El destino tiene una forma retorcida de tejer hilos entre personas que jamás deberían cruzarse. Dos semanas. Catorce días y noches observando, analizando, y esperando.
La primera vez que la vi, no lo entendí.
Su nombre era Isabella Dorne, con una hija con el mismo nombre, ella era una mujer de apariencia pulcra, con una vida que parecía tan distinta a la nuestra que resultaba absurda la idea de que estuviera involucrada en la muerte de Amelia. Y, sin embargo, allí estaba.
Isabella vivía en una casa de dos pisos, con un jardín bien cuidado y una rutina meticulosamente estructurada. Su esposo salía todas las mañanas a trabajar y no regresaba hasta tarde en la noche. Ella, por su parte, iba a una galería, tomaba café en la misma cafetería a las 10:00 a. m., asistía a clases de pintura dos veces por semana y, por las noches, se encerraba en su casa como si escondiera algo.
Yo la observaba desde lejos, estudiándola como un depredador. No tenía sentido. ¿Qué relación tenía con Amelia? ¿Por qué la amenazó? ¿Por qué la persiguió hasta matarla?
Cuanto más la observaba, más me carcomía la furia.
Hasta que una noche, borracho y consumido por la necesidad de respuestas, decidí que era hora de conocer al diablo que había destrozado mi mundo.
Las cerraduras eran fáciles de manipular. La impunidad hace que la gente como ella baje la guardia. Entré sin ser detectado, deslizándome por la oscuridad.
El interior de la casa era elegante, decorado con un estilo sobrio y refinado. Pero lo que me hizo detenerme en seco fueron los cuadros en la antesala.
Los reconocí al instante.
Las pinceladas, los colores, la esencia. Amelia.
Mi Amelia.
Mis dedos recorrieron la pintura como si con ello pudiera traerla de vuelta, como si el tiempo me diera tregua solo por un segundo. Pero la realidad me golpeó con la fuerza de un tren en llamas.
¿Por qué Isabella Dorne tenía los cuadros de mi esposa?
Avancé por el pasillo, sintiendo la ira retorcerse en mis entrañas. La luz tenue se filtraba bajo la puerta de su habitación. No estaba allí.
El sonido del agua me indicó dónde se encontraba.
Me recargué en el marco de la puerta del baño y entrecerré los ojos, observando la silueta borrosa detrás del cristal esmerilado de la ducha. Su cuerpo se movía con tranquilidad, ajena a la tormenta que estaba a punto de desatarse.
Esperé.
No me importaba que se sintiera segura.
Esperé hasta que apagó el agua y tomó la bata de baño. Fue entonces cuando notó mi presencia.
Se quedó paralizada por una fracción de segundo antes de alzar la mirada y encontrar la mía.
El terror se pintó en su rostro antes incluso de que pronunciara palabra.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —su voz temblaba.
Sonreí. No una sonrisa amable. No una sonrisa humana.
—Amelia Vances.
Dos palabras.
Eso bastó.
La reconoció al instante. Su reacción la delató. El color desapareció de su rostro, y sus manos se aferraron a la bata como si con ello pudiera protegerse de algo más que el frío.
Corrió.
Pero yo fui más rápido.
La tomé del cabello con fuerza, haciéndola chocar contra el lavabo. Un jadeo de dolor escapó de sus labios cuando la obligué a mirarse en el espejo.
—¿Por qué la asesinaste? —susurré junto a su oído, viendo el reflejo de su miedo.
Su respiración se volvió errática, y sus pupilas se dilataron.
—Yo… yo no sé de qué hablas…
Tiré de su cabello con más fuerza.
—No juegues conmigo, Isabella. Te vi. Tú seguiste a Amelia la noche del accidente. —Acercándome aún más, murmuré con un tono gélido—: ¿Por qué mataste lo que más amaba?
Ella tembló. No intentó escapar esta vez. Sabía que no tenía sentido.
—Fue… fue un error… —susurró, pero yo no buscaba excusas.
La golpeé contra el espejo. No lo suficientemente fuerte para desmayarla, pero sí para que sintiera lo que es el miedo de verdad.
—No retes al diablo si no lo quieres conocer.
Ella sollozó, con las manos temblorosas tratando de sostenerse.
—¡No quería matarla! —gritó al fin, con sus palabras saliendo como una confesión arrancada del alma—. ¡Yo solo… yo solo quería que se alejara!
Mis manos se cerraron alrededor de su cuello.
—¿Alejarse de qué?
Su rostro se tornó rojo, con su garganta luchando por tomar aire.
—D-de mi esposo… —murmuró con voz ahogada.
La solté de golpe.
Se tambaleó hacia atrás, jadeando, llevándose las manos a la garganta mientras me miraba con una mezcla de terror y súplica.
—Tu esposo… —repetí con frialdad—. Amelia nunca mencionó a un tal Dorne.
Isabella tragó saliva, intentando recuperar la compostura.
—Porque no lo sabía… —murmuró, con su voz apenas un hilo—. Ella… ella era su amante.
Me congelé.
La habitación pareció girar, pero me obligué a mantenerme firme.
No. No.
Amelia no era así. No podía serlo.
Pero entonces los cuadros. Su arte en esta casa. La forma en que Isabella reaccionó al escuchar su nombre.
Las piezas comenzaron a encajar, y con ello, un nuevo infierno se desató en mi interior.
—Mientes… —murmuré, más para mí que para ella.
Isabella negó con la cabeza, aún temblando.
—No… no miento. Encontré cartas… mensajes… Mi esposo… estaba enamorado de ella. Quería dejarme…
Mi pecho se contrajo. No por dolor.
Por odio.
No por Isabella.
Por Amelia.
—Así que decidiste matarla. —Mi voz sonó como el filo de una cuchilla.
Isabella cerró los ojos, con lágrimas cayendo por sus mejillas.
—No… no quería… Solo quería asustarla… quería que se alejara de él… Yo… la seguí esa noche, sí… Pero no fue mi culpa… fue un accidente…
Mis dedos se crisparon.
Accidente.
La palabra retumbó en mi cabeza como una broma macabra.
No hubo accidente.
Hubo una decisión. Una persecución. Un asesinato.
Y ahora, lo único que quedaba por decidir era si Isabella Dorne saldría viva de esta noche.
Me incliné hacia ella, observándola con interés.
—Sabes… —murmuré, deslizando mi mano por su mejilla—. Podría matarte ahora mismo. Podría hacer que todo el dolor que causaste se grabe en cada fibra de tu ser antes de verte desangrar en este suelo frío.
Su labio inferior tembló.
—P-por favor…
Mi sonrisa se amplió.
—Pero no lo haré.
Su expresión se tornó confusa, aterrada.
—¿Qué… qué quieres decir?
Me enderecé, limpiando el rastro de sangre en mi camisa.
—El infierno en la Tierra es mucho peor que una muerte rápida, Isabella.
Me incliné una última vez y susurré:
—Voy a destruir todo lo que amas.
Después de decir esas palabras, la tomé del cabello y la llevé a la cocina mientras ella luchaba para que la soltara.Las cuerdas crujieron cuando las ajusté con fuerza. Isabella Dorne se retorció como un pez fuera del agua, jadeando, gimiendo, y suplicando. Con un sonido irritante, casi patético.—Por favor… —sollozó, con sus muñecas forcejeando contra el amarre—. No me hagas daño…—¿Daño? —reí, inclinándome sobre ella, dejando que mi aliento rozara su mejilla húmeda—. Isabella, querida… No tienes idea de lo que significa realmente esa palabra.Las lágrimas se deslizaban por su piel pálida, y sus ojos temblaban como si estuvieran al borde de deshacerse en pedazos. Un espectáculo hermoso, sin duda. No se veía tan elegante ahora, ¿verdad?—Vamos a hacer esto simple —susurré, acariciando su mejilla con la punta de un cuchillo—. Quiero la verdad.—¡Te dije la verdad! ¡Te lo juro!Suspiré. Qué agotador.—Las cartas. —Apreté su mandíbula, obligándola a mirarme a los ojos—. ¿Dónde están?Su
Los pasos firmes de un hombre acostumbrado a la rutina cruzaron la casa. Y cuando dobló la esquina y su mirada aterrizó en Isabella, sus facciones se congelaron en puro horror.—¡Isabella! —corrió hacia ella, sin siquiera verme todavía.Qué conmovedor.Pero antes de que pudiera alcanzarla, me interpuse entre ellos.—Buenas noches, señor Dorne —dije con cortesía.Se detuvo en seco.Su expresión cambió. Pasó del shock a la confusión, luego al reconocimiento, y finalmente… al miedo.Sabía quién era yo.Lo disfruté.—Tú… —susurró.—Yo —asentí, inclinando la cabeza con una sonrisa—. Jeffrey. El hombre cuya esposa mataron.Su garganta se movió en un intento de tragar.—Yo… yo no sé de qué hablas…Me reí.—Por supuesto que no. Pero Isabella sí. ¿Verdad, cariño?Me giré hacia ella. Estaba pálida, con los ojos rojos y el rostro bañado en lágrimas.—Por favor… no…—Díselo —le ordené con dulzura—. Dile por qué lo hiciste.Dorne la miró con confusión.—Isabella… ¿qué está diciendo este hombre?El
El silencio era un sonido hermoso.Isabella, ya no gritaba, no sollozaba.No hacía nada.Solo estaba allí, con los ojos abiertos, en shock, con la piel blanca como una muñeca de porcelana rota.Sonreí, sintiendo una satisfacción cálida en el pecho.Me acerqué a ella lentamente y pasé los dedos por su mejilla.—¿Te diste cuenta de algo, Isabella? —susurré—. No lloraste por él.Ella pestañeó.Lentamente, volvió la mirada hacia mí.Pero sus ojos estaban vacíos.La vida que antes habitaba en ellos había desaparecido.Eso me hizo sonreír aún más.Me incliné sobre ella y la solté de la mesa.Su cuerpo cayó al suelo como un muñeco de trapo.Ni siquiera intentó correr.—Ya no tienes nada —murmuré, arrodillándome junto a ella—. Te lo arrebaté todo, Isabella.Sus labios temblaron.—P-por favor…Ah, qué dulce súplica.—¿Por favor qué?Ella tragó saliva con dificultad.—Mátame…—¿Eso quieres?Asintió.Me reí suavemente.—No te preocupes, Isabella. Voy a complacerte.Me levanté y tomé un cuchillo
★ Isabella Dorne.Diez años. Una maldita década desde que me enviaron a ese frío convento en el extranjero, alejada de todo lo que conocía, encerrada entre paredes grises y reglas estúpidas que nunca pretendí seguir.Diez años desde que mis padres decidieron que era más fácil deshacerse de mí que lidiar con una hija que nunca les importó demasiado. Y ahora, después de tanto tiempo, estaban muertos.Quemados.Recibí la noticia con una extraña sensación de alivio. No porque quisiera verlos sufrir, sino porque al menos ahora no tenía que seguir buscando su amor. La esperanza de ser querida, de ser vista, se había extinguido junto con ellos.Pero la realidad nunca deja de joderte. Me sacaron del convento solo para entregarme a la peor de las carceleras: mi tía.La mujer que se encargó de recordarme todos los días que no era más que un estorbo.—Vas a agradecerme algún día, Isabella —decía con su tono condescendiente mientras me hacía limpiar la casa o servía un vino caro comprado con el d
★ PrologoLa tormenta rugía contra las ventanas, pero nada podía compararse con la tormenta que Isabelle, mi alumna problemática desató dentro de mí.Estaba en mi oficina, sentada sobre mi escritorio con una pierna cruzada sobre la otra, jugando con el borde de su vestido como si fuera la cosa más inocente del mundo. Pero ella no tenía nada de inocente.—Parece tenso, profesor —ronroneó, deslizando una uña sobre sus labios carnosos—. ¿Acaso le incomoda que esté aquí?Inhalé profundamente, tratando de contenerme, pero era inútil. Isabelle sabía perfectamente lo que hacía.—No me incomodas —dije, acercándome a ella con pasos lentos y calculados—. Me irritas.Ella arqueó una ceja, claramente divertida.—¿Por qué? —se inclinó un poco más, dejando que su aliento cálido rozara mi piel—. ¿Porque te hago perder el control?No respondí. En cambio, llevé una mano a su rostro y con un movimiento brusco enredé mis dedos en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás.—Porque crees que puedes jug
La lluvia golpeaba el cristal del auto con una furia incesante, como si el cielo derramara todo su dolor sobre mí. Apreté el volante con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos."No quiero salir…", pensé una y otra vez, sintiendo el peso del destino en cada gota que caía, sobre mi auto.—¿Estás seguro de que vas a hacerlo? ¿Podrás hacerlo Jeffrey?—preguntó una voz temblorosa desde el asiento trasero, pero yo no respondí. Mi mente estaba hecha un desastre. Y sabía que nadie estaba, solo era la voz de mi dolor, ese que no me dejaba en paz.Dos tumbas.Mi esposa. Mi hijo.La imagen del rostro de Amelia y la ilusión de mi hijo se mezclaba con la lluvia, nublando mi visión, mientras el frío se filtraba en mis huesos. Pero no era la temperatura la que me helaba, era la ausencia de Amelia la que me congelaba desde adentro.Bajé del auto con pasos pesados, como si cada pisada me recordara la inevitabilidad del dolor. Mientras cruzaba la verja del cementerio, un coro de murmullos me