OBLIGADOS POR EL DESEO

OBLIGADOS POR EL DESEOES

Romance
Última actualización: 2025-08-05
D.M  Recién actualizado
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Resumen
Índice

Cuando su padre es asesinado a sangre fría en una iglesia, Elías Montoya hereda no solo la corona del Cártel de San Andrés, sino también una deuda maldita: casarse con la hija del enemigo, la hija del hombre que orquestó la masacre. Camila Rivas es psicóloga forense, hija del jefe del Cártel Rivas. Estudió para entender a los monstruos y jamás pensó que terminaría durmiendo con uno. Odia las armas, las reglas patriarcales y a su padre. Pero hay un abismo aún más oscuro que el odio: el deseo. El matrimonio arreglado es solo el inicio. Porque el amor no es redención. El amor es otra forma de condena.

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Capítulo 1

1

ELIAS

El ataúd de mi tío descansaba sobre mármol italiano. Ironías de la vida: un hombre que vivió entre tierra y sangre, ahora rodeado de flores blancas y santos de yeso. La Catedral de San Andrés, con sus vitrales que filtraban luz en tonos azules y dorados, parecía demasiado pura para contener tanta maldad bajo un mismo techo.

Mi padre, Augusto Montoya, permanecía de pie junto al féretro. Su traje negro impecable contrastaba con las canas que habían invadido su cabello en los últimos años. A sus cincuenta y ocho, seguía siendo el hombre más temido de cinco estados. El Diablo de San Andrés, le llamaban. Y yo, su único hijo, su heredero.

—Elías —murmuró sin mirarme—. Quiero que observes bien este momento.

Me acerqué, sintiendo el peso de las miradas de todos los presentes. Narcos, políticos, empresarios. La élite del infierno reunida para despedir a uno de los suyos.

—¿Qué debo observar exactamente? —pregunté.

—La fragilidad —respondió, pasando su mano por la madera pulida del ataúd—. Tu tío era mi mano derecha. Creía que era intocable. Y mírale ahora.

El sacerdote comenzó la ceremonia. Ese mismo cura que bendecía nuestro dinero manchado de sangre ahora hablaba de paz eterna. Hipocresía santificada.

Recorrí con la mirada el templo. Guardaespaldas apostados en cada columna. Mujeres con vestidos negros de diseñador secándose lágrimas que no sentían. Y en la última fila, rostros que no reconocía. Uno en particular captó mi atención: un hombre de unos sesenta años, cabello entrecano, que no apartaba la mirada de mi padre.

—¿Quién es? —susurré a Santiago, mi primo y jefe de seguridad.

—Nadie que deba preocuparte —respondió, tenso.

Pero algo en su postura me inquietó. Santiago nunca mentía bien.

La ceremonia avanzaba cuando mi padre se acercó al púlpito. El silencio se hizo absoluto. Augusto Montoya no hablaba en público a menos que fuera para sentenciar.

—Mi hermano —comenzó con voz grave— era un hombre de códigos. En este negocio, los códigos son lo único que nos separa de los animales.

Vi cómo el hombre de la última fila se levantaba discretamente. Algo en mi interior se encendió como alarma.

—Quien traiciona el código —continuó mi padre—, quien rompe la palabra dada, merece...

El primer disparo resonó como un trueno dentro de la catedral. Vi a mi padre tambalearse, la mancha roja expandiéndose en su camisa blanca bajo el saco. El segundo disparo le alcanzó en el pecho. El tercero, en la garganta.

Todo ocurrió en cámara lenta. Los gritos. Santiago empujándome al suelo. El caos. Más disparos. Cuerpos cayendo.

—¡Padre! —grité, arrastrándome hacia él entre el polvo y los casquillos.

Cuando llegué a su lado, sus ojos ya miraban al vacío. La sangre formaba un charco que se extendía por el mármol blanco, mezclándose con el agua bendita derramada en la confusión.

—¡Sáquenlo de aquí! —ordenó Santiago, mientras sus hombres formaban un escudo humano a mi alrededor.

—¡No! ¡Suéltenme! —forcejeé, pero tres hombres me arrastraron hacia la salida trasera.

Lo último que vi fue el cuerpo de mi padre junto al ataúd de mi tío. El Diablo de San Andrés había caído en su propio infierno.

La hacienda familiar se convirtió en fortaleza. Vehículos blindados, hombres armados en cada esquina, francotiradores en los tejados. La noticia corrió como pólvora: Augusto Montoya había sido ejecutado en plena misa. Una declaración de guerra.

Me encerré en su despacho, ese lugar donde nunca me había permitido entrar sin su permiso. Ahora era mío. Todo era mío. El imperio, los enemigos, la sentencia de muerte.

Bebí directamente de su botella de whisky mientras contemplaba los retratos en la pared. Mi abuelo, fundador del cártel. Mi padre, quien lo expandió. Y un espacio vacío, destinado a mí.

—Treinta y dos años —murmuré—. Treinta y dos putos años y nunca me preparaste para esto.

La puerta se abrió. Santiago entró con el rostro marcado por la tensión.

—Los jefes de plaza quieren verte —anunció—. Necesitan saber quién manda ahora.

—¿Y quién manda, Santiago? —pregunté con amarga ironía—. ¿El arquitecto que diseña casas en Monterrey? ¿El hijo que su padre mantuvo alejado del negocio?

—Tú mandas —respondió sin titubear—. Eres un Montoya.

Reí, un sonido hueco que rebotó en las paredes.

—¿Sabemos quién dio la orden?

Santiago asintió lentamente.

—Rivas. Tenemos confirmación.

El nombre cayó como plomo en mi estómago. Gerardo Rivas, el único hombre que mi padre consideraba un igual. Su rival eterno.

—Quiero su cabeza —sentencié.

—Hay algo más —Santiago extrajo un sobre de su chaqueta—. El notario entregó esto. El testamento de tu padre.

Tomé el sobre con manos temblorosas. El sello de cera negra con la M de nuestra familia permanecía intacto. Lo rompí y extraje un único documento.

Mientras leía, sentí que el suelo se abría bajo mis pies. Las palabras bailaban frente a mis ojos como demonios burlones.

—Esto tiene que ser una broma —murmuré.

—¿Qué dice? —preguntó Santiago.

Dejé caer el papel sobre el escritorio y me serví otro trago.

—Para heredar el cártel y todos sus bienes —recité con voz ronca—, debo casarme con Camila Rivas. La hija de Gerardo Rivas. La hija del hombre que acaba de matar a mi padre.

El silencio que siguió fue más pesado que todos los muertos que cargábamos a nuestras espaldas.

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