El silencio entre nosotros era como un cristal a punto de romperse. Camila sostenía mi teléfono en sus manos, la pantalla iluminando su rostro con un resplandor azulado que acentuaba la dureza de su mirada. Las fotografías seguían ahí, expuestas como heridas abiertas: ella saliendo de la universidad, comprando café, trabajando en la biblioteca. Momentos robados de una vida que creía privada.
—¿Desde cuándo? —su voz era apenas un susurro, pero cortaba como navaja.
Me pasé la mano por el rostro. El cansancio me pesaba como plomo en los huesos. Había imaginado mil veces esta conversación, pero nunca así, nunca con ella mirándome como si fuera un monstruo.
—Tres años —confesé finalmente.
Camila cerró los ojos un instante, como si mis palabras la hubieran golpeado físicamente.
—¿Tres años espiándome? ¿Fotografiándome sin mi consentimiento? ¿Siguiéndome como... como un depredador?
—No era así —me acerqué, pero ella retrocedió instintivamente—. Era para protegerte.
Una risa amarga escapó de