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Capítulo 6 — La rueda del destino

Capítulo 6 — La rueda del destino

El amanecer en Brighton se colaba con suavidad por las cortinas de la habitación de Virginia. El rumor del mar se escuchaba tenue, como un recordatorio de que la vida podía tener ritmos más lentos, más pausados que los de la ciudad. Abrió los ojos con esa sensación nueva que había descubierto en los últimos días: una mezcla de ansiedad y felicidad.

Era domingo, y mientras se arreglaba frente al espejo del pequeño baño del hotel, sonrió al recordar el beso en el muelle la noche anterior. Le parecía casi absurdo lo rápido que todo estaba ocurriendo, pero al mismo tiempo, lo natural que se sentía. Como si aquel desconocido que la había salvado en una calle londinense hubiera sido parte de su historia desde siempre.

Se encontró con Arturo en la recepción del hotel, y tras un saludo cómplice, salieron a caminar por el malecón. Brighton despertaba lentamente: el aire fresco olía a sal, las gaviotas revoloteaban con su grito estridente, y grupos de turistas comenzaban a pasear con cámaras en mano.

—Hoy quiero mostrarte algo —dijo Arturo con esa chispa de entusiasmo que a Virginia ya le resultaba tan familiar. —Una pequeña feria cerca de la playa. Es sencilla, pero tiene su encanto.

Virginia asintió, dejándose llevar.

La feria estaba montada sobre un terreno abierto, a pocos metros de la arena. Desde lejos se distinguía la silueta de una gran rueda de la fortuna, cuyos vagones blancos y rojos giraban lentamente contra el cielo grisáceo. El aire estaba impregnado de olores dulces: algodón de azúcar, manzanas acarameladas, churros recién fritos. El murmullo de risas y voces se mezclaba con la música alegre que salía de los parlantes de los juegos.

—¿Subimos? —preguntó Arturo señalando la rueda.

Virginia dudó un instante. No porque le tuviera miedo a las alturas, sino porque intuía que aquel lugar se prestaba demasiado para gestos románticos. Y, aunque parte de ella quería dejarse llevar, otra seguía recordándole que hacía apenas tres días había estado recorriendo Londres sola, sin imaginar que su viaje tomaría este rumbo.

—Subamos —respondió finalmente, con una sonrisa que le salió más tímida de lo que pretendía.

En el vagón, el movimiento era suave, un vaivén que se volvía más intenso a medida que ascendían. Desde lo alto, la ciudad se desplegaba como una postal: el muelle alargándose sobre el mar, los tejados irregulares de las casas, las calles estrechas que se perdían en la distancia. Virginia sintió que la respiración se le entrecortaba, no tanto por la altura, sino por la cercanía de Arturo en aquel espacio reducido.

—¿Sabes qué es lo mejor de llegar a la cima? —dijo él, inclinándose hacia ella.

—¿Qué? —preguntó Virginia, sin apartar la vista del horizonte.

—Que el tiempo se detiene por un instante. —Y, sin darle más oportunidad de pensar, le robó un beso breve, pero firme, en la cima de la rueda.

Virginia cerró los ojos y se dejó llevar por la calidez de sus labios. Cuando el vagón empezó a descender, sintió que algo dentro de ella se había quedado suspendido allá arriba, en esa cima, en ese instante.

El resto de la feria se convirtió en un juego compartido. Arturo insistió en probar todos los clásicos: tiro al blanco, lanzar aros, derribar latas con pelotas. Para sorpresa de ambos, Virginia demostró una puntería y precisión notables. Ganó un par de premios pequeños: un llavero con forma de delfín y un osito de peluche de tamaño ridículo que apenas cabía en sus brazos.

—No sabía que eras tan competitiva —bromeó Arturo mientras la ayudaba a cargar el peluche.

—No lo soy. —Virginia rió—. Solo soy buena en esto, parece.

—Tendré que cuidarme de ti —replicó él, y ambos se echaron a reír mientras continuaban caminando entre los puestos iluminados por guirnaldas de luces.

Fue entonces cuando se toparon con una carpa excéntrica, cubierta por telas violetas y negras, adornada con símbolos extraños pintados a mano. Un cartel rezaba: “Madame Selene — Lectura del destino”.

Virginia frunció el ceño.

—No creerás en estas cosas, ¿verdad?

—Solo si me dicen algo bueno —contestó Arturo con ironía.

Virginia negó con la cabeza, pero antes de que pudiera esquivar la atracción, una mujer de cabello oscuro y ojos intensos salió de la carpa invitándola a pasar.

—Venga, señorita. El destino siempre tiene un mensaje para quien se atreve a escucharlo.

Virginia estuvo a punto de rechazar, pero la insistencia de Arturo, mezclada con una pizca de curiosidad, la hizo aceptar.

—Pero entra sola —dijo con firmeza la dama de la carpa.

Virginia asintió, apartando la cortina para ingresar al interior de la carpa.

El interior de la carpa era pequeño, apenas iluminado por velas que proyectaban sombras danzantes sobre las paredes. El aire estaba saturado de aromas: incienso, hierbas secas, aceites esenciales. Sobre una mesa cubierta con un mantel violeta había un mazo de cartas y pequeños frascos de vidrio con etiquetas manuscritas.

—Siéntese —ordenó la mujer con voz grave.

Virginia obedeció, intentando mantener la compostura.

—Su nombre.

—Virginia.

La mujer tomó su mano y comenzó a observar las líneas de la palma con una concentración casi teatral.

—Es usted una mujer valiente. —dijo, como si estuviera dictando una sentencia—. Siempre consigue lo que se propone, aunque deba luchar contra viento y marea.

Virginia arqueó una ceja, sin decir nada.

—Veo en su línea del amor algo muy especial. —continuó la mujer—. Un lazo que no es de esta vida solamente, sino de muchas. Su amor ha estado con usted antes, y lo estará en el futuro. Lo reconocerá porque lo sentirá como familiar, como si siempre hubiera estado allí.

Virginia reprimió una carcajada. Aquel discurso sonaba a cliché de manual. Sin embargo, había algo inquietante en escucharlo justo en ese momento de su vida.

—También veo caminos abiertos —añadió la mujer—. Cambios, viajes, decisiones importantes. El destino la está probando.

Virginia apartó la mano con suavidad.

—Gracias. —sacó unas libras de su bolso y las dejó sobre la mesa.

Salió de la carpa sacudiendo la cabeza.

Afuera, buscó con la mirada a Arturo, pero él ya no estaba esperando frente a la carpa. Caminó unos metros hasta encontrarlo en un puesto de golosinas, eligiendo entre paquetes de dulces envueltos en papel brillante.

—¿Te escapaste de la bruja? —dijo Virginia acercándose.

Arturo sonrió con picardía.

—Por un momento pensé en entrar, pero pobre señora… se habría asustado con todos los demonios que cargo en el alma.

Ambos estallaron en una risa compartida.

—¿Y qué te dijo? —preguntó él mientras pagaba por los dulces.

—Nada importante. —Virginia se encogió de hombros—. Lo mismo de siempre: valentía, amor eterno, caminos por recorrer. Puras tonterías.

—¿Y si tuviera razón? —replicó Arturo con una media sonrisa.

Virginia lo miró fijamente.

—Prefiero basar mi vida en hechos reales, no en profecías.

Él asintió, aunque en sus ojos había un destello de misterio que ella no supo interpretar.

Más adelante compraron bebidas calientes: café para ella, té para él. Se sentaron en un banco frente al mar, compartiendo los dulces que Arturo había comprado. El sonido de las olas acompañaba su charla, que lentamente derivó hacia un tema inevitable: el futuro.

—Este fin de semana se evaporó como un suspiro —dijo Virginia, mirando la espuma blanca que se rompía contra la orilla.

—Por eso quiero seguir viéndote —respondió Arturo sin rodeos. —No quiero que esto termine aquí.

Virginia lo observó, sorprendida por la sinceridad en su voz.

—Tengo planes. —dijo ella, intentando sonar firme—. Quiero conocer las cuevas de Cheddar. Y después volveré a instalarme unos días en Londres antes de regresar.

—Entonces nos veremos de nuevo. —Arturo tomó su mano con suavidad—. No pienso dejar que todo quede en un fin de semana.

Virginia sonrió. No estaba acostumbrada a promesas, y menos aún de alguien que había irrumpido en su vida de forma tan repentina. Pero había algo en él que le resultaba irrefutable.

El atardecer pintó el cielo de tonos anaranjados y violetas. Caminando juntos de regreso, hablaron de trivialidades, de música, de libros, de recuerdos de infancia. Al llegar al hotel, se despidieron con un abrazo prolongado y un beso que guardaba la promesa de reencontrarse pronto.

Esa noche, en su diario, Virginia escribió:

"Día 4. Brighton me mostró su cara más luminosa: juegos de feria, besos robados, confesiones entre cafés y dulces. Con Arturo todo parece fluir, como si nos conociéramos desde antes. No sé qué pasará cuando este viaje termine. Pero hoy no quiero pensarlo. Hoy prefiero creer en la locura de un amor que se siente eterno, aunque apenas esté empezando."

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