El whisky quemaba en mi garganta, pero no tanto como la imagen que se repetía en mi cabeza. Camila y Julián. Sus manos tocándola. Su boca demasiado cerca de su oído. La sonrisa de ella.
Arrojé el vaso contra la pared de mi despacho. Los cristales estallaron como mis pensamientos. Fragmentados. Filosos. Letales.
Había pasado una semana desde que los vi juntos en aquel café del centro. Una semana en la que me había convertido en una sombra silenciosa, observándola, siguiéndola, esperando que cometiera un error que confirmara lo que ya sospechaba: traición.
—¿Señor? —Rodrigo asomó la cabeza por la puerta entreabierta, su mirada evaluando los cristales rotos—. ¿Necesita algo?
—Que te largues —respondí, sirviéndome otro trago.
Cuando la puerta se cerró, me acerqué a la ventana. La mansión estaba inusualmente silenciosa. Camila había salido temprano, como todos los días de esa semana. "Trabajo", decía ella. Pero yo sabía que mentía. Las fotos que me había entregado mi informante no dejaban