ELIASEl ataúd de mi tío descansaba sobre mármol italiano. Ironías de la vida: un hombre que vivió entre tierra y sangre, ahora rodeado de flores blancas y santos de yeso. La Catedral de San Andrés, con sus vitrales que filtraban luz en tonos azules y dorados, parecía demasiado pura para contener tanta maldad bajo un mismo techo.Mi padre, Augusto Montoya, permanecía de pie junto al féretro. Su traje negro impecable contrastaba con las canas que habían invadido su cabello en los últimos años. A sus cincuenta y ocho, seguía siendo el hombre más temido de cinco estados. El Diablo de San Andrés, le llamaban. Y yo, su único hijo, su heredero.—Elías —murmuró sin mirarme—. Quiero que observes bien este momento.Me acerqué, sintiendo el peso de las miradas de todos los presentes. Narcos, políticos, empresarios. La élite del infierno reunida para despedir a uno de los suyos.—¿Qué debo observar exactamente? —pregunté.—La fragilidad —respondió, pasando su mano por la madera pulida del ataúd—
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