Cuando su padre es asesinado a sangre fría en una iglesia, Elías Montoya hereda no solo la corona del Cártel de San Andrés, sino también una deuda maldita: casarse con la hija del enemigo, la hija del hombre que orquestó la masacre. Camila Rivas es psicóloga forense, hija del jefe del Cártel Rivas. Estudió para entender a los monstruos y jamás pensó que terminaría durmiendo con uno. Odia las armas, las reglas patriarcales y a su padre. Pero hay un abismo aún más oscuro que el odio: el deseo. El matrimonio arreglado es solo el inicio. Porque el amor no es redención. El amor es otra forma de condena.
Leer másELIAS
El ataúd de mi tío descansaba sobre mármol italiano. Ironías de la vida: un hombre que vivió entre tierra y sangre, ahora rodeado de flores blancas y santos de yeso. La Catedral de San Andrés, con sus vitrales que filtraban luz en tonos azules y dorados, parecía demasiado pura para contener tanta maldad bajo un mismo techo.
Mi padre, Augusto Montoya, permanecía de pie junto al féretro. Su traje negro impecable contrastaba con las canas que habían invadido su cabello en los últimos años. A sus cincuenta y ocho, seguía siendo el hombre más temido de cinco estados. El Diablo de San Andrés, le llamaban. Y yo, su único hijo, su heredero.
—Elías —murmuró sin mirarme—. Quiero que observes bien este momento.
Me acerqué, sintiendo el peso de las miradas de todos los presentes. Narcos, políticos, empresarios. La élite del infierno reunida para despedir a uno de los suyos.
—¿Qué debo observar exactamente? —pregunté.
—La fragilidad —respondió, pasando su mano por la madera pulida del ataúd—. Tu tío era mi mano derecha. Creía que era intocable. Y mírale ahora.
El sacerdote comenzó la ceremonia. Ese mismo cura que bendecía nuestro dinero manchado de sangre ahora hablaba de paz eterna. Hipocresía santificada.
Recorrí con la mirada el templo. Guardaespaldas apostados en cada columna. Mujeres con vestidos negros de diseñador secándose lágrimas que no sentían. Y en la última fila, rostros que no reconocía. Uno en particular captó mi atención: un hombre de unos sesenta años, cabello entrecano, que no apartaba la mirada de mi padre.
—¿Quién es? —susurré a Santiago, mi primo y jefe de seguridad.
—Nadie que deba preocuparte —respondió, tenso.
Pero algo en su postura me inquietó. Santiago nunca mentía bien.
La ceremonia avanzaba cuando mi padre se acercó al púlpito. El silencio se hizo absoluto. Augusto Montoya no hablaba en público a menos que fuera para sentenciar.
—Mi hermano —comenzó con voz grave— era un hombre de códigos. En este negocio, los códigos son lo único que nos separa de los animales.
Vi cómo el hombre de la última fila se levantaba discretamente. Algo en mi interior se encendió como alarma.
—Quien traiciona el código —continuó mi padre—, quien rompe la palabra dada, merece...
El primer disparo resonó como un trueno dentro de la catedral. Vi a mi padre tambalearse, la mancha roja expandiéndose en su camisa blanca bajo el saco. El segundo disparo le alcanzó en el pecho. El tercero, en la garganta.
Todo ocurrió en cámara lenta. Los gritos. Santiago empujándome al suelo. El caos. Más disparos. Cuerpos cayendo.
—¡Padre! —grité, arrastrándome hacia él entre el polvo y los casquillos.
Cuando llegué a su lado, sus ojos ya miraban al vacío. La sangre formaba un charco que se extendía por el mármol blanco, mezclándose con el agua bendita derramada en la confusión.
—¡Sáquenlo de aquí! —ordenó Santiago, mientras sus hombres formaban un escudo humano a mi alrededor.
—¡No! ¡Suéltenme! —forcejeé, pero tres hombres me arrastraron hacia la salida trasera.
Lo último que vi fue el cuerpo de mi padre junto al ataúd de mi tío. El Diablo de San Andrés había caído en su propio infierno.
La hacienda familiar se convirtió en fortaleza. Vehículos blindados, hombres armados en cada esquina, francotiradores en los tejados. La noticia corrió como pólvora: Augusto Montoya había sido ejecutado en plena misa. Una declaración de guerra.
Me encerré en su despacho, ese lugar donde nunca me había permitido entrar sin su permiso. Ahora era mío. Todo era mío. El imperio, los enemigos, la sentencia de muerte.
Bebí directamente de su botella de whisky mientras contemplaba los retratos en la pared. Mi abuelo, fundador del cártel. Mi padre, quien lo expandió. Y un espacio vacío, destinado a mí.
—Treinta y dos años —murmuré—. Treinta y dos putos años y nunca me preparaste para esto.
La puerta se abrió. Santiago entró con el rostro marcado por la tensión.
—Los jefes de plaza quieren verte —anunció—. Necesitan saber quién manda ahora.
—¿Y quién manda, Santiago? —pregunté con amarga ironía—. ¿El arquitecto que diseña casas en Monterrey? ¿El hijo que su padre mantuvo alejado del negocio?
—Tú mandas —respondió sin titubear—. Eres un Montoya.
Reí, un sonido hueco que rebotó en las paredes.
—¿Sabemos quién dio la orden?
Santiago asintió lentamente.
—Rivas. Tenemos confirmación.
El nombre cayó como plomo en mi estómago. Gerardo Rivas, el único hombre que mi padre consideraba un igual. Su rival eterno.
—Quiero su cabeza —sentencié.
—Hay algo más —Santiago extrajo un sobre de su chaqueta—. El notario entregó esto. El testamento de tu padre.
Tomé el sobre con manos temblorosas. El sello de cera negra con la M de nuestra familia permanecía intacto. Lo rompí y extraje un único documento.
Mientras leía, sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Las palabras bailaban frente a mis ojos como demonios burlones.
—Esto tiene que ser una broma —murmuré.
—¿Qué dice? —preguntó Santiago.
Dejé caer el papel sobre el escritorio y me serví otro trago.
—Para heredar el cártel y todos sus bienes —recité con voz ronca—, debo casarme con Camila Rivas. La hija de Gerardo Rivas. La hija del hombre que acaba de matar a mi padre.
El silencio que siguió fue más pesado que todos los muertos que cargábamos a nuestras espaldas.
El whisky quemaba en mi garganta, pero no tanto como la imagen que se repetía en mi cabeza. Camila y Julián. Sus manos tocándola. Su boca demasiado cerca de su oído. La sonrisa de ella.Arrojé el vaso contra la pared de mi despacho. Los cristales estallaron como mis pensamientos. Fragmentados. Filosos. Letales.Había pasado una semana desde que los vi juntos en aquel café del centro. Una semana en la que me había convertido en una sombra silenciosa, observándola, siguiéndola, esperando que cometiera un error que confirmara lo que ya sospechaba: traición.—¿Señor? —Rodrigo asomó la cabeza por la puerta entreabierta, su mirada evaluando los cristales rotos—. ¿Necesita algo?—Que te largues —respondí, sirviéndome otro trago.Cuando la puerta se cerró, me acerqué a la ventana. La mansión estaba inusualmente silenciosa. Camila había salido temprano, como todos los días de esa semana. "Trabajo", decía ella. Pero yo sabía que mentía. Las fotos que me había entregado mi informante no dejaban
La luz mortecina del atardecer se filtraba por las persianas, dibujando líneas doradas sobre los documentos que había dispuesto meticulosamente sobre la mesa. Cada papel, cada fotografía, cada transcripción era una pieza del rompecabezas que destruiría a Elías Montoya. Y yo, Julián Rivas, sería quien recogería los pedazos.Revisé mi reloj. Camila llegaría en cualquier momento. La había citado en este departamento franco en las afueras de la ciudad, un lugar que ni siquiera mi padre conocía. Un santuario para mis planes más oscuros.El timbre sonó puntual. Mi hermana siempre había sido disciplinada, incluso cuando caminaba hacia su propia perdición.—Pasa —dije al abrir la puerta, observando cómo sus ojos escrutaban el lugar con desconfianza profesional. La psicóloga forense nunca descansaba, ni siquiera cuando se trataba de su propio hermano.—¿Por qué tanto misterio, Julián? —preguntó mientras avanzaba con cautela, como un animal que presiente la trampa—. Tu mensaje sonaba urgente.—
El mensaje llegó cuando estaba en el baño. Un simple pitido que cambiaría todo.Envolví mi cuerpo mojado en una toalla y tomé el teléfono. Era un número desconocido, pero el contenido me heló la sangre:"Tengo a Daniela. Si quieres volver a verla con vida, ven sola al muelle abandonado de Puerto Viejo a las 11 PM. Sin Elías, sin guardias, sin armas. Un solo movimiento en falso y tu amiga pagará por tu estupidez. No es negociable. —Julián"Adjunta venía una foto. Daniela, mi mejor amiga desde la universidad, amordazada, con el rostro hinchado y un periódico del día en sus manos temblorosas. Sus ojos, esos ojos que siempre brillaban con optimismo, ahora solo reflejaban terror puro.Me desplomé sobre el borde de la bañera. El agua aún goteaba de mi cabello, mezclándose con las primeras lágrimas que comenzaron a caer. Daniela no tenía nada que ver con este mundo. Era pediatra, por Dios. Dedicaba su vida a salvar niños mientras yo me hundía en un pantano de sangre y mentiras.—¿Camila? —La
El sobre pesaba como plomo entre mis manos. Había pasado la noche entera mirándolo, incapaz de abrirlo, aunque ya sabía lo que contenía. Las fotografías que Julián me había mostrado eran solo la punta del iceberg. Esto era el expediente completo: la verdad sobre Elías Montoya.La verdad sobre el hombre con quien compartía mi cama.El amanecer se filtraba por las cortinas cuando finalmente rompí el sello. Mis dedos temblaban mientras extraía los documentos. Informes forenses, declaraciones de testigos protegidos, fotografías de escenas del crimen. Todo apuntaba a lo mismo: Elías había orquestado el asesinato de su propio padre.No fue mi padre. No fue el Cártel Rivas.Fue él.La masacre en la iglesia, la sangre derramada sobre el altar, los cuerpos de los guardaespaldas... todo había sido planeado meticulosamente por Elías para tomar el control del Cártel de San Andrés. Y luego había usado esa tragedia para forzar una alianza con mi padre, para forzar nuestro matrimonio.Para forzarme
El silencio entre nosotros era como un cristal a punto de romperse. Camila sostenía mi teléfono en sus manos, la pantalla iluminando su rostro con un resplandor azulado que acentuaba la dureza de su mirada. Las fotografías seguían ahí, expuestas como heridas abiertas: ella saliendo de la universidad, comprando café, trabajando en la biblioteca. Momentos robados de una vida que creía privada.—¿Desde cuándo? —su voz era apenas un susurro, pero cortaba como navaja.Me pasé la mano por el rostro. El cansancio me pesaba como plomo en los huesos. Había imaginado mil veces esta conversación, pero nunca así, nunca con ella mirándome como si fuera un monstruo.—Tres años —confesé finalmente.Camila cerró los ojos un instante, como si mis palabras la hubieran golpeado físicamente.—¿Tres años espiándome? ¿Fotografiándome sin mi consentimiento? ¿Siguiéndome como... como un depredador?—No era así —me acerqué, pero ella retrocedió instintivamente—. Era para protegerte.Una risa amarga escapó de
El silencio de la mansión me asfixiaba. Tres días encerrada y las paredes comenzaban a hablarme. Tres malditos días desde que Elías había decidido que, para "protegerme", debía convertirme en prisionera de mi propia casa.Nuestra casa. La jaula dorada que compartíamos.Me detuve frente al ventanal blindado de la biblioteca. Afuera, cuatro hombres armados patrullaban el perímetro. Otros dos custodiaban mi puerta. Uno más vigilaba las cámaras. Todos con órdenes estrictas: la señora Montoya no sale bajo ninguna circunstancia.Apreté los puños hasta que mis nudillos se volvieron blancos. La psicóloga en mí entendía el miedo de Elías tras el intento de secuestro. La mujer en mí quería destrozar cada maldito objeto de esta casa.—¿Necesita algo, señora? —preguntó Javier, el guardia apostado en mi puerta.—Mi libertad —respondí con una sonrisa tensa—. ¿Está en tu inventario de cosas que puedes ofrecerme?El hombre desvió la mirada, incómodo. Todos sabían que estaba furiosa. Todos sabían que
Último capítulo