El silencio de la mansión me asfixiaba. Tres días encerrada y las paredes comenzaban a hablarme. Tres malditos días desde que Elías había decidido que, para "protegerme", debía convertirme en prisionera de mi propia casa.
Nuestra casa. La jaula dorada que compartíamos.
Me detuve frente al ventanal blindado de la biblioteca. Afuera, cuatro hombres armados patrullaban el perímetro. Otros dos custodiaban mi puerta. Uno más vigilaba las cámaras. Todos con órdenes estrictas: la señora Montoya no sale bajo ninguna circunstancia.
Apreté los puños hasta que mis nudillos se volvieron blancos. La psicóloga en mí entendía el miedo de Elías tras el intento de secuestro. La mujer en mí quería destrozar cada maldito objeto de esta casa.
—¿Necesita algo, señora? —preguntó Javier, el guardia apostado en mi puerta.
—Mi libertad —respondí con una sonrisa tensa—. ¿Está en tu inventario de cosas que puedes ofrecerme?
El hombre desvió la mirada, incómodo. Todos sabían que estaba furiosa. Todos sabían que