4

CAMILA

El sol se filtraba por las ventanas polarizadas de la camioneta blindada. Mis manos temblaban sobre mi regazo mientras observaba cómo mi vida anterior se desvanecía en el retrovisor. Tres maletas. Eso era todo lo que me habían permitido llevar. Tres maletas para empacar treinta años de existencia.

—Cinco minutos para llegar, señorita Rivas —anunció el conductor, un hombre de rostro impasible y cicatriz en la ceja.

Señorita Rivas. Pronto sería señora Montoya. El pensamiento me provocó náuseas.

La mansión Montoya emergió tras una curva como una fortaleza de otro siglo. Muros altos coronados con alambre de púas discretamente camuflado entre enredaderas. Torres de vigilancia disfrazadas de miradores arquitectónicos. Belleza y brutalidad en perfecta simbiosis.

Cuando el vehículo se detuvo, no esperé a que me abrieran la puerta. Necesitaba aire. Necesitaba espacio. Necesitaba algo que no fuera esta sensación de asfixia.

—Bienvenida a tu nuevo hogar.

La voz de Elías me sobresaltó. Estaba de pie en la entrada, vistiendo un traje azul marino impecable. Parecía el dueño de un imperio financiero, no un narcotraficante con sangre en las manos.

—Esto no es un hogar —respondí—. Es una prisión con mejor decoración.

Una sonrisa tensa cruzó su rostro mientras se acercaba. Tomó mi mano sin permiso y la besó con una delicadeza que me desconcertó.

—Puedes verlo como quieras, Camila. Pero aquí estarás a salvo.

—¿A salvo de quién? ¿De ti?

Sus ojos se oscurecieron. —De todos. Incluido tu padre.

Un hombre de complexión robusta se acercó y tomó mis maletas. Elías me guio al interior de la mansión, su mano en mi espalda baja, un toque ligero pero inequívocamente posesivo.

El interior era un estudio en contrastes: arte contemporáneo junto a antigüedades coloniales, tecnología de punta camuflada en una estética tradicional. Hombres armados patrullaban discretamente, fingiendo ser personal doméstico.

—Tu habitación está en el ala este —explicó Elías mientras subíamos una escalera de mármol—. La mía está en el ala oeste. Por ahora.

El "por ahora" quedó flotando entre nosotros como una amenaza velada.

—¿Cuándo podré volver a mi trabajo? —pregunté, intentando mantener la compostura.

Elías se detuvo y me miró como si hubiera dicho algo absurdo.

—No volverás a ese trabajo. Es demasiado peligroso.

—¿Peligroso? Soy psicóloga forense. Analizo perfiles criminales, no los cazo.

—Precisamente. Conoces demasiado sobre cómo piensan hombres como yo. —Su sonrisa no alcanzó sus ojos—. Además, la futura señora Montoya no trabaja para la policía.

La rabia me inundó como una marea tóxica. —No puedes mantenerme encerrada aquí.

—Puedo y lo haré. Por tu seguridad.

Mi habitación era ridículamente lujosa: una cama king size con dosel, muebles antiguos restaurados, un baño de mármol con bañera y ducha separadas. Una jaula dorada seguía siendo una jaula.

—Te dejaré instalarte —dijo Elías desde la puerta—. Cenaremos a las ocho.

En cuanto se marchó, exploré mi prisión. Ventanas blindadas. Puerta con cerradura electrónica. Un balcón con vista al jardín, pero demasiado alto para considerar un escape.

Esperé dos horas, observando los patrones de los guardias desde mi ventana. Cuando el cambio de turno creó un breve punto ciego, me escabullí por el pasillo lateral. Conocía la teoría: los sistemas de seguridad siempre tienen puntos débiles durante las transiciones.

Llegué hasta el jardín trasero sin ser detectada. La adrenalina me impulsaba mientras corría entre los arbustos ornamentales. La pared exterior estaba a solo veinte metros cuando una figura emergió de las sombras.

—Impresionante —dijo Elías, bloqueando mi camino—. Seis guardias y dos sistemas de alarma. Nadie había llegado tan lejos.

—Déjame ir —supliqué, odiándome por el quiebre en mi voz.

—No puedo.

—¡No soy tu prisionera!

—Eres mi prometida. Y en nuestro mundo, es lo mismo.

Algo se rompió dentro de mí. Mi mano impactó contra su mejilla con toda la fuerza que pude reunir. El sonido de la bofetada pareció resonar en el silencio del jardín.

Esperé su reacción violenta. Un golpe, un insulto, una amenaza. Pero Elías simplemente me miró, la marca roja floreciendo en su rostro.

—Puedes odiarme todo lo que quieras, Camila —dijo con voz calmada—. Pero ahora estás en mi mundo. Y aquí, las reglas son diferentes.

Me tomó del brazo, no con brutalidad sino con firmeza inquebrantable, y me condujo de regreso a la mansión. Dos guardias aparecieron de inmediato, pero él los despidió con un gesto.

—A partir de mañana, no saldrás sin mi permiso o sin escolta —declaró mientras subíamos las escaleras—. Cada intento de escape tendrá consecuencias.

—¿Me golpearás? —lo desafié.

Se detuvo, genuinamente sorprendido. —Nunca te pondría una mano encima con esa intención. Pero hay otros castigos más efectivos que la violencia física.

Me dejó en mi habitación, cerrando la puerta con un clic electrónico. Lágrimas de frustración nublaron mi visión mientras golpeaba la puerta con los puños.

Horas después, agotada y hambrienta, decidí explorar los cajones y armarios. Necesitaba conocer mi entorno, encontrar cualquier cosa que pudiera usar a mi favor.

En el fondo del armario, detrás de una tabla suelta que descubrí por casualidad, encontré una carpeta negra. Al abrirla, mi sangre se congeló.

Era un expediente forense. Mi expediente.

Fotografías mías saliendo de la universidad. Informes detallados de mis casos. Copias de mis evaluaciones psicológicas a criminales. Incluso análisis de mis patrones de comportamiento y rutinas.

Alguien me había estado investigando durante años. Cada página estaba meticulosamente fechada y anotada con una caligrafía que no reconocí.

La última página era la más perturbadora: un informe psicológico sobre mí, como los que yo hacía sobre criminales. Perfil de personalidad. Puntos débiles. Estrategias de manipulación recomendadas.

En la esquina inferior, una simple inicial: E.

Elías no solo me había traído a su jaula. Me había estudiado como a una de sus presas mucho antes de que yo supiera de su existencia.

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