La mansión Montoya se alzaba como un mausoleo de mármol y cristal frente a mí. Cada ventana iluminada parecía un ojo vigilante mientras el chofer abría la puerta del vehículo. Mis tacones resonaron contra el pavimento como pequeños disparos, un sonido que me recordaba que cada paso me adentraba más en territorio enemigo.
El vestido de novia —ese traje de guerra blanco— pesaba como una armadura. Había sobrevivido a la ceremonia, al brindis, a las sonrisas falsas y a los abrazos de felicitación de hombres que probablemente habían matado a decenas. Pero ahora venía lo peor: la intimidad.
Elías caminaba a mi lado, su traje negro impecable, su mandíbula tensa. No habíamos intercambiado más de diez palabras desde que el sacerdote nos declaró marido y mujer. Diez palabras y un anillo que pesaba como una bala en mi dedo.
—Tu habitación está en el ala este —dijo mientras cruzábamos el vestíbulo de mármol—. La mía está en el ala oeste.
Levanté una ceja.
—¿Habitaciones separadas? Qué tradicional