Virginia cerró la puerta del hotel tras despedirse de Arturo y quedó inmóvil en el pasillo, como si el eco de sus pasos aún siguiera vibrando dentro de ella. Habían pasado apenas cinco minutos desde que se despidieron en la entrada del hotel y, sin embargo, se sentía como si se hubiera abierto un abismo imposible de llenar. No quería que la noche terminara así. No después de un fin de semana que parecía sacado de un sueño. Un fin de semana espectacular.
La soledad de la habitación le cayó encima como una ola fría. Miró el celular que descansaba sobre la mesa y, sin pensarlo demasiado, dejó que sus dedos se movieran por la pantalla: “¿Ya te fuiste?”.
La respuesta llegó casi al instante, como si Arturo hubiera estado esperando esa pregunta desde antes de que ella se atreviera a enviarla: “No, aquí estoy, afuera de tu hotel.”
Su corazón dio un salto desordenado. La pregunta siguiente salió casi como un suspiro, un atrevimiento que no pasaba por su cabeza hace apenas unos minutos: “¿Quieres subir?”.
La confirmación no se hizo esperar: “Voy.”
De repente, todo cambió de color. El pulso le corría rápido por las venas, mezclando nervios y un entusiasmo infantil que la hacía sonreír sola en la penumbra de la habitación. Se miró al espejo: su reflejo mostraba un rostro iluminado por algo que no era solo alegría, era una certeza que apenas empezaba a comprender.
Cuando bajó las escaleras para encontrarlo, lo vio allí, apoyado contra la pared, con las manos en los bolsillos y esa media sonrisa que tanto la desarmaba. La escena parecía clandestina, como si fueran dos ladrones planeando un golpe secreto. Arturo levantó la vista y ella supo que ya no había nada que explicar.
Subieron las escaleras del hotel tomados de la mano, intentando disimular las risas nerviosas que escapaban entre susurros. El edificio no tenía ascensor, y cada escalón que subían aumentaba la tensión, el deseo y la complicidad de saberse protagonistas de una locura compartida.
Al llegar a la puerta de su habitación, Virginia la abrió con un gesto brusco, casi torpe. El silencio de aquel espacio se rompió con la fuerza de lo inevitable. Arturo la abrazó sin decir una palabra, como si las frases hubieran quedado atrás. Sus labios la encontraron despacio, primero suaves, como un tanteo, y luego más firmes, más urgentes, hasta que ambos se dejaron arrastrar por esa corriente.
El mundo desapareció. Ya no importaban las horas, ni las promesas de agendas planificadas, ni las razones de la prudencia. Solo existían ellos dos, en esa noche londinense que parecía suspendida en el tiempo.
Los besos fueron al principio tímidos, un juego de reconocimiento, pero pronto se convirtieron en un lenguaje sin traducción posible. Cada roce, cada caricia, cada risa ahogada era una confesión secreta. Los cuerpos se buscaban como si llevaran siglos esperando ese instante, como si en cada gesto hubiera un reconocimiento de algo antiguo, algo que escapaba a la lógica.
Virginia sintió que sus defensas se desmoronaban una a una. Ella, siempre tan racional, tan dueña de su vida, tan estructurada en horarios y listas de control, ahora se rendía a la improvisación más hermosa de todas: la de entregarse sin reservas. Arturo la sostenía con ternura, pero también con un fuego que la encendía desde adentro.
Las horas se hicieron eternas y fugaces al mismo tiempo. Conversaron entre susurros, rieron de cualquier cosa, y en medio de todo eso se amaron con una intensidad que borraba cualquier recuerdo anterior. No había prisa, no había temor, sólo la certeza de que esa noche quedaría grabada como un tatuaje invisible en la piel.
Cuando finalmente quedaron exhaustos, se abrazaron bajo la penumbra de la lámpara encendida. Arturo la miraba como si quisiera memorizar cada detalle de su rostro. Virginia, con el cabello desordenado y los ojos brillantes, se preguntaba cómo había sido posible llegar hasta allí, cómo un desconocido podía convertirse en tan poco tiempo en alguien tan necesario.
—Qué bueno que no me fui —susurró Arturo, con una sonrisa cargada de ternura.
Ella no contestó con palabras. Solo lo besó suavemente, como si ese gesto dijera todo lo que aún no se atrevía a pronunciar.
La noche siguió su curso, lenta y profunda. Y cuando el reloj marcaba las cinco de la mañana, Arturo se levantó con sigilo. No quería despertarla. Virginia dormía con una calma angelical, abrazada a la almohada, como si el universo entero hubiera encontrado un refugio en sus sueños.
Se quedó un instante de pie, mirándola. Había algo sagrado en ese silencio, en esa visión que no quería interrumpir. En su bolsillo encontró una servilleta de papel, y con torpeza empezó a doblarla, a transformarla en una pequeña rosa improvisada. Luego tomó un bolígrafo y escribió en una nota breve: “Hasta que nos volvamos a ver, piensa en mí. Yo voy a estar pensando en ti.”
Dejó la nota sobre la mesa de noche, junto a la rosa de papel. Una despedida sencilla, pero cargada de todo lo que no podía decir en ese momento.
Salió de la habitación con el mismo sigilo con el que había entrado, como un ladrón que roba instantes, pero esta vez lo que dejaba era mucho más valioso que lo que se llevaba.
Cuando Virginia despertó horas después, la claridad grisácea de Londres entraba por la ventana. El lado de la cama estaba vacío, pero en la mesa brillaba la rosa de papel y la nota manuscrita.
La tomó con manos temblorosas y leyó las palabras una y otra vez. Sonrió. El corazón le dio un vuelco, no de tristeza, sino de certeza. Arturo se había ido, pero la promesa de volver a encontrarse estaba ya escrita en el aire, en la tinta, en el recuerdo de una noche que no se borraría jamás.
Y mientras sostenía aquella rosa frágil entre los dedos, Virginia comprendió que estaba viviendo una locura maravillosa, la clase de historias que, aunque nadie crea, siempre merecen ser contadas.