ELIAS
El restaurante Miralago era territorio neutral. Ni Rivas ni Montoya. Un establecimiento de cinco estrellas con vista al lago, donde la alta sociedad de San Andrés fingía no saber que compartía aire con narcotraficantes. El lugar perfecto para sellar pactos con champán y sonrisas falsas.
Llegué veinte minutos antes. Siempre lo hago. Quien controla el espacio, controla el encuentro. Elegí una mesa desde donde podía ver todas las entradas y salidas. Tres de mis hombres ocupaban mesas estratégicas, fingiendo ser comensales. Otros dos vigilaban el estacionamiento. Nadie lo notaría, pero yo tenía el control absoluto del lugar.
El maître se acercó con una reverencia exagerada.
—Señor Montoya, ¿desea ordenar algo mientras espera?
—Whisky. Macallan 25 años. Sin hielo.
Observé el líquido ámbar en el vaso. El mismo color de los ojos de mi padre cuando me dijo, horas antes de morir: "Un Montoya nunca olvida, nunca perdona, pero siempre paga sus deudas". Ahora yo pagaría la suya con mi propia vida.
La vi entrar a las 9:00 en punto. Camila Rivas. Vestido negro que se ajustaba a su cuerpo como una segunda piel, cabello recogido en un moño elegante que dejaba al descubierto la delicada curva de su cuello. Caminaba con la seguridad de quien no necesita pedir permiso para existir. Nada que ver con las mujeres sumisas que frecuentaban mi mundo.
Me puse de pie cuando llegó a la mesa. Cortesía aprendida de mi madre, no de mi padre.
—Señorita Rivas —dije, extendiendo mi mano.
—Montoya —respondió ella, ignorando mi gesto y sentándose directamente.
Primera batalla: suya.
—¿Siempre eres tan cortés? —pregunté con ironía mientras volvía a mi asiento.
—Solo con quienes lo merecen —respondió, sosteniendo mi mirada sin parpadear—. Y hasta donde sé, tu familia tiene una deuda de sangre con la mía.
—Curioso. Yo recuerdo que fue tu padre quien ordenó la masacre en la iglesia.
Sus ojos se oscurecieron por un instante, pero recuperó la compostura con rapidez. Interesante. No todo era lealtad en la casa Rivas.
—No estoy aquí para discutir historia antigua —dijo, tomando la carta—. Estoy aquí porque mi padre insistió en esta... reunión.
—¿Reunión? —sonreí con malicia—. Llámalo por su nombre, Camila. Es una negociación matrimonial.
El camarero se acercó. Ella pidió un martini seco y yo un segundo whisky. Cuando nos quedamos solos, continuó:
—Prefiero llamarlo farsa. No voy a casarme contigo, Elías. No importa lo que hayan acordado nuestros padres.
—¿Y por qué estás aquí entonces?
—Para decírtelo a la cara.
Segunda batalla: suya.
La observé con detenimiento. Había algo fascinante en su rebeldía. Las mujeres en mi mundo agachaban la cabeza, aceptaban su destino. Ella lo desafiaba. Era como intentar atrapar fuego con las manos desnudas.
—Tu padre no parece compartir tu opinión —comenté mientras el camarero servía nuestras bebidas—. De hecho, según entiendo, ya ha aceptado los términos.
—Mi padre no me posee.
—En nuestro mundo, Camila, todos somos posesiones de alguien.
Ella bebió un sorbo de su martini, dejando una marca de labial rojo en el borde de la copa. Un rojo que me recordó a la sangre derramada en el altar donde mi padre cayó.
—¿Sabes por qué estudio psicología forense, Elías? —preguntó de repente.
—Ilumíname.
—Para entender a hombres como tú. Hombres que confunden el poder con el derecho. Que creen que pueden poseer vidas ajenas.
—¿Y qué has aprendido sobre mí hasta ahora, doctora?
—Que eres peligroso. No por las armas que cargan tus hombres —señaló discretamente a mis guardaespaldas—, sino porque realmente crees en este sistema enfermo.
Tercera batalla: suya.
Ordenamos la cena. Ella apenas tocó su comida. Yo devoré la mía con apetito. El silencio entre nosotros se volvió denso, casi tangible. Cuando el postre llegó, decidí cambiar de estrategia.
—¿Qué pasaría si te dijera que tampoco quiero este matrimonio?
Sus ojos se clavaron en los míos, buscando la mentira.
—No te creería —respondió finalmente.
—¿Por qué no?
—Porque los hombres como tú no rechazan el poder. Y yo soy la llave para unificar los dos cárteles más grandes del país.
Sonreí. Era inteligente. Peligrosamente inteligente.
—Tienes razón —admití—. No rechazaría ese poder. Pero tampoco me casaría solo por eso.
—¿Entonces por qué?
—Por la misma razón que tú estás aquí esta noche, a pesar de tu negativa. Por lealtad familiar.
Algo cambió en su mirada. Un destello de reconocimiento, quizás. Nuestras manos se encontraron accidentalmente sobre la mesa cuando ambos alcanzamos la botella de vino. No la retiró inmediatamente. Sus dedos, cálidos y suaves, permanecieron bajo los míos por un segundo más de lo necesario. Una corriente eléctrica recorrió mi espina dorsal.
Cuarta batalla: empate.
Al final de la cena, cuando nos levantamos para marcharnos, me acerqué a ella. Demasiado cerca. Pude oler su perfume, una mezcla de jazmín y algo más oscuro, más peligroso.
—La boda será en tres semanas —susurré en su oído—. Tu padre ya firmó el acuerdo con sangre. Y la sangre, en nuestro mundo, es un contrato irrompible.
Ella se tensó, pero no retrocedió.
—No soy propiedad de nadie —insistió, con voz firme pero un ligero temblor en sus labios.
Me incliné aún más cerca, hasta que mis labios rozaron el lóbulo de su oreja.
—No tienes idea de lo que acaban de prometerte. Pero yo sí. Y no pienso liberarte.
Cuando me alejé, vi algo nuevo en sus ojos. No era miedo. Era algo más primitivo, más peligroso.
Deseo.
Quinta batalla: mía.