CAMILA
El vestido blanco me pesa como una lápida. Cada perla, cada hilo de encaje parece diseñado para asfixiarme. Me miro en el espejo y no reconozco a la mujer que me devuelve la mirada. Llevo un maquillaje impecable que oculta cualquier rastro de la Camila que estudió psicología forense, que soñaba con desenterrar verdades, no con enterrarse a sí misma.
—Te ves hermosa —dice mi madre, con esa sonrisa frágil que ha perfeccionado a lo largo de décadas de matrimonio con mi padre.
No respondo. No puedo. Las palabras se me atoran en la garganta como espinas. Hoy me convierto en la esposa de Elías Montoya, el hombre que heredó un imperio construido sobre sangre, el hijo del hombre que mi padre mandó asesinar. La ironía es tan grotesca que casi me hace reír.
—Es hora —anuncia mi padre desde la puerta.
Cuando me toma del brazo, siento el frío de su anillo de oro contra mi piel. No hay calor paternal, solo el agarre firme de un negociante cerrando un trato. Sus ojos, tan parecidos a los míos, me estudian con satisfacción, como quien admira una mercancía bien embalada.
—Recuerda lo que hablamos, Camila —susurra mientras avanzamos por el pasillo de la hacienda Montoya, decorada con flores blancas que parecen burlarse de la pureza que supuestamente representan—. Esta unión es más importante que cualquier capricho tuyo.
—¿Capricho? —murmuro, manteniendo la sonrisa para los invitados que nos observan—. ¿Así llamas a mi vida?
—Tu vida es esto ahora. Y más te vale que lo hagas bien.
La hacienda Montoya, territorio enemigo convertido en mi nueva prisión, resplandece bajo el sol de la tarde. Han transformado el patio central en una catedral al aire libre. No hay sacerdote. Ningún hombre de Dios bendeciría esta unión nacida del odio y sellada con sangre.
Y entonces lo veo.
ELÍAS
La veo avanzar del brazo de Rivas y algo se remueve en mi interior. Odio. Deseo. Ambos sentimientos se entrelazan como serpientes en mi pecho. Camila Rivas —pronto Camila Montoya— es una visión en blanco, con ese rostro tallado en mármol y esos ojos que parecen querer incinerarme.
Mantengo mi postura, erguido, dominante, como me enseñó mi padre. "Nunca muestres debilidad, Elías. Ni siquiera cuando te estés desangrando". Y sin embargo, cuando ella llega a mi lado, cuando Rivas coloca su mano sobre la mía, siento un temblor microscópico en mis dedos que espero nadie haya notado.
—Cuídala bien, Montoya —dice Rivas con una sonrisa que no llega a sus ojos—. Es mi tesoro más preciado.
Mentira. Ambos sabemos que su tesoro más preciado es el poder. Camila es solo una pieza en su tablero, igual que yo en el de mi difunto padre.
—La cuidaré como si fuera mía —respondo, saboreando la ironía—. Porque ahora lo es.
Veo cómo ella se tensa, cómo sus ojos se oscurecen con rabia contenida. Bien. Prefiero su odio a su indiferencia.
El notario, un hombre pequeño y nervioso que suda profusamente bajo el sol de San Andrés, comienza la ceremonia. No hay menciones a Dios, no hay promesas de amor eterno. Solo contratos, firmas y la fusión de dos imperios criminales bajo el disfraz de un matrimonio.
CAMILA
Sus manos son ásperas cuando toman las mías para colocar el anillo. Manos que han disparado, que han ordenado muertes, que ahora me reclaman como propiedad. El metal frío se desliza por mi dedo como una serpiente.
—Con este anillo, te tomo como mi esposa —dice Elías, y su voz grave resuena en el silencio expectante—. Ante todos los presentes, juro protegerte y honrarte como parte de la familia Montoya.
Mentiras hermosas envueltas en papel de regalo. Cuando me toca hablar, las palabras ensayadas salen mecánicas de mi boca:
—Con este anillo, te acepto como mi esposo. Ante todos, prometo lealtad y respeto a ti y a la familia Montoya.
Noto cómo mi padre asiente, satisfecho con mi actuación. Los invitados —una colección de narcotraficantes, políticos corruptos y empresarios con las manos manchadas— aplauden como si estuvieran presenciando un verdadero acto de amor.
—Puede besar a la novia —anuncia el notario, sellando nuestro pacto diabólico.
ELÍAS
Me inclino hacia ella, hacia esos labios pintados de rojo que parecen una herida abierta. Espero resistencia, espero frialdad. Pero cuando nuestros labios se encuentran, siento un estremecimiento recorrer su cuerpo. No es amor, ni siquiera deseo consciente. Es algo más primitivo, más peligroso.
El beso dura apenas unos segundos. Suficientes para sentir el calor de su respiración, para captar el aroma de su perfume mezclado con el miedo que intenta ocultar. Cuando nos separamos, veo confusión en sus ojos, como si su propio cuerpo la hubiera traicionado.
Los aplausos estallan a nuestro alrededor. Sonrisas falsas, felicitaciones huecas. Tomamos champán, posamos para fotografías que parecen sacadas de una revista de bodas, excepto por las armas discretamente visibles bajo los trajes de los guardaespaldas.
Entre los invitados que se acercan a felicitarnos, reconozco a Hernández, uno de mis hombres más leales. Su expresión me dice que algo no va bien.
—Don Elías, felicidades —dice, estrechando mi mano y deslizando discretamente un sobre en mi bolsillo—. Un pequeño regalo de bodas. Creo que le interesará verlo en privado.
Asiento, manteniendo la sonrisa para los demás invitados. Camila está a mi lado, interpretando perfectamente su papel de novia feliz, aunque puedo sentir la tensión en cada centímetro de su cuerpo.
En cuanto tengo un momento, me excuso y me dirijo al despacho de la hacienda. Cierro la puerta y abro el sobre.
Las fotografías caen sobre el escritorio como sentencias de muerte. En ellas, Camila —mi esposa desde hace menos de una hora— aparece en lo que parece ser un café discreto, inclinada hacia un hombre que reconozco inmediatamente. Agente Ramírez, Inteligencia Federal. La fecha en la esquina inferior: tres días atrás.
El hielo se extiende por mis venas. La traición tiene un sabor familiar, amargo como la bilis.
Guardo las fotos y regreso a la fiesta, donde Camila conversa animadamente con algunos invitados. Nuestras miradas se cruzan y le sonrío. Ella me devuelve la sonrisa, sin saber que acabo de descubrir su juego.
La música suena. El champán fluye. Los regalos se acumulan.
Y yo me pregunto si tendré que matar a mi esposa antes de que termine nuestra noche de bodas.
CAMILA
Algo ha cambiado. Lo noto en la forma en que Elías me mira ahora, como si estuviera calculando la profundidad exacta para cavar mi tumba. Su sonrisa sigue ahí, perfecta y depredadora, pero sus ojos... sus ojos se han convertido en túneles oscuros donde no brilla ni un ápice de la falsa cordialidad de antes.
—¿Todo bien, esposo? —pregunto cuando se acerca, pronunciando la última palabra como quien nombra una enfermedad terminal.
—Perfecto, esposa —responde, colocando una mano en mi cintura con una presión que roza lo doloroso—. Absolutamente perfecto.
El baile comienza. Nos movemos al ritmo de una balada romántica que suena como una marcha fúnebre en mis oídos. Su mano en mi espalda me quema a través de la tela del vestido.
—Sabes, Camila —susurra en mi oído mientras giramos—, siempre he admirado a las personas que juegan a dos bandas. Requiere... talento.
Un escalofrío me recorre la columna. ¿Sabe algo? ¿Ha descubierto...? No, es imposible. He sido cuidadosa.
—No sé de qué hablas —respondo, manteniendo la voz firme.
—Lo sabrás pronto —dice, y me hace girar con una elegancia que contradice la amenaza velada en sus palabras—. Muy pronto.
La música termina. Los aplausos resuenan. Y mientras sonrío para los invitados, me pregunto si acabo de firmar mi sentencia de muerte con tinta nupcial.