2

CAMILA

El cadáver sobre la mesa de autopsias tenía tres impactos de bala. Uno en el pecho, otro en el abdomen y el último, el definitivo, en la sien derecha. Ejecución clásica. Firma inconfundible.

Observé las heridas con la distancia profesional que me había costado años perfeccionar. El cuerpo pertenecía a un hombre de unos treinta años, probablemente un sicario de rango medio. Nadie importante. Nadie que fuera a generar titulares. Solo otro número en la interminable estadística de muertos que dejaba la guerra entre cárteles.

—¿Alguna identificación? —pregunté al técnico forense que me asistía.

—Nada, doctora Rivas. Como siempre, limpio.

Asentí mientras me quitaba los guantes de látex. El apellido Rivas pesaba en cualquier conversación, incluso en la morgue. Especialmente en la morgue. Todos sabían quién era mi padre, aunque yo hubiera elegido un camino opuesto al suyo.

—Prepara el informe preliminar. Terminaré el análisis psicológico del patrón de disparos esta tarde.

Salí de la sala de autopsias y me dirigí a mi oficina en el Departamento de Criminología Forense. El contraste entre mi vida profesional y mi origen familiar era una ironía que no pasaba desapercibida para nadie. Yo, Camila Rivas, hija de Ernesto "El Patriarca" Rivas, analizaba los cadáveres que hombres como mi padre producían.

Mi teléfono vibró. Era un mensaje de mi padre: "Ven a casa. Urgente."

Sentí un escalofrío. Mi padre no enviaba mensajes urgentes a menos que algo grave hubiera ocurrido. La última vez fue cuando mataron a mi hermano menor, Joaquín, hace tres años.

La mansión Rivas se alzaba como una fortaleza en las afueras de la ciudad. Muros altos, cámaras de seguridad y hombres armados que parecían estatuas vigilantes. Crecí en ese mausoleo de lujo, aprendiendo desde niña que el miedo era la moneda con la que mi padre compraba respeto.

Crucé el jardín principal, donde mi madre solía cultivar rosas antes de que la depresión la consumiera. Ahora ella vivía en Europa, lejos de la sangre y las balas, refugiada en un exilio dorado que mi padre financiaba para mantenerla callada.

Encontré a mi padre en su despacho, un espacio sobrio dominado por una mesa de caoba y estanterías llenas de libros que nunca había leído. Era un hombre de sesenta años que aparentaba cincuenta, con el cabello entrecano perfectamente peinado y un traje hecho a medida que disimulaba su complexión robusta. A su lado estaba Víctor, su mano derecha desde hacía dos décadas.

—Camila —dijo mi padre, sin levantarse—. Siéntate.

—¿Qué sucede? —pregunté, manteniéndome de pie.

—Siéntate —repitió, esta vez con ese tono que no admitía réplica.

Me senté frente a él, sintiendo cómo el aire se volvía denso.

—Ayer mataron a Sebastián Montoya en la iglesia de San Andrés —anunció con frialdad clínica—. Una operación limpia.

No necesitaba preguntar quién había ordenado el asesinato. La respuesta estaba en sus ojos, en esa mirada impasible que había perfeccionado tras décadas ordenando muertes.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo? —pregunté, aunque una parte de mí ya anticipaba lo peor.

Mi padre intercambió una mirada con Víctor antes de continuar.

—Su hijo, Elías Montoya, ha tomado el control del cártel. Es joven, pero no es estúpido. Sabe que no puede ganar una guerra abierta contra nosotros.

—Sigo sin entender qué tiene que ver esto conmigo —insistí, mientras un nudo se formaba en mi garganta.

—Hemos llegado a un acuerdo. Una alianza que beneficiará a ambas familias y evitará más derramamiento de sangre.

El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier palabra. Sentí que el suelo se abría bajo mis pies.

—No —murmuré, comprendiendo finalmente—. No puedes estar hablando en serio.

—Te casarás con Elías Montoya en un mes —sentenció mi padre, como quien anuncia la hora del almuerzo—. Es lo mejor para todos.

Me levanté de golpe, la silla cayó hacia atrás con estrépito.

—¿Lo mejor? ¿Para quién? ¿Para ti y tu maldito negocio? —Las palabras salían como veneno de mi boca—. No soy una mercancía que puedas intercambiar. Tengo una vida, una carrera.

—Una carrera donde analizas los cadáveres que yo produzco —respondió con una sonrisa sardónica—. Qué ironía, ¿no crees?

—No lo haré —declaré, temblando de rabia—. No puedes obligarme.

Mi padre se levantó lentamente, apoyando las manos sobre la mesa.

—Puedo y lo haré, Camila. Esta no es una petición. Es una orden. El matrimonio se celebrará, y tú cumplirás con tu deber familiar.

—¿Mi deber? ¿Acostarme con el hijo del hombre al que mandaste matar? ¿Ese es mi deber?

Víctor se movió incómodo, pero mi padre ni siquiera parpadeó.

—Tu deber es asegurar la paz. Tu hermano dio su vida por esta familia. Tú solo tienes que dar tu mano.

Sentí náuseas. La comparación con Joaquín era un golpe bajo, incluso para él.

—Eres un monstruo —susurré.

—Soy un hombre de negocios —corrigió—. Y tú eres mi hija. Elías vendrá esta noche para formalizar el acuerdo. Te quiero presentable y cooperativa.

Salí del despacho dando un portazo. Las lágrimas ardían en mis ojos, pero me negaba a derramarlas. Había estudiado psicología forense para entender a los monstruos, para descifrar las mentes retorcidas que creaban dolor y caos. Nunca imaginé que terminaría siendo propiedad de uno de ellos.

El timbre sonó a las ocho en punto. Desde mi habitación, escuché voces en el vestíbulo. Mi padre, Víctor y una tercera voz, más grave y pausada. Elías Montoya había llegado.

Me miré en el espejo una última vez. Había elegido un vestido negro, sobrio pero elegante. Mi cabello castaño caía en ondas sobre mis hombros y mi maquillaje era mínimo. No iba a disfrazarme de novia feliz.

Bajé las escaleras con la dignidad que me quedaba. En el salón principal, tres hombres se volvieron hacia mí. Mi padre, Víctor y él.

Elías Montoya era alto, de complexión atlética bajo un traje gris oscuro impecable. Su rostro tenía ángulos definidos, mandíbula fuerte y ojos negros que parecían absorber la luz. No era el monstruo deforme que había imaginado, sino algo peor: un depredador elegante.

—Camila —dijo mi padre—, te presento a Elías Montoya.

Él avanzó hacia mí y extendió su mano. La tomé por puro reflejo, sintiendo su piel cálida contra la mía, que estaba helada.

—Un placer conocerte finalmente, Camila —dijo con una voz profunda y controlada—. He oído mucho sobre ti.

—No puedo decir lo mismo —respondí, retirando mi mano lo antes posible.

Una sonrisa casi imperceptible curvó sus labios.

—Tendremos tiempo para conocernos mejor —afirmó, y no era una sugerencia ni una esperanza. Era una certeza.

Sus ojos me recorrieron de arriba abajo, no con la lujuria burda que había esperado, sino con algo más inquietante: evaluación. Como quien examina una propiedad recién adquirida, calculando su valor y utilidad.

—Elías quiere hablar contigo en privado —anunció mi padre—. Para discutir los términos del matrimonio.

—No hay términos que discutir —repliqué—. No voy a casarme.

La tensión en la habitación se volvió palpable. Mi padre me lanzó una mirada de advertencia, pero fue Elías quien habló:

—Cinco minutos, Camila. Es todo lo que pido.

Algo en su tono, en la forma en que pronunció mi nombre, me hizo asentir contra mi voluntad. Mi padre y Víctor salieron, dejándonos solos.

Elías se acercó, invadiendo mi espacio personal con una confianza absoluta.

—Sé que no quieres esto —dijo en voz baja—. Yo tampoco lo quería.

—Entonces cancelémoslo —sugerí, sosteniendo su mirada.

Él negó lentamente con la cabeza.

—No es tan simple. Tu padre mató al mío en una iglesia. Según nuestras tradiciones, debería matarlo a él y a toda su familia.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

—¿Y este matrimonio es tu venganza?

—No —respondió con una calma aterradora—. Es mi alternativa a la venganza.

Dio un paso más hacia mí. Podía oler su colonia, una mezcla de madera y especias.

—Este matrimonio no es negociable, Camila. Pero los términos sí lo son.

—¿Qué términos? —pregunté, odiándome por seguirle el juego.

—Podrás mantener tu trabajo. Tendrás libertad de movimiento. No interferiré en tu vida diaria.

—¿A cambio de qué?

Sus ojos se oscurecieron aún más.

—Lealtad absoluta. Serás mi esposa en todos los sentidos.

La implicación era clara. Sentí que me faltaba el aire.

—Nunca seré tuya —declaré, aunque mi voz traicionó mi determinación.

Elías sonrió entonces, una sonrisa que no llegó a sus ojos.

—Ya lo eres, Camila. Solo que aún no lo has aceptado.

Extendió su mano y, con una delicadeza incongruente con sus palabras, apartó un mechón de cabello de mi rostro. Su tacto me paralizó.

—Nos casaremos en tres semanas. Hasta entonces, piensa en lo que te he dicho.

Se alejó hacia la puerta, pero antes de salir se volvió una última vez:

—Una cosa más: no intentes escapar. No hay lugar en este mundo donde no pueda encontrarte.

Y en sus ojos no vi negociación. Vi posesión.

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