El silencio puede ser una prisión más efectiva que cualquier celda. Lo comprobé durante los tres días posteriores al atentado, cuando la mansión Montoya se transformó en una fortaleza impenetrable y yo en su rehén más distinguida.
Elías había triplicado la seguridad. Hombres armados patrullaban el perímetro día y noche. Las ventanas, ahora blindadas, filtraban una luz mortecina que convertía cada habitación en un mausoleo. Incluso el jardín, mi único refugio, estaba vigilado por francotiradores apostados en los tejados.
Esta mañana, cuando intenté salir para mi sesión semanal en el hospital, Elías apareció en el vestíbulo como una sombra materializada.
—No saldrás de esta casa hasta que yo lo diga —su voz sonaba plana, desprovista de emoción.
—Tengo pacientes que me necesitan —protesté, sosteniendo mi maletín como un escudo.
—Tus pacientes tendrán que esperar. Hay tres familias enterrando a sus muertos por ese atentado. Tres hombres que murieron protegiéndonos.
—¿Protegiéndonos o prot