa. Empezó a beber. A gritar.

La primera vez que me empujó fue accidental. Un forcejeo por una botella.

La segunda, no tanto.

—¡Todo esto es tu culpa! —me gritó con los ojos rojos de alcohol y rabia—. ¡Si no hubieras sido una puta, nuestro hijo estaría vivo!

No lloré. Ni siquiera le respondí. Me encerré en el baño y me abracé las costillas hasta quedarme dormida sobre las baldosas frías.

Los meses siguientes fueron peores.

Palabras que dolían más que los golpes:

No sirves para nada.

Tú lo mataste.

No te va a querer nadie más.

Y yo… yo lo creí.

Hasta que una noche, después de una discusión por algo tan absurdo como una taza rota, Matteo me golpeó con el dorso de la mano tan fuerte que vi estrellas. Luego me tiró al suelo y pateó mi estómago. Mi espalda. Mis costillas. Me llamó por nombres que ni conocía.

Me desmayé. Y cuando desperté… estaba sola. No sé cuánto tiempo pasó. El reloj estaba roto. El silencio, ensordecedor. El frío de la baldosa se pegó a mi espalda. Sangrando. Rota. Tirada en el suelo de mi propia casa.

Él se había ido.

Y no volvió. Ni una nota. Ni una disculpa. Solo ausencia. Como si nunca hubiera existido.

Los vecinos no preguntaron. Nadie llamó. Solo Clara, mi única amiga real, me encontró al día siguiente porque no respondí los mensajes. Me llevó al hospital. Me cosieron la ceja, me tomaron placas, me preguntaron si quería denunciar. No lo hice. No podía.

Me quedé sola.

Con el eco de una cuna vacía.

Con las paredes frías de un hogar que nunca fue hogar.

Con la culpa, el dolor… y un nombre que no podía pronunciar sin llorar.

Ciel... El hijo que no pude abrazar lo suficiente antes de que muriera en mis brazos. El pedazo de mí que me fue arrebatado.

Y ahora era demasiado tarde.

Para todo.

Pero aún…

aún no estaba muerta.

Y si algo quedaba de mí, aunque fueran ruinas… pensaba levantarme.

Aunque sea para vagar sin rumbo, o encontrar otro camino.

Lo que sea que el mundo quiera darme… esta vez lo voy a tomar sin pedir permiso. Porque ya no tengo nada que perder.

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