No necesitaba verla del todo para saber que estaba hermosa ahí, rendida pero desafiante, con ese cuerpo que parecía esculpido por manos que conocían el deseo, por dedos que entendían lo que era la tentación y la arrogancia en la misma proporción. No necesitaba verla, porque podía sentirla. Era esa clase de presencia que llena la habitación con el peso de su propia existencia, con la gravedad de su piel desnuda y su voz que parecía siempre estar al borde de una provocación.
Estaba tendida frente a mí como un maldito desafío. Como una apuesta que no estaba seguro de querer ganar, pero que sabía que iba a jugar hasta el final.
Me arrodillé en la cama, entre sus piernas, y la observé por un largo momento. No porque dudara, sino porque quería memorizar ese instante con más precisión. Ella estaba ahí, completamente expuesta, y aun así no parecía frágil. Al contrario. Su vulnerabilidad era una máscara más. Una trampa. Había algo en la forma en la que me miraba, en cómo alzaba apenas el mentó