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Capítulo 5 — La aventura comienza

Capítulo 5 — La aventura comienza

La mañana amaneció tranquila en Londres. El reloj del pasillo del hotel marcaba apenas las siete y media cuando Virginia se despertó. Durante un instante se quedó inmóvil, tratando de descifrar si lo que había vivido la noche anterior había sido un sueño. La cena, las risas, los callejones iluminados por farolas antiguas, y aquel joven desconocido que, sin quererlo, se había convertido en parte de su viaje.

Se incorporó lentamente, se lavó la cara con agua fría y bajó al comedor del hotel para tomar el desayuno incluido. El lugar estaba casi vacío, apenas un par de huéspedes dispersos hojeando periódicos o revisando el móvil. Virginia eligió una mesa junto a la ventana, donde la luz tenue de la mañana se filtraba con suavidad.

Pidió café, jugo de naranja y un plato de tostadas con mermelada. Mientras esperaba, abrió su bolso y sacó su diario de viaje. Había comprado un par de hojas adhesivas para pegar allí las fotos Polaroid que había tomado el día anterior. Una por una, fue ordenándolas con delicadeza: el Big Ben capturado desde el bus turístico, los colores vibrantes del arte urbano en Camden, la fachada iluminada de un teatro del West End… y, casi al final, aquella foto improvisada de la vidriera donde casi pierde la vida si Arturo no hubiera estado ahí.

Escribió: "Día 2: Londres no solo me regaló paisajes y calles históricas, también me sorprendió con un encuentro inesperado. Arturo. Extraño, divertido, un poco misterioso. Hoy nos veremos de nuevo, y siento una mezcla de ansiedad y entusiasmo. Nunca pensé que mi viaje incluiría compañía. Nunca pensé que me atrevería a compartir mi tiempo con un desconocido. Y sin embargo, aquí estoy. Lista para la locura."

Cerró el cuaderno, respiró hondo y terminó el café. Antes de subir a la habitación a buscar su bolso, se miró en el reflejo de la ventana: su rostro mostraba un brillo distinto, uno que no recordaba haber visto en mucho tiempo.

Al salir del hotel, lo vio allí. Arturo estaba apoyado con naturalidad sobre un coche azul de aspecto elegante, con las manos en los bolsillos de la chaqueta y la mirada distraída en el movimiento de la calle. Había en su postura algo relajado y a la vez seguro, como si estuviera acostumbrado a esperar, como si supiera que el tiempo no era un enemigo.

Virginia no pudo resistirse: discretamente, sacó su cámara y, antes de que él la descubriera, tomó una foto. El clic leve del obturador pareció sellar la instantánea de un momento que intuía especial. Luego guardó la cámara y caminó hacia él con paso firme.

—Buenos días —saludó ella, sonriendo.

Arturo levantó la vista, y su expresión se iluminó.

—Con ese rostro —dijo con un tono entre galantería y complicidad— podrías iluminar cualquier día nublado en Inglaterra.

Virginia rió, bajando un poco la mirada para ocultar el rubor que le subía a las mejillas.

—¿Siempre hablas así? —preguntó, divertida.

—No —contestó él, abriendo la puerta del coche para ella—. Solo cuando realmente lo pienso.

Virginia subió, acomodó el bolso en sus piernas, y mientras él se sentaba al volante, pensó que jamás habría imaginado estar allí, lista para comenzar una travesía por Inglaterra con alguien a quien conocía desde hacía apenas unas horas.

—¿Lista para la aventura? —preguntó Arturo mientras encendía el motor.

—Más que lista —respondió ella. —No todos los días me lanzo a viajar con un desconocido.

—Entonces hoy será inolvidable —dijo él, sonriendo, y arrancaron.

El camino hacia Brighton los recibió con un sol tímido, apenas filtrado entre nubes que se movían rápidas por el cielo. El tráfico londinense les dio algo de tiempo para hablar antes de dejar la ciudad atrás. Arturo le contó que había estudiado en Brighton, que conocía cada rincón de aquella ciudad costera, y que para él era un lugar especial, casi como un refugio.

—Podría decir que soy especialista en Brighton —aseguró con un gesto teatral, mientras giraba en una rotonda.

Virginia sonrió, apoyando la frente contra el cristal para observar las calles que comenzaban a estrecharse a medida que salían de la gran ciudad.

—Entonces estoy en buenas manos —respondió.

El viaje se llenó de conversaciones que fluían como un río. En un momento, Arturo le preguntó:

—¿Por qué elegiste estudiar Derecho?

Virginia se quedó pensativa, como si esa pregunta le hubiera abierto una puerta antigua dentro de sí misma.

—La verdad… —comenzó, con voz suave— al principio lo elegí porque era lo que tenía más cerca de casa. No podía costear vivir lejos, y quería terminar una carrera universitaria como fuera. Soy la primera en mi familia en hacerlo.

Arturo la miró de reojo, sorprendido y a la vez con un respeto genuino.

—Seguro que toda tu familia está orgullosa de ti.

Ella asintió lentamente.

—Con el tiempo me di cuenta de que realmente me apasiona. No fue solo una opción práctica, terminó siendo parte de quien soy.

Arturo sonrió, como si esa respuesta le hubiera revelado algo importante de su compañera de viaje.

Cuando llegaron a Brighton, el aire tenía un olor distinto, mezcla de sal marina y brisa fresca. Arturo estacionó en un lugar cercano a The Lanes, un entramado de callejones estrechos, laberínticos y llenos de tiendas, cafés y pequeñas joyerías.

Caminaron sin rumbo fijo, perdiéndose a propósito entre esas calles que parecían salidas de otra época. Virginia no dejaba de fotografiar cada rincón: escaparates con relojes antiguos, paredes de ladrillo cubiertas de hiedra, y pequeños carteles pintorescos colgando sobre las puertas.

—¿Sabes qué es lo mejor de The Lanes? —preguntó Arturo.

—¿Qué?

—Que siempre, aunque creas que sabes a dónde vas, terminas perdiéndote. Y a veces perderse es la única forma de encontrar lo que no sabías que estabas buscando.

Virginia lo miró, sonriendo ante la poesía inesperada en sus palabras.

—¿Siempre eres así de filosófico?

—Solo los sábados —respondió él, y ambos rieron.

Después continuaron hacia North Laine, una zona vibrante, llena de murales, grafitis coloridos y arte urbano en cada esquina. Virginia estaba fascinada. Tomaba fotos sin descanso, y en cada una de ellas capturaba algo de la energía bohemia del lugar.

—Me encanta cómo aquí el arte no está escondido en museos, sino en la calle —dijo, mientras enfocaba un mural gigante de un rostro humano pintado en tonos azules.

—Brighton siempre ha sido así —explicó Arturo—. Un poco rebelde, un poco libre. Quizá por eso me enamoré de la ciudad cuando estudiaba aquí.

Al caer la tarde, caminaron hacia el puerto. El mar se extendía frente a ellos, y la brisa marina traía consigo un frescor húmedo que erizaba la piel. Se sentaron en el muelle, observando el agua oscura que brillaba bajo la luz tenue del atardecer.

Fue entonces cuando la conversación cambió de tono.

—Hace poco rompí un compromiso de varios años —confesó Arturo, mirando el horizonte. —Me jugaron mal. Digamos que el corazón me quedó hecho pedazos.

Virginia lo observó en silencio, dándole espacio. Luego, con su natural franqueza de abogada, dijo:

—Menos mal que rompiste antes. Créeme, los divorcios son bravos.

Arturo rió, aunque la risa tuvo un matiz melancólico.

—Sí, supongo. Pero si algún día me caso será porque estoy seguro de que puedo compartir mi vida con esa mujer. Sin dudas, sin reservas.

Hubo un momento de silencio, interrumpido solo por el sonido de las olas golpeando suavemente contra los pilotes del muelle. Arturo giró hacia ella y añadió:

—Te voy a contar un secreto. No sé por qué, pero contigo siento una confianza distinta. Es extraño, porque apenas te conozco, pero… siento que puedo ser sincero.

Virginia lo miró fijamente, conmovida por su franqueza.

—Yo también estoy viviendo una locura —admitió. —Nunca pensé que estaría viajando con un extraño.

Y entonces, como si el tiempo se detuviera en ese instante, Arturo tomó su mano. Sus dedos se entrelazaron con naturalidad, como si hubieran estado destinados a encontrarse. La miró a los ojos, y en ese reflejo Virginia sintió algo que no podía explicar.

El beso llegó suave, inevitable, como un secreto compartido que no necesitaba palabras. El murmullo del mar, la brisa fría y las luces del puerto se volvieron cómplices de ese momento.

En su diario, más tarde, Virginia escribiría:

"Hoy me atreví a una locura. Viajé con un extraño, y en ese muelle de Brighton sellamos algo que no sé cómo llamar. Quizá es el comienzo de algo hermoso, quizá solo un capítulo pasajero. Pero fue real. Y lo recordaré siempre."

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