Virginia sostenía la taza de café como si fuera un escudo. No porque le hiciera falta la cafeína —aunque había dormido apenas cuatro horas—, sino porque el calor entre sus manos era lo único cálido en ese despacho inmenso, minimalista y frío. El estudio jurídico Conrado & Asociados era uno de los más importantes del país, y también uno de los más despiadados. El éxito allí se medía en juicios ganados y ganancias obtenidas.
Virginia tenía veintiséis años, pero en ese mundo la trataban como si tuviera quince. No por su edad, sino por su género.
—¿Trajiste las actas del caso Montero? —preguntó su jefe, sin levantar la vista de su escritorio.
—Sí, y también las pruebas que la defensa intentó ocultar. Las encontré entre los documentos patrimoniales del holding —dijo ella, dejándolas sobre el mármol como quien lanza un guante en duelo.
Su jefe levantó una ceja, y por un instante, solo por un segundo, pareció impresionado. Pero enseguida volvió a su tono neutro.
—Bien. Podés retirarte.
Ese “bien” era lo más cercano a una medalla en ese lugar. Virginia salió del despacho sin mirar atrás. No necesitaba su aprobación. Se lo repetía cada vez que tenía que tragarse la condescendencia de sus colegas o las miradas inquisidoras de los socios más antiguos, esos que la habían hecho servir café durante sus primeros años de trabajo.
“Una chica tan joven no debería estar en juicios de familia”, había escuchado más de una vez.
“Es bonita, pero no le da el perfil”. “Se va a quebrar en su primer caso fuerte”.No se quebró. No sirvió más café. No pidió permiso. Se ganó cada metro de ese espacio con la precisión de un bisturí. Se especializó en derecho de familia con una rapidez que envidiarían abogados con veinte años de carrera. Conocía las trampas, los silencios en los convenios, las rendijas legales que usaban los maridos poderosos para no repartir lo que les correspondía a sus esposas.
Y en muy poco tiempo se convirtió en: el terror de los maridos.
Virginia no creía en los hombres. No por moda, ni por ideología. Su escepticismo tenía raíces profundas, antiguas. Había nacido de la ausencia. Su madre, Maria Dolores, le había contado la historia una sola vez, y bastó.
“Me dijo que iba a buscar cigarrillos y no volvió nunca. Tenía tres meses de embarazo”.
La misma historia que su abuela, Catalina, había relatado cuando hablaban de su propio padre.
Hombres que desaparecen. Promesas que se deshacían como humo. Virginia no se lo permitía. No iba a repetir la historia. No iba a llorar por nadie. No iba a depender de nadie. Ya bastante habían luchado su madre y su abuela para que ella pudiera estudiar derecho en la universidad pública, recibirse a los veintiún años con honores, y entrar al estudio jurídico más codiciado del país.
No iba a arruinarlo por una caricia.
No iba a desarmarse por una mirada.Y sin embargo…Cada noche, antes de dormir, se permitía una sola debilidad: las novelas. Jane Austen, las Brontë, George Eliot. Mujeres que también habían vivido entre estructuras rígidas y deseos contenidos. En su mesita de luz, el ejemplar ajado de Orgullo y prejuicio tenía más anotaciones que su tesis de grado. Subrayaba frases como quien busca códigos secretos en la literatura:
"En vano he luchado. Ya no puedo más. Estas son mis verdaderas emociones, y déjame que te diga cuánto te admiro y te amo."
Y ahí estaba ella. Abogada, feminista, defensora de mujeres vulnerables… soñando con un Mr. Darcy. Con alguien que, sin pedirle que se rindiera, supiera reconocer su fuerza, y aún así, hacerla temblar. Solo por un instante.
Solo por una vez.
—Doctora Márquez —la interrumpió la secretaria, asomando la cabeza por la puerta—. ¿Va a almorzar o piensa vivir a base de café?
Virginia sonrió. Lucía era la única que la trataba con humanidad en ese lugar.
—No me decido. Estoy entre sushi de supermercado vencido o la máquina de snacks.
—Opción B, como siempre —rió Lucía.
—Y vos, ¿no tenés cosas mejores que hacer que salvarme de que muera de hambre?
—Es que me das lástima. Además, si te morís, ¿quién va a seguir humillando a los patriarcas?
Después de comer unas galletas con un poco de coca cola, Virginia volvió a su oficina. Pero no abrió el expediente. No leyó sentencias. No redactó demandas. Sacó su celular y buscó el correo que se había enviado a sí misma hacía tres semanas.
“Viaje a Londres”
Suspiró. Lo había escrito durante una madrugada insomne, después de ganar un caso especialmente duro. Una mujer golpeada que no solo había perdido todo económicamente, sino también la custodia de sus hijos. Virginia logró revertir el fallo. La clienta lloró durante cinco minutos en silencio, abrazándola. Después se fue. No volvió a llamarla. Y Virginia se quedó en su departamento, con la adrenalina en el cuerpo, incapaz de dormir.
Esa noche, escribió:
"Quiero irme. Necesito perderme entre callejones que no conozco, entrar en librerías donde nadie me juzgue, sentarme en un parque y ver pasar gente sin nombre. Londres. Siempre fue Londres. Como si mi cuerpo supiera que allá hay algo que todavía no viví."
Esa tarde, sin consultarlo con nadie, compró los pasajes. Dos semanas en Londres. Sin agenda, sin estudios, sin audiencias. Ya tenía fechas. Ya tenía excusa. Ya tenía plan.
No se lo contó ni a su madre.
Esa noche, volvió a casa agotada. Se sacó los zapatos como si se quitara una armadura. Tiró la cartera sobre el sofá. Se sirvió una copa de vino. Se paró frente al espejo del baño y se miró. Ojos marcados. Ojeras discretas. Labios tensos.
Una guerrera sin tregua.
Se preguntó si alguien alguna vez la había visto como ella se veía ahora. No la Virginia del tribunal, ni la doctora Márquez de los pasillos, ni la voz firme en entrevistas sobre derechos de familia.
Sino esta.La que se acostaba con el corazón arrugado como papel usado.La que no sabía cómo se recibía un abrazo sin desconfiar.La que leía a Jane Austen y creía que, aunque fuera una locura, aunque fuera imposible…quizá…algún día…Se durmió con la maleta mentalmente armada. El pasaje ya estaba comprado. La cuenta regresiva había comenzado.
Londres la esperaba.