Virginia abrió los ojos lentamente, como si le costara regresar desde el fondo de un océano oscuro. Lo primero que percibió fue un olor penetrante, mezcla de cera derretida, humedad y hierbas secas. Lo segundo, la penumbra interrumpida apenas por la luz temblorosa de unas velas. El techo de madera, bajo y carcomido, no se parecía a ninguno de los hoteles que había visto en Inglaterra.
El dolor de cabeza era insoportable, como si alguien hubiese atravesado su cráneo con un hierro candente. Intentó incorporarse, pero su cuerpo pesaba más de lo que recordaba. Fue entonces cuando notó unas manos femeninas a su alrededor. Dos mujeres la observaban de cerca, acomodando las sábanas con movimientos rápidos y torpes. Vestían túnicas largas de lana áspera, ceñidas a la cintura con cordones, y cofias blancas que les cubrían la cabeza.
Durante un instante, Virginia pensó que seguía soñando. O que tal vez había terminado en algún espectáculo turístico de época, como los que a veces se organizaban para visitantes en museos vivientes. Pero no había turistas, ni flashes, ni indicios de modernidad. Solo ese olor a encierro, a madera vieja y cuerpos febriles, y el silencio solemne interrumpido por las oraciones murmuradas en latín que venían de algún corredor cercano.
Quiso preguntar dónde estaba, pero la voz apenas le salió como un hilo de aire. Una de las mujeres acercó un jarro de barro a sus labios y dejó caer unas gotas de un líquido amargo que le quemó la garganta. Apenas lo tragó, un sopor irresistible la volvió a arrastrar hacia abajo.
Cuando despertó otra vez, no supo si habían pasado horas o días. Todo se repetía como un círculo: la penumbra, las túnicas, el murmullo lejano. Esta vez notó más detalles. Las mujeres no eran enfermeras, como había pensado al principio. Los crucifijos que colgaban de sus cuellos, las oraciones, los rezos al pie de las camas: eran monjas. Y, sin embargo, no se parecían en nada a las monjas modernas que ella tenía en la cabeza. No llevaban hábitos negros ni velos amplios, sino vestimentas rústicas, casi medievales, que parecían sacadas de un libro de historia.
El desconcierto crecía en su pecho.
Una mañana, con algo más de fuerza, se atrevió a hablar:
—¿Qué día es hoy?
La monja que estaba a su lado, una mujer de rostro anguloso y piel curtida por los años, la miró con extrañeza.
—Estamos a 13 de octubre del año de Nuestro Señor de 1813.
El corazón de Virginia dio un vuelco brutal. Estaba segura de haber escuchado mal. Abrió la boca para reír, para corregirla, pero la expresión solemne de la mujer le heló la sangre.
1813.
“No. No puede ser. Es un error. Estoy soñando. O estoy delirando por fiebre”, se repitió una y otra vez.
Los días siguientes se desdibujaron entre intervalos de lucidez y largos periodos de sueño. Cada vez que despertaba, alguien la obligaba a beber ese líquido amargo que pronto aprendió a reconocer por las conversaciones a media voz: láudano. Lo usaban como medicina para calmar el dolor y la agitación. A ella solo le provocaba un sopor pesado, como si le robaran la voluntad.
En uno de esos intervalos de claridad, una monja joven, de apenas diecisiete años, le preguntó su nombre y si sabía dónde estaban sus familiares.
—Virginia —dijo ella, con un hilo de voz. Dudó en dar su apellido, como si esa información pudiera comprometerla en aquel mundo extraño.
—¿Y tu familia? —insistió la muchacha.
Virginia no supo qué responder. Imágenes de su madre y su abuela vinieron a su mente, pero la idea de explicarlo resultaba absurda. Nadie allí podría comprender que su familia estaba a doscientos años de distancia. Guardó silencio.
El hospital era un edificio lúgubre, levantado con la austeridad de los lugares destinados a pobres y peregrinos. Dependía de la Iglesia, lo que explicaba la presencia de las monjas. Los corredores eran largos, fríos, con suelos de piedra húmeda que resonaban bajo las pisadas. No había calefacción más allá de algunos braseros que apenas lograban templar el aire. Los pacientes, cubiertos con mantas ásperas, tosían y gemían en camas alineadas con poco espacio entre ellas.
Cuando las monjas le proporcionaron ropa, Virginia sintió un vértigo inesperado. Le entregaron una especie de vestido marrón, confeccionado con una tela basta y rígida, que le raspaba la piel. No tenía idea de cómo colocárselo: cordones, cintas, mangas ajustadas. Intentó arreglárselas sola, frustrada, hasta que una de las monjas, con visible desgano, la ayudó a vestirse. La tela le pesaba como si llevara una armadura, y el reflejo que alcanzó a ver en un trozo de espejo pulido no se parecía en nada a sí misma.
Se preguntó cuánto tiempo tendría que permanecer allí. No se sentía enferma más allá del dolor de cabeza intermitente, y su cuerpo, aunque débil, respondía con rapidez. Era evidente que no estaba grave. Y sin embargo, todos la trataban como si fuera una extraña caída de la nada, alguien cuya procedencia nadie podía explicar.
Los rumores corrían por los pasillos. Algunas monjas murmuraban que había sido hallada cerca de las cuevas, inconsciente, por un hombre que no quiso dar su nombre. Otros aseguraban que sus ropas eran demasiado extrañas, impropias incluso para una extranjera. Había quienes la miraban con recelo, como si escondiera un secreto o, peor aún, como si fuera portadora de algo prohibido.
Los paseos por los corredores se convirtieron en parte de su rutina. Al principio la acompañaban dos monjas, luego solo una, siempre en silencio. El frío de las piedras calaba en sus pies, y el aire impregnado de incienso le provocaba una sensación de encierro aún más fuerte que cuando estaba en cama.
Virginia no sabía qué era peor: quedarse allí, en esa cama que no era suya, rodeada de rezos y gemidos; o salir al mundo que la esperaba fuera de esas paredes, un mundo que intuía hostil, ajeno, imposible de comprender.
Por primera vez desde que había comenzado su viaje, sintió miedo de verdad. No el miedo pasajero de perder un tren o equivocarse de calle, sino un miedo profundo, existencial, que le atravesaba el pecho como un puñal: el miedo de no pertenecer a ninguna parte.