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Capítulo 3 El diablo viene a cobrar

El destino tiene una forma retorcida de tejer hilos entre personas que jamás deberían cruzarse. Dos semanas. Catorce días y noches observando, analizando, y esperando.

La primera vez que la vi, no lo entendí.

Su nombre era Isabella Dorne, con una hija con el mismo nombre, ella era una mujer de apariencia pulcra, con una vida que parecía tan distinta a la nuestra que resultaba absurda la idea de que estuviera involucrada en la muerte de Amelia. Y, sin embargo, allí estaba.

Isabella vivía en una casa de dos pisos, con un jardín bien cuidado y una rutina meticulosamente estructurada. Su esposo salía todas las mañanas a trabajar y no regresaba hasta tarde en la noche. Ella, por su parte, iba a una galería, tomaba café en la misma cafetería a las 10:00 a. m., asistía a clases de pintura dos veces por semana y, por las noches, se encerraba en su casa como si escondiera algo.

Yo la observaba desde lejos, estudiándola como un depredador. No tenía sentido. ¿Qué relación tenía con Amelia? ¿Por qué la amenazó? ¿Por qué la persiguió hasta matarla?

Cuanto más la observaba, más me carcomía la furia.

Hasta que una noche, borracho y consumido por la necesidad de respuestas, decidí que era hora de conocer al diablo que había destrozado mi mundo.

Las cerraduras eran fáciles de manipular. La impunidad hace que la gente como ella baje la guardia. Entré sin ser detectado, deslizándome por la oscuridad.

El interior de la casa era elegante, decorado con un estilo sobrio y refinado. Pero lo que me hizo detenerme en seco fueron los cuadros en la antesala.

Los reconocí al instante.

Las pinceladas, los colores, la esencia. Amelia.

Mi Amelia.

Mis dedos recorrieron la pintura como si con ello pudiera traerla de vuelta, como si el tiempo me diera tregua solo por un segundo. Pero la realidad me golpeó con la fuerza de un tren en llamas.

¿Por qué Isabella Dorne tenía los cuadros de mi esposa?

Avancé por el pasillo, sintiendo la ira retorcerse en mis entrañas. La luz tenue se filtraba bajo la puerta de su habitación. No estaba allí.

El sonido del agua me indicó dónde se encontraba.

Me recargué en el marco de la puerta del baño y entrecerré los ojos, observando la silueta borrosa detrás del cristal esmerilado de la ducha. Su cuerpo se movía con tranquilidad, ajena a la tormenta que estaba a punto de desatarse.

Esperé.

No me importaba que se sintiera segura.

Esperé hasta que apagó el agua y tomó la bata de baño. Fue entonces cuando notó mi presencia.

Se quedó paralizada por una fracción de segundo antes de alzar la mirada y encontrar la mía.

El terror se pintó en su rostro antes incluso de que pronunciara palabra.

—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí? —su voz temblaba.

Sonreí. No una sonrisa amable. No una sonrisa humana.

—Amelia Vances.

Dos palabras.

Eso bastó.

La reconoció al instante. Su reacción la delató. El color desapareció de su rostro, y sus manos se aferraron a la bata como si con ello pudiera protegerse de algo más que el frío.

Corrió.

Pero yo fui más rápido.

La tomé del cabello con fuerza, haciéndola chocar contra el lavabo. Un jadeo de dolor escapó de sus labios cuando la obligué a mirarse en el espejo.

—¿Por qué la asesinaste? —susurré junto a su oído, viendo el reflejo de su miedo.

Su respiración se volvió errática, y sus pupilas se dilataron.

—Yo… yo no sé de qué hablas…

Tiré de su cabello con más fuerza.

—No juegues conmigo, Isabella. Te vi. Tú seguiste a Amelia la noche del accidente. —Acercándome aún más, murmuré con un tono gélido—: ¿Por qué mataste lo que más amaba?

Ella tembló. No intentó escapar esta vez. Sabía que no tenía sentido.

—Fue… fue un error… —susurró, pero yo no buscaba excusas.

La golpeé contra el espejo. No lo suficientemente fuerte para desmayarla, pero sí para que sintiera lo que es el miedo de verdad.

—No retes al diablo si no lo quieres conocer.

Ella sollozó, con las manos temblorosas tratando de sostenerse.

—¡No quería matarla! —gritó al fin, con sus palabras saliendo como una confesión arrancada del alma—. ¡Yo solo… yo solo quería que se alejara!

Mis manos se cerraron alrededor de su cuello.

—¿Alejarse de qué?

Su rostro se tornó rojo, con su garganta luchando por tomar aire.

—D-de mi esposo… —murmuró con voz ahogada.

La solté de golpe.

Se tambaleó hacia atrás, jadeando, llevándose las manos a la garganta mientras me miraba con una mezcla de terror y súplica.

—Tu esposo… —repetí con frialdad—. Amelia nunca mencionó a un tal Dorne.

Isabella tragó saliva, intentando recuperar la compostura.

—Porque no lo sabía… —murmuró, con su voz apenas un hilo—. Ella… ella era su amante.

Me congelé.

La habitación pareció girar, pero me obligué a mantenerme firme.

No. No.

Amelia no era así. No podía serlo.

Pero entonces los cuadros. Su arte en esta casa. La forma en que Isabella reaccionó al escuchar su nombre.

Las piezas comenzaron a encajar, y con ello, un nuevo infierno se desató en mi interior.

—Mientes… —murmuré, más para mí que para ella.

Isabella negó con la cabeza, aún temblando.

—No… no miento. Encontré cartas… mensajes… Mi esposo… estaba enamorado de ella. Quería dejarme…

Mi pecho se contrajo. No por dolor.

Por odio.

No por Isabella.

Por Amelia.

—Así que decidiste matarla. —Mi voz sonó como el filo de una cuchilla.

Isabella cerró los ojos, con lágrimas cayendo por sus mejillas.

—No… no quería… Solo quería asustarla… quería que se alejara de él… Yo… la seguí esa noche, sí… Pero no fue mi culpa… fue un accidente…

Mis dedos se crisparon.

Accidente.

La palabra retumbó en mi cabeza como una broma macabra.

No hubo accidente.

Hubo una decisión. Una persecución. Un asesinato.

Y ahora, lo único que quedaba por decidir era si Isabella Dorne saldría viva de esta noche.

Me incliné hacia ella, observándola con interés.

—Sabes… —murmuré, deslizando mi mano por su mejilla—. Podría matarte ahora mismo. Podría hacer que todo el dolor que causaste se grabe en cada fibra de tu ser antes de verte desangrar en este suelo frío.

Su labio inferior tembló.

—P-por favor…

Mi sonrisa se amplió.

—Pero no lo haré.

Su expresión se tornó confusa, aterrada.

—¿Qué… qué quieres decir?

Me enderecé, limpiando el rastro de sangre en mi camisa.

—El infierno en la Tierra es mucho peor que una muerte rápida, Isabella.

Me incliné una última vez y susurré:

—Voy a destruir todo lo que amas.

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