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Capítulo 8 – La oscuridad

Capítulo 8  – La oscuridad

Virginia despertó tarde aquella mañana, o al menos lo que para ella ya era tarde en comparación con la disciplina que había mantenido en los últimos días. Apenas había dormido unas pocas horas, interrumpidas por los recuerdos de la noche anterior que se repetían una y otra vez como escenas de una película íntima y secreta. Se encontraba feliz, cansada, con el cuerpo aún tibio de nostalgia y con una sonrisa que, lo sabía bien, nadie podría borrarle.

Se estiró lentamente en la cama, buscando con la mano el lado vacío que todavía conservaba el aroma de Arturo. La rosa de papel descansaba sobre la mesa de noche junto a la nota. La tocó con suavidad, como si fuera un objeto sagrado, y suspiró. No podía creer la velocidad con la que su vida había cambiado en tan solo un fin de semana.

Su rutina de viajera seguía marcando el ritmo: maleta lista, mochila acomodada, cámara con los últimos cartuchos de polaroid, cuaderno de viaje bajo el brazo. Bajó al comedor del hotel con el mismo ritual de siempre: un café fuerte, un croissant tibio y las páginas en blanco que se iban llenando de recuerdos y fotografías.

Pegó con esmero las últimas imágenes de Brighton: ella y Arturo riendo en la feria, las luces reflejadas en sus ojos durante el beso en la rueda de la fortuna, la silueta de ambos junto al muelle. Debajo escribió pequeñas anotaciones, frases breves que parecían más confesiones que descripciones. Cada foto era un tesoro, cada palabra un intento desesperado de retener lo efímero.

Por un momento pensó en cambiar de planes. La idea de no ir a Cheddar y quedarse en Londres esperando un nuevo encuentro con Arturo cruzó su mente como una tentación dulce y peligrosa. Pero la necesidad de completar la lista —esa lista que había sido brújula y motor desde el inicio de su viaje— resultó más fuerte. Era como si cumplir con cada punto fuera parte de una promesa íntima consigo misma.

Así que, tras el último sorbo de café, se levantó con decisión.

El camino a la estación de tren la envolvió en ese bullicio británico que ya le resultaba familiar: el sonido de las ruedas de las maletas sobre la acera, el aroma de pan recién horneado en las esquinas, el cielo grisáceo que se insinuaba detrás de las nubes. Compró su boleto, buscó el andén y se dejó llevar por la maquinaria puntual que siempre la sorprendía.

Ya en su asiento, junto a la ventana, encendió el celular. El dispositivo vibraba con insistencia: mensajes de su madre.

“¿Cómo vas, hija?”

“¿Dónde amaneciste hoy?”

“Te ves radiante en las fotos que mandaste.”

Virginia respondió con rapidez, enviando un par de imágenes del tren, sonriendo hacia la cámara, y omitiendo con naturalidad cualquier referencia a Arturo. Había algo en ella que prefería resguardar aquel secreto, como si revelarlo lo volviera frágil, susceptible a los juicios ajenos.

Y entonces, para su sorpresa, apareció otra notificación. Arturo.

“¿Me crees si te digo que ya te extraño? Lo que daría por estar contigo en vez de en esta oficina.”

La sonrisa le ocupó el rostro completo. No pudo evitar releerlo varias veces antes de contestar:

“También quiero volver a verte. Por eso voy a cambiar el final de mi viaje. En vez de ir a Dublín me quedaré en Londres contigo…”

La respuesta llegó con la misma rapidez que la anterior:

“O podríamos ir juntos a Dublín. Hoy me organizo y cuadramos en la noche.”

Virginia apoyó la frente contra el vidrio de la ventana. Afuera, el paisaje inglés desfilaba en tonos verdes y grises, pero dentro de ella todo brillaba con la fuerza de una certeza inesperada.

“Me parece perfecto”, escribió finalmente.

No pudo ocultar la alegría. Era como si ese mensaje confirmara que lo suyo no había sido solo un destello fugaz de un fin de semana. Había algo más, algo que ambos estaban dispuestos a explorar.

El viaje en tren transcurrió sereno, con el murmullo constante de conversaciones ajenas, el golpeteo metálico de las vías y el vaivén que invitaba a la ensoñación. Virginia cerró los ojos por momentos, soñando despierta con futuros posibles: caminatas por Dublín, desayunos compartidos, quizá más rosas improvisadas sobre mesas desconocidas.

Al llegar a destino, se dirigió al hotel sencillo que había reservado, para dejar sus bolsos y maletas. La habitación era modesta pero luminosa, con una ventana que daba a la plaza principal. Se acomodó con rapidez y salió a recorrer, cámara en mano, con la intención de capturar cada rincón en fotografías que luego serían recuerdos tangibles.

Cerca del mediodía tomó la decisión de visitar las famosas cuevas por su cuenta. No contrató guía. No quería horarios impuestos ni explicaciones repetidas, prefería perderse a su manera, escuchar el eco de sus pasos y sentir el misterio directamente. El día se mostraba soleado, una rareza en esas latitudes, y Virginia deseó que la suerte le regalara unas horas sin lluvia.

El camino hacia las cuevas la llenó de expectación. Había leído tanto sobre ellas, había visto imágenes en libros de viajes, pero nada se comparaba con estar allí, a punto de atravesar esa entrada que parecía un portal hacia otro tiempo.

La piedra húmeda, el aire fresco que emanaba desde el interior, el murmullo subterráneo que parecía anticipar secretos. Dio un paso, luego otro. La penumbra la envolvió como un abrazo frío.

Y entonces, de manera inesperada, un dolor de cabeza comenzó a martillarle las sienes. Primero leve, apenas una presión incómoda. Siguió avanzando, convencida de que se disiparía. Pero el dolor se intensificó, como una ola que golpea sin descanso.

Se llevó la mano a la frente, cerró los ojos un instante, intentando recuperar el equilibrio. El eco de su respiración se amplificaba en la oscuridad.

Un paso más.

Otro.

El dolor se volvió insoportable, como si la caverna misma la estuviera llamando desde dentro, exigiendo un precio por haber entrado sin permiso.

Y de pronto, todo se apagó.

Su mundo se derrumbó en un instante.

La luz desapareció.

El tiempo desapareció.

Oscuridad.

Oscuridad completa.

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