"Seegen, una ex miembro del narco en México ha dedicado su vida a planear la venganza perfecta contra el asesino de su hija. La pérdida de su niña la ha transformado en una sombra implacable, y su único objetivo es ver al culpable pagar por sus crímenes. Sin embargo, para lograrlo, Seegen debe enfrentar un dilema inquietante: necesita la ayuda de su expareja, el líder actual de la mafia. Revivir momentos del pasado, enfrentar traiciones y desenterrar oscuros secretos son solo algunos de los obstáculos que enfrentará en su búsqueda de justicia. Dicen que la venganza envenena el alma, pero Seegen está dispuesta a cruzar límites insospechados para que el asesino de su hija pague el precio más alto. ¿Hasta dónde llegará una madre desesperada por vengar a su pequeña?"
Leer másMéxico, 1985
La radio sonaba bajito, una canción vieja que apenas llenaba los rincones de la casa. La abuela tejía como siempre, sus manos ágiles entre la lana, aunque hoy parecían moverse más lento. Afuera llovía fuerte, el agua golpeaba las ventanas con insistencia, como si quisiera meterse.
Mi hermano jugaba en el suelo, ajeno a todo, su risa chocaba contra las paredes apagadas. La casa estaba fría, no por el clima, sino por algo que ya venía arrastrándose desde hace tiempo.
Entonces, la puerta se abrió de golpe.
El ruido cortó la habitación en dos. Mi hermano pequeño se quedó quieto,. La abuela dejó las agujas en su regazo. Nadie se movió.
Él entró.
Las botas mojadas mancharon el suelo, dejando un rastro de agua sucia. Su ropa estaba empapada, pero no parecía importarle. Se dejó caer en la silla, hundiéndose, pero sus ojos estaban clavados en un punto invisible.
La abuela lo miró, con la espalda recta, pero los hombros tensos.
—¿Dónde estabas? —preguntó, tranquila, pero con algo quebrado en la voz—. Tienes hijos que te esperan.
Él levantó la cabeza, sus facciones duras, los ojos apagados.
—¿Crees que lo he olvidado? —dijo, sin emoción—. Tengo que verles la cara todos los días.
Mi hermano avanzó, seguro y despacio, con los brazos abiertos. No entendía el peso en el aire, solo quería el abrazo de su padre.
Pero no lo recibió.
—¡Quítenme a este niño de aquí! —grito el hombre, con el tono de quien está a punto de estallar.
La abuela reaccionó rápido, jalándolo contra su pecho. El niño empezó a llorar, un llanto de esos que no tienen consuelo.
Afuera, la lluvia siguió golpeando, como si quisiera llevarse todo. Pero el agua no podía borrar lo que estaba clavado en la piel.
—¿Es que no tienes un poco de consideración por tus hijos? —La voz de la abuela se quebró, pero su mirada seguía firme—. ¡Mira nada más cómo vienes! Estás tomado... tus hijos necesitan comer y tú prefieres gastar el dinero en esa porquería.
Él ni siquiera titubeó.
—¡Estoy harto de ti y de esos estúpidos niños!
El primer golpe cayó como un trueno.
La abuela apenas tuvo tiempo de reaccionar antes de que otro le hiciera tambalear. La sangre empezó a mancharle el rostro, salpicando las paredes con un rojo espeso. Sus gritos rebotaron por toda la casa, perforando cada rincón, cada mueble, cada respiro.
Mi hermano comenzó a gritar también. Su voz infantil, quebrada por el miedo, me sacó del trance. Me levanté del suelo tan rápido que sentí mareo, corrí por el pasillo, abrí los cajones del monstruo sin pensarlo. Mis dedos encontraron el arma.
La saqué.
Cuando regresé, él seguía ahí, jadeando del esfuerzo de golpearla, la bestia dentro de él aún vibrando de furia.
Le apunté.
Su cara cambió.
—¿Qué estás haciendo, niña? —Su voz sonaba incrédula, casi divertida—. ¿Vas a dispararme? Ni siquiera sabes usar eso.
Dio un paso.
—¡No te muevas! —grité. La pistola temblaba en mis manos, la respiración me dolía—. ¡Estoy harta, cansada de ti!
Las lágrimas resbalaron sin permiso por mi cara.
—Me quiero ir con mi mamá.
Él relajó los hombros. Sonrió.
—Corazón... —dijo con burla—. Sabes bien que eso no pasará. Dame el arma. No hagas estupideces.
Miré a la abuela.
Sus ojos estaban abiertos, pero ya no había vida en ellos.
Un vacío se abrió en mi pecho, algo que no tenía nombre, que no tenía fin.
Él dio otro paso.
Jalé el gatillo.
Una vez.
Dos.
Tres.
El retroceso me hizo tropezar. Cerré los ojos. El olor a pólvora me invadió. Los sollozos de mi hermano rompieron el aire.
Cuando los abrí, el monstruo estaba en el suelo, sangrando, con varios disparos repartidos en el pecho.
Corrí hacia mi hermano.
Tomé sus manos. Me agaché.
—No te preocupes —susurré—. Te juro que estaremos bien. Te sacaré de aquí.
DOS MESES DESPUES
El suelo siempre está frío. No importa cuántas cobijas rotas encontremos ni cuántas veces nos acurruquemos juntos. Nunca se calienta.
Mi hermano tiembla contra mí. Su cuerpecito delgado, huesudo por la desnutrición, apenas logra retener calor.
Sus labios están morados. No puedo evitar llorar.
—¿Hermana? —susurra—. No siento mis manos... y tengo mucha hambre.
Acaricio su cabello, lo beso con cuidado.
—Cierra los ojos. Imagínate que estamos en una cama grande y suave, como la que vimos por la ventana. ¿Recuerdas?
Las luces de los autos iluminan la calle por momentos. Sombras largas cruzan de un lado a otro. Voces pasan junto a nosotros sin detenerse. Estamos aquí, pero es como si no existiéramos.
A veces, los buenos días existen. Son los días en que encontramos comida en la basura que no sabe tan mal, o cuando alguien nos da una moneda sin mirarnos mucho. Mi hermano sonríe con la boca sucia y por un instante quiero creer que todo está bien.
Pero cuando cae la noche, los miedos vuelven.
Los monstruos no son los de los cuentos. Son los de la vida real. Son los ojos que nos miran demasiado tiempo. Los gritos que resuenan en la oscuridad. Las manos que se acercan demasiado.
Y entonces, solo quiero que amanezca otra vez.
Cuando abro los ojos, veo que mi hermano está peor. Su tos es seca y su cuerpo está helado.
Me inclino sobre él.
—Escúchame —lo acuesto sobre la cobija fría—. Necesito que te quedes aquí. Prométeme que no te moverás. ¿Lo prometes?
Él apenas abre los ojos. Agarra mi camisa con fuerza.
—¿Volverás? ¿No me vas a dejar?
Le acaricio el cabello, beso su frente.
—Nunca voy a abandonarte. Solo espera aquí.
Me levanto y salgo a la calle.
Camino por las avenidas, buscando algo, lo que sea. Hasta que veo un pequeño local de comida rápida. Me acerco despacio, con respeto.
La dueña me ve con asco.
Me quedo a la distancia, pero igual le grito:
—No quiero molestarla, pero... ¿tiene algo de comida que le sobre? Por favor, mi hermano y yo tenemos hambre.
La mujer deja lo que está haciendo. Me mira con enojo.
—¡Lárgate de aquí antes de que asustes a mis clientes!
Intento acercarme un poco más.
—Señora, por favor, mi hermano está enfermo. Solo le pido algo caliente. Puedo ayudarle a limpiar su local.
Su expresión cambia. Se endurece. Me toma del brazo con desprecio.
—¡Te dije que te largues! ¿No entiendes?!
No tuve otra opción mas que salir corriendo.
Llegué a la casa abandonada con las piernas temblando y el pecho apretado. La frustración me quemaba la garganta. No había encontrado nada. Ni un poco de comida, ni una sola persona con compasión. Solo rechazo, desprecio.
Cuando me acosté junto a mi hermano, su cuerpecito apenas se movía.
Algo estaba mal.
El silencio era demasiado pesado.
Mi corazón se rompió en mil pedazos.
No estaba respirando.
Un frío aterrador me recorrió la espalda. Me incorporé de golpe, la desesperación me ahogaba. Lo sacudí, con fuerza, con miedo.
—¡Despierta, por favor! —grité—. No debí irme... Perdóname... No quise dejarte solo.
Sus ojitos miraban al techo, vacíos, inmóviles.
Ya no había brillo en ellos.
Su piel estaba helada.
—Por favor, no me hagas esto —susurré, con el alma destrozada—. Perdóname por no cuidarte bien, no sé qué hacer... pero no me dejes sola. ¡No me dejes sola!
Las lágrimas caían sin control.
Lo abracé con fuerza, intentando darle calor, pero el frío ya lo había reclamado.
Besé sus mejillas, tomé sus pequeñas manos.
Nada.
Lo mecí suavemente, como si fuera un bebé, como si así pudiera traerlo de vuelta.
Pero el mundo no funciona así.
Me quedé junto a él, temblando, llorando hasta que mi cuerpo no pudo más.
Y así, con el dolor atravesándome el pecho, cerré los ojos y me quedé dormida a su lado.
Fue el viaje más largo de mi vida ,me sentía como en un sueño ,no sabía ya lo que era real y lo que no .Me sentía devastada,enojada,triste y sobre todo llena de rabia ante esta situación.Llegamos a la casa de mi hermano ,aquel lugar donde pase los mejores y peores años de mi vida.MEXICO 1985Me tomó fuertemente del brazo y me llevó arrastrando a su oficina,donde después de empujarme violentamente cerro la puerta.—¡¿Pero que demonios es lo que te pasa Seegen?.¿Que has hecho?Dímelo!—Sus gritos resonaban por todo el cuarto.—Te suplico por favor Aleph que no te molestes ,hice lo que tenía que hacer para que el hablara—¿Acaso lo asesinaste?—Retrocedió y su cara cambió de inmediato,parecía estar muy molesto—¡Lo mataste!Mi silencio hablo por mi ,supo la verdad y no pudo evitar golpearme en el rostro.—¡Ahora gracias a ti jamás sabré que demonios paso ,y mucho menos de quién debo cuidarme !—Fue CarimSe quedó en silencio mirándome con duda y empezó a dar pasos acelerados alrededor de m
ACTUALLDAD —Por favor tome asiento señorita Seegen—Se acercó a mi y me mostró la silla ,haciéndome una señal para que me sentará —Sera una noche largaTome asiento ,Kiran se mostraba nervioso y yo estaba en total silencio.—Estamos al tanto de lo que ha ocurrido con su hija ,antes que nada le doy mi más sentido pésamePrendió un cigarrillo y le dió una fumada .—¿Puede darme uno ?Me miró y llamó al chico joven que había ido por mi.—Dale un cigarrillo a la señorita,por favorEl joven se acercó y me entregó uno ,pude notar que su mano temblaba cual si fuera gelatina,le sonreí y no deje de mirarlo.—No voy a hacerte nada ,calma esos nervios que tienesEl chico se quedó quieto ante mis palabras.—No estoy nervioso señorita—¿Entonces?Agachó la cabeza y se retiró del cuarto .—El chico ha escuchado muchas historias suyas—¿De que tipo?—Le di una fumada a mi cigarro —Déjame adivinar,le dijiste las más perversas y crueles—No te he citado aquí está noche para hablar de tu historial crim
ACTUALLDAD En medio de la tormenta, el sonido de pasos apresurados llegó a mis oídos. Antes de poder reaccionar, unas manos firmes me levantaron del suelo con cuidado. Mi visión era borrosa, apenas lograba distinguir formas y sombras. —Seegen, ¿me escuchas? Por favor, necesito que reacciones. Su rostro era difuso, pero su voz, cargada de urgencia, me mantenía consciente. Movió mi cuerpo de un lado a otro, intentando sacarme del trance. Entonces, de golpe, el recuerdo de lo sucedido invadió mi mente con brutal claridad. —¡Mi niña está en peligro! ¡Tengo que ir con ella! —Intenté apartar sus manos, desesperada—. ¡Déjame ir, por favor! —¡Seegen, por favor, cálmate! —Su mirada reflejaba angustia—. Explícame qué está pasando. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué ocurrió? La puerta del hospital se abrió de golpe y, sin previo aviso, un médico se acercó con una jeringa en la mano. Miró a Kiran y, sin dirigirme siquiera una palabra, me inyectó un líquido que comenzó a recorrerme el cuerpo con
ACTUALIDADEl suelo parecía desvanecerse bajo mis pies. La realidad se tornó borrosa, difusa, como si en un solo instante el mundo hubiera cambiado su curso. Miré el piso sin verlo realmente, incapaz de procesar las palabras que aquel hombre acababa de pronunciar. Miedo. Ira. Una angustia paralizante. Todo se mezclaba en mi pecho, estrujándome el alma con una fuerza que me dejó sin aire. Mis piernas cedieron y me desplomé sobre el frío suelo del hospital. El eco de mi propio corazón retumbaba en mis oídos. Mi respiración, entrecortada y errática, se volvió un enemigo silencioso, como si el aire me abandonara, dejándome atrapada en un abismo sin salida. —Disculpe, señora... ¿Puede levantarse? —La voz ajena resonó como un murmullo lejano, ahogado por el caos en mi mente—. ¿Me escucha? Intenté moverme, responder, pero mi cuerpo no obedecía. El esfuerzo me parecía monumental, como si la gravedad se hubiera duplicado de repente. Con un impulso tembloroso, conseguí incorporarme. Con
México, 1985La radio sonaba bajito, una canción vieja que apenas llenaba los rincones de la casa. La abuela tejía como siempre, sus manos ágiles entre la lana, aunque hoy parecían moverse más lento. Afuera llovía fuerte, el agua golpeaba las ventanas con insistencia, como si quisiera meterse. Mi hermano jugaba en el suelo, ajeno a todo, su risa chocaba contra las paredes apagadas. La casa estaba fría, no por el clima, sino por algo que ya venía arrastrándose desde hace tiempo. Entonces, la puerta se abrió de golpe. El ruido cortó la habitación en dos. Mi hermano pequeño se quedó quieto,. La abuela dejó las agujas en su regazo. Nadie se movió. Él entró. Las botas mojadas mancharon el suelo, dejando un rastro de agua sucia. Su ropa estaba empapada, pero no parecía importarle. Se dejó caer en la silla, hundiéndose, pero sus ojos estaban clavados en un punto invisible. La abuela lo miró, con la espalda recta, pero los hombros tensos. —¿Dónde estabas? —preguntó, tranquila, p
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