Jeffrey es un hombre frío, dominante y marcado por la tragedia. Viudo, con el deseo reprimido durante años, hasta que ella aparece: Isabelle, un huracán sensual, atrevida y provocadora. Diez años menor, imposible de ignorar, hecha para el pecado. Ella lo tienta con cada mirada descarada, con cada sonrisa maliciosa, hasta que él la toma y la reclama como suya. Pero Isabelle no es fácil de domar. Es adictiva, peligrosa, y cuando su mundo se tambalea, Jeffrey debe decidir: ¿la deja ir o la encadena a su deseo? Porque ahora que la ha probado, no piensa perderla. No piensa compartirla. Isabelle es suya. Y hará lo que sea para que lo entienda.
Leer más★ Prologo
La tormenta rugía contra las ventanas, pero nada podía compararse con la tormenta que Isabelle, mi alumna problemática desató dentro de mí.
Estaba en mi oficina, sentada sobre mi escritorio con una pierna cruzada sobre la otra, jugando con el borde de su vestido como si fuera la cosa más inocente del mundo. Pero ella no tenía nada de inocente.
—Parece tenso, profesor —ronroneó, deslizando una uña sobre sus labios carnosos—. ¿Acaso le incomoda que esté aquí?
Inhalé profundamente, tratando de contenerme, pero era inútil. Isabelle sabía perfectamente lo que hacía.
—No me incomodas —dije, acercándome a ella con pasos lentos y calculados—. Me irritas.
Ella arqueó una ceja, claramente divertida.
—¿Por qué? —se inclinó un poco más, dejando que su aliento cálido rozara mi piel—. ¿Porque te hago perder el control?
No respondí. En cambio, llevé una mano a su rostro y con un movimiento brusco enredé mis dedos en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás.
—Porque crees que puedes jugar conmigo y salir ilesa.
Un jadeo escapó de sus labios. Sus pupilas se dilataron con anticipación, y una sonrisa provocadora se dibujó en su boca.
—Tal vez quiero que me atrapes.
Un gruñido grave resonó en mi pecho. Deslicé mi pulgar sobre sus labios entreabiertos, trazando su contorno con lentitud, disfrutando de la sensación de su piel caliente bajo mis dedos.
—¿Sabes lo que me pasa cuando una mujer me provoca de esta manera? —murmuré contra su oído, dejando que mi voz baja y oscura la envolviera.
—¿Qué te pasa? —susurró, con una sonrisa traviesa.
Apreté su mandíbula con suavidad pero con firmeza, obligándola a mantener la mirada en la mía.
—Que la tomo. Sin delicadeza. Sin piedad. Hasta que no pueda recordar su propio nombre.
Ella tembló bajo mi toque, pero lejos de apartarse, presionó sus muslos alrededor de mi cintura, atrayéndome más cerca.
—Hazlo entonces —susurró, con voz entrecortada—. Atrévete.
Y lo hice.
Mi boca se estrelló contra la suya en un beso feroz, y posesivo. No hubo gentileza, no hubo paciencia. Isabelle gemía contra mis labios, con sus uñas clavándose en mi camisa mientras yo exploraba cada rincón de su boca con mi lengua.
Mis manos bajaron por su espalda, recorriendo cada curva con una caricia ardiente antes de agarrar sus muslos y levantarlos con facilidad.
—Eres un maldito dominante —jadeó, arqueándose contra mí.
—Y tú eres una maldita provocadora —gruñí, mordiendo su labio inferior con fuerza.
Ella sonrió contra mi boca, enredando sus dedos en mi cabello y tirando de él lo suficiente para hacerme gruñir.
—¿No es eso lo que te encanta de mí?
Mis manos bajaron hasta sus caderas y, con un solo movimiento, la giré hasta hacerla quedar contra el escritorio.
—Me encanta verte sometida a mi voluntad —murmuré, deslizando mis dedos por su espalda, subiendo lentamente el vestido hasta dejar su piel expuesta—. Me encanta saber que, por mucho que me provoques, siempre terminas exactamente donde quiero.
Un jadeo escapó de sus labios cuando mis dedos recorrieron la curva de su trasero, apretándola contra mí.
—Y dime, Isabelle —susurré contra su oído—, ¿hasta dónde estás dispuesta a llegar esta noche?
Ella volteó el rostro, con su aliento cálido chocando contra mis labios.
—Llévame hasta donde tú quieras, Jeffrey.
Un gruñido bajo salió de mi garganta. Sujeté su barbilla entre mis dedos y la obligué a mirarme.
—Espero que recuerdes esas palabras.
Mis labios descendieron por su cuello, mordiendo y besando cada centímetro de su piel mientras mis manos viajaban sin prisa por su cuerpo. Isabelle jadeaba bajo mi toque, retorciéndose contra mí.
—Profesor… —gimió, con la voz temblorosa.
—Dilo más fuerte —ordené, deslizando mis labios hasta su oído.
—Profesor…
Mis dedos bajaron lentamente por su abdomen, explorando con lentitud y provocación, disfrutando cada reacción de su cuerpo.
—Dímelo como si realmente lo necesitaras —susurré.
—Te necesito…
Me detuve por un segundo, mirándola fijamente.
—Buena chica.
La devoré. Mis labios, mis manos, mi lengua, cada parte de mí estaba sobre ella, dentro de ella, reclamándola. Su piel ardía, sus gemidos eran pura música para mis oídos. Isabelle se aferró a mí, perdida en el placer, entregándose completamente a mi dominio.
No hubo nada suave en lo que hicimos esa noche. Solo deseo puro, salvaje y desenfrenado.
Y cuando finalmente la tuve rendida bajo mí, jadeando mi nombre en medio de la oscuridad, supe que jamás me cansaría de tomarla de esta manera.
—Eres mía, Isabelle —murmuré contra sus labios—. Y no voy a dejarte olvidar eso.
Ella sonrió, aún temblando.
—No quiero olvidarlo.
Y con eso, volví a hacerla mía.
Capítulo 1 Años atrás
★ Jeffrey
El aroma de las velas aromáticas llenaba la habitación, mezclándose con el tenue sonido del jazz que resonaba en el fondo. La iluminación suave proyectaba sombras danzantes en las paredes, creando un ambiente casi etéreo. El vino tinto sin alcohol en nuestras copas estaba casi olvidado porque, en este momento, lo único que importaba era la mujer que gemía debajo de mí.
—Jeff… —susurró Amelia con la voz entrecortada, con sus uñas deslizándose por mi espalda desnuda.
La calidez de su cuerpo contra el mío era un fuego que consumía mis sentidos. Hundí el rostro en la curva de su cuello y besé su piel, dejando un camino de besos húmedos hasta su clavícula. La suavidad de su piel, el perfume natural que despedía después de un largo baño, el leve jadeo de su respiración entrecortada… Todo en ella era hipnótico.
Moví mis caderas con lentitud, disfrutando cada sonido que escapaba de sus labios. Amelia arqueó la espalda, aferrándose a mis hombros, y enredó sus piernas en mi cintura, atrapándome en su calor. La sensación de su vientre redondeado por nuestra creación entre nosotros me llenaba de una mezcla de ternura y deseo.
—Eres tan hermosa… —murmuré contra su piel, sintiendo su respiración acelerada bajo mis labios—. Mía. Solo mía.
Ella sonrió entre jadeos, y su risa se sintió como una melodía celestial.
—¿Y tú, mío?
—Siempre. —Sellé mi promesa con un beso profundo y desesperado.
El placer nos envolvió como un torbellino, arrastrándonos sin piedad hasta que todo explotó en una espiral de sensaciones. Amelia se aferró a mí con fuerza mientras su cuerpo temblaba al unísono con el mío.
Permanecimos abrazados, cubiertos de sudor y con la respiración agitada. Su piel seguía cálida, y sus mejillas encendidas. Me aseguré de abrazarla con firmeza, como si el simple acto de sostenerla evitara que el mundo nos arrebatara este momento.
—Tienes que irte al trabajo… —dijo de repente, con voz perezosa, rompiendo la burbuja que nos envolvía.
Fruncí el ceño y la atrapé con más fuerza.
—No. Me voy a quedar aquí, abrazado a mi esposa desnuda y embarazada.
Ella rió suavemente y alzó el rostro para besarme en la mandíbula.
—Si no vas, te despedirán.
—Me están explotando —me quejé, fingiendo un profundo sufrimiento—. Me dejas solito, Am… ¿Cómo esperas que sobreviva sin ti por unas horas?
Amelia rodó los ojos con una sonrisa burlona. Con un movimiento ágil, se subió sobre mí, montándome con facilidad a pesar del pequeño bulto en su vientre.
—Pobre de mi esposo… —murmuró con ternura, mientras sus dedos jugaban con los mechones de mi cabello—. No sé cómo has sobrevivido sin mí todos estos años.
Pasé las manos por su piel, recorriéndola hasta llegar a su vientre. Justo en ese momento, sentí un leve movimiento bajo mis palmas y mi corazón se detuvo un segundo antes de explotar en emoción.
—¡Se movió! —exclamé, mirándola con los ojos brillantes.
Amelia también lo sintió, porque dejó escapar un jadeo de sorpresa y cubrió mis manos con las suyas.
—Sí… Se está moviendo mucho.
Me incliné y besé su barriga con ternura.
—Ya quieres conocer a papá, ¿verdad, chiquito? No te preocupes, pronto nos veremos.
Cuando alcé la mirada, Amelia tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No llores, mi amor —le susurré, limpiándole una lágrima con el pulgar.
—Es que verte tan feliz me hace amarte más…
Mis labios buscaron los suyos y la besé con toda la devoción que sentía por ella. No planeaba dejarla ir todavía.
—Creo que voy a llegar tarde al trabajo —dije, sonriendo contra su boca.
—¿Ah, sí? —preguntó con sensualidad.
—Ajá.
La atrapé entre mis brazos y la giré, quedando de nuevo sobre ella.
—Jeffrey… —murmuró cuando empecé a besarla otra vez.
—Solo una vez más… —susurré contra su piel.
Y lo hicimos de nuevo.
Cuando finalmente nos rendimos al agotamiento, Amelia apoyó la cabeza en mi pecho y suspiró. Su respiración se mezcló con el sonido del jazz de fondo, creando un ritmo armonioso.
—¿Es completamente necesario que vayas a esa conferencia? —su voz sonó más seria esta vez.
La miré con curiosidad, acariciando su espalda desnuda.
—Amor, sabes que sí. Es fundamental para que me den mi plaza en la universidad.
Ella se mordió el labio inferior y desvió la mirada.
—Lo sé, pero… Es una semana, Jeff. Me tocará ir a ver a tus padres sola.
Le di un beso en la frente.
—Lo siento, mi amor. Sé que es difícil, pero prometo que en cuanto termine la conferencia, manejaré como un desquiciado para volver a tu lado.
Ella sonrió levemente y me dio un suave beso.
—Más te vale.
Se incorporó, dejando al descubierto su piel desnuda y llena de curvas. La observé con admiración, grabándome cada detalle de su silueta.
—Dios, te ves hermosa —murmuré con sinceridad—. Creo que voy a embarazarte más seguido.
Amelia soltó una carcajada y, sin previo aviso, me lanzó una almohada a la cara.
—¡Eres un tonto!
—Pero me amas.
—Demasiado.
Volvió a besarme en la cama y luego se puso de pie, empezando a vestirse. La observé en silencio, memorizando cada movimiento.
Algo dentro de mí me decía que debía atesorar este momento, porque la vida, caprichosa como era, podía arrebatármelo en cualquier instante.
A la mañana siguiente, la realidad me golpeó con un frío abrumador.
Era temprano cuando Amelia me llevó hasta la puerta de casa, envuelta en su bata de algodón y con el cabello enredado de nuestra noche de amor. Se veía hermosa incluso en su estado más despreocupado.
—Cuídate mucho, ¿sí? —susurró contra mis labios antes de besarme.
—Siempre lo hago.
Ella rodó los ojos.
—No, no lo haces. Pero por favor, intenta esta vez.
Solté una risa baja y asentí.
—Te amo, Amelia.
—Te amo más.
Me di la vuelta, caminando hacia el auto con el corazón lleno de amor y la promesa de volver a su lado lo antes posible.
No sabía que esa sería la última vez que la vería con vida.
Horas después, recibiría una llamada que destrozaría todo mi mundo.
Mi esposa y mi hijo habían muerto en un accidente de auto.
Se suponía que tenía que volver a casa con ellos. Se suponía que debía abrazarlos de nuevo. Pero en cambio, regresé a una casa vacía, con el eco de su risa resonando en las paredes y una ausencia que me quemaba el alma.
Mi Amelia. Mi hijo.
Ambos… desaparecidos.
Y yo, condenado a vivir con el peso de haberlos perdido para siempre.
La sostuve con fuerza, sintiendo el calor de sus muslos envolviéndome, envolviendo algo más que mi cuerpo. Era el eco de una necesidad acumulándose entre miradas que decían más de lo que nuestras bocas estaban dispuestas a confesar. Su respiración rozaba mi oído como un susurro impaciente, cargado de electricidad, de un deseo que temblaba entre los dos, vivo, tan vivo que dolía.No había prisa, no todavía. Pero tampoco había espacio para la cordura. La razón se había rendido en el umbral, incapaz de sostenerse frente al hambre que crecía en silencio.Caminé con ella en brazos por el pasillo, sintiendo cada pequeña contracción de sus piernas alrededor de mi cintura. Su boca seguía marcando mi cuello, arañando mi piel con cada exhalación, como si intentara dejarme allí su firma, su presencia, una marca de territorio tan visceral como invisible. Había algo salvaje en ella, algo que despertaba lo peor de mí… y también lo mejor.No dije nada. No hacía falta.Las palabras eran innecesarias
El silencio entre nosotros era cómodo. O al menos para mí.Caminábamos hacia el auto con ese vaivén entre la indiferencia y el deseo mal disimulado. Ella a mi lado, con ese andar arrogante, casi desafiante, como si pudiera incendiar el pavimento solo con sus pasos. Yo no dije nada. No me gustaban las conversaciones innecesarias, y ella lo sabía. O fingía saberlo, al menos.Saqué las llaves del bolsillo trasero y desactivé la alarma del auto con un clic. El sonido agudo cortó el silencio justo cuando llegamos.—¿Quieres ir a mi casa? —pregunté, sin mirarla, con el mismo tono con el que se pide un café. Frío. Seco. Sin expectativas.—¿Y eso es una invitación formal o solo estás tratando de ver si me bajo la ropa antes de que termine la noche?La miré de reojo. Tenía esa maldita sonrisa torcida, como si supiera exactamente lo que provocaba en mí.—Es solo una pregunta —respondí, abriéndole la puerta del copiloto.Ella subió sin decir nada más, pero vi cómo sus labios se curvaban al final
★ JeffreyNo tenía por qué voltear, pero lo hice.No porque me importara, sino porque a veces el silencio de alguien pesa más que su voz. La vi caminando hacia la salida, con el paso apurado y la espalda tensa, como si necesitara largarse antes de que se desmoronara. Y por alguna razón, no quise dejar que se fuera así.—¿Conoces alguna joyería que venda cosas para niñas? —pregunté con tono seco, sin adornos, sin cortesías. Como quien lanza una piedra y espera el golpe.Ella se detuvo en seco y giró con lentitud, como si no pudiera creer lo que acababa de escuchar. Me miró con burla y sorpresa, seguro esa era la cara que pone cuando está a punto de soltar veneno.—¿Me estás hablando a mí? Porque hace un momento te valía madres si me hablabas o no.Sonreí de medio lado. No por simpatía, sino porque su sarcasmo me divierte. Me gusta la gente que no se calla, que no finge ser menos intensa de lo que es.—Sí, a ti. ¿Sabes o no?Rodó los ojos, pero terminó asintiendo.—Conozco una.—Entonce
★IsabellaCorrí detrás de él sin pensarlo demasiado. Mis pasos resonaban con fuerza en el pasillo vacío, y cada zancada que daba me recordaba que todavía estaba temblando de rabia. Por Matías, por Valeria, por mí… pero sobre todo, por él. Por esa forma suya de fingir que no existo. Como si nunca me hubiera mirado de verdad. Como si no recordara lo que provocaba en mí con solo una de sus miradas grises.Lo alcancé justo cuando se dirigía a las escaleras mecánicas. Estiré el brazo y lo sujeté del antebrazo con más fuerza de la necesaria.—¡¿Qué te pasa?! —solté, con la voz llena de una rabia que no sabía muy bien de dónde salía—. ¿Por qué me ignoraste así?El profesor se detuvo, pero no me miró de inmediato. Bajó la cabeza por un segundo, como si le costara contener algo. ¿Paciencia? ¿Cansancio? ¿Indiferencia? Finalmente giró el rostro hacia mí, y cuando habló, su voz fue una cuchilla helada:—No estoy de humor para soportar niñerías, Isabella. Vuelve con tus amigos.Sus palabras me atr
★ IsabellaLa tarde había avanzado sin que me diera cuenta. Salir de la cafetería con Valeria a mi lado había sido como un suspiro tras una tormenta. Hablamos poco después de mi confesión, y aunque la ligereza volvió gradualmente a la conversación, una parte de mí seguía flotando entre memorias y resentimientos que nunca terminaban de desvanecerse. Había algo incómodo en mi interior, como un eco persistente de mis propias inseguridades, algo que ni siquiera Valeria, con su ánimo siempre tan vibrante, parecía poder disimular por completo. Era como si las palabras que había soltado aún resonaran en mi mente, repitiéndose, martillando cada rincón de mis pensamientos.Caminábamos por la acera, dejando que nuestros pasos nos llevaran sin rumbo, cuando nos topamos con un grupo de chicos de la universidad. No los conocía personalmente, pero sus rostros eran familiares de los pasillos y clases compartidas. Entre ellos, Valeria rápidamente centró su atención en uno en particular: Santiago.San
IsabellaLa cafetería estaba atestada de gente. Las voces se entremezclaban en un murmullo constante, salpicado de risas y el sonido de cucharillas tintineando contra las tazas de porcelana. El aroma a café recién molido y pan recién horneado flotaba en el aire, envolviéndonos en una calidez reconfortante que contrastaba con la conversación que estábamos teniendo.Yo, por mi parte, apenas podía contener la risa. Valeria, con los brazos cruzados y una expresión de fastidio, me miraba como si quisiera lanzarme la taza de té caliente que tenía frente a ella. Sus ojos oscuros chispeaban con una mezcla de incredulidad y resignación, como si estuviera presenciando una escena que ya se había repetido demasiadas veces.—No entiendo cómo sigues metiéndote en problemas con Patricia —bufó, señalándome con el dedo índice en un gesto acusador—. Es como si lo hicieras a propósito.Me encogí de hombros con una sonrisa burlona y despreocupada.—Es que es tan fácil hacerla explotar —respondí con un to
Último capítulo