Después de decir esas palabras, la tomé del cabello y la llevé a la cocina mientras ella luchaba para que la soltara.
Las cuerdas crujieron cuando las ajusté con fuerza. Isabella Dorne se retorció como un pez fuera del agua, jadeando, gimiendo, y suplicando. Con un sonido irritante, casi patético.
—Por favor… —sollozó, con sus muñecas forcejeando contra el amarre—. No me hagas daño…
—¿Daño? —reí, inclinándome sobre ella, dejando que mi aliento rozara su mejilla húmeda—. Isabella, querida… No tienes idea de lo que significa realmente esa palabra.
Las lágrimas se deslizaban por su piel pálida, y sus ojos temblaban como si estuvieran al borde de deshacerse en pedazos. Un espectáculo hermoso, sin duda. No se veía tan elegante ahora, ¿verdad?
—Vamos a hacer esto simple —susurré, acariciando su mejilla con la punta de un cuchillo—. Quiero la verdad.
—¡Te dije la verdad! ¡Te lo juro!
Suspiré. Qué agotador.
—Las cartas. —Apreté su mandíbula, obligándola a mirarme a los ojos—. ¿Dónde están?
Su miedo era tan fuerte que casi podía olerlo. Isabella tartamudeó, con su voz temblorosa.
—En… en el armario de mi esposo… detrás de una caja…
Sonreí.
—Buena chica.
La solté y me enderecé, dándole una última mirada antes de salir de la cocina. A mis espaldas, sus sollozos eran como una dulce melodía.
Subí las escaleras con calma, disfrutando la ironía de todo esto. Si lo que decía era cierto, si Amelia realmente había sido la amante de su esposo, esto debía doler. Pero lo único que sentía era… curiosidad.
No creía ni una maldita palabra.
Entré en la habitación y busqué el armario. Estaba cerrado con llave. Qué tierno. Como si eso pudiera detenerme.
Saqué la navaja del bolsillo y forzé la cerradura en cuestión de segundos. Dentro, un orden enfermizo, ropa perfectamente doblada, zapatos alineados como en un maldito escaparate. Busqué la caja. Y ahí estaba.
La tomé y la coloqué sobre la cama, quitando la tapa.
Cartas. Decenas de ellas.
Tomé la primera y la desplegué lentamente.
"Mi amor, no puedo dejar de pensar en ti. En cómo me haces sentir, en cómo tus labios me incendian la piel. Nunca había sentido algo así. Quiero verte esta noche. No me hagas esperar."
Ah. Qué hermoso. Qué apasionado.
Pero no era Amelia.
No era su letra.
Me reí. Bajé la carta y tomé otra.
"Eres mi adicción. Mi perdición. Cuando me tocas, me siento viva. No soporto estar lejos de ti."
Seguí leyendo, una tras otra, sintiendo cómo la risa se expandía dentro de mí como un veneno delicioso.
Isabella había cometido un error. Uno que iba a pagar con creces.
Tomé el fajo de cartas y volví a la cocina.
Ella alzó la vista al escuchar mis pasos. Sus ojos estaban hinchados, y su piel manchada de miedo.
—Encontré las cartas —murmuré, girando una entre mis dedos.
Su pecho se agitó.
—¿Lo ves? ¡Te dije la verdad! ¡Amelia me lo arrebató todo!
Me incliné sobre ella y la tomé del cabello, obligándola a arquear el cuello. Sus labios temblaron cuando acerqué mi rostro al suyo.
—Qué gracioso que digas eso, Isabella… —misurré contra su piel— porque estas cartas… —deslicé una de ellas por su mejilla— no fueron escritas por Amelia.
Se congeló.
Lo disfruté.
—¿Q-qué? —su voz era un susurro.
La solté con brusquedad y arrojé las cartas sobre la mesa. Algunas se esparcieron por el suelo como hojas muertas.
—Esto no es su letra —declaré, con una sonrisa torcida—. Esto es una falsificación barata.
Sus ojos se abrieron como platos.
—N-no, no es posible… Yo… yo las encontré…
—¿Sí? —ladeé la cabeza, estudiándola con fascinación—. Entonces dime, Isabella… ¿qué es más probable? ¿Que Amelia haya sido la amante de tu esposo… o que tu querido esposo haya sido un maldito mentiroso y que tenga a otra?
Su respiración se volvió errática.
—No… no puede ser…
—Oh, claro que puede ser —me burlé—. Dorne te engañó. Creó una historia, te dio una excusa para justificar su culpa, para hacerte creer que la culpa era de alguien más. Y tú… pobre e ingenua Isabella… te tragaste la mentira como una idiota.
Ella negó con la cabeza, desesperada.
—¡No! ¡No! ¡Él me amaba! ¡Ella lo sedujo!
—Despierta —espeté, tomándola del mentón con fuerza—. Él solo necesitaba a alguien a quien culpar. Y tú… tú fuiste la perra rabiosa que hizo el trabajo sucio.
Vi la comprensión cruzar su rostro como un rayo. Y con ella, el horror.
Maravilloso.
Se desplomó contra la mesa, sollozando.
—No… Dios… ¿qué he hecho…?
Sonreí y acaricié su cabello como si fuera una niña perdida.
—Oh, Isabella… —susurré, inclinándome hasta que mi boca rozó su oído—. Lo que hiciste… fue condenarte.
Ella gimió de terror.
Y yo disfruté cada maldito segundo.
Me aparté de Isabella y la observé. Estaba destrozada, hundida en un océano de horror que ella misma había creado. Sus lágrimas caían como un río, sus sollozos temblaban en su garganta como el último aliento de una criatura herida.
Pero no sentí lástima.
Solo satisfacción.
—¿Quieres saber lo peor de todo? —susurré, deslizando una mano por su cabello enredado, como si la consolara.
Ella no respondió. Apenas respiraba.
—Mataste a mi esposa y a mi hijo… —proseguí, con mi voz impregnada de un veneno dulce—. Y lo hiciste por una mentira.
Sus músculos se tensaron.
—No… no…
—Sí —reí suavemente, disfrutando el escalofrío que recorrió su piel—. No fue Amelia quien te robó a tu esposo. No fue ella quien destruyó tu vida. No fue ella quien merecía morir.
Apreté su mandíbula, obligándola a mirarme.
—Fuiste tú.
Sus ojos, enormes, desbordaban terror.
—No…
—Sí —susurré, con la sonrisa de un lobo hambriento—. Y ahora, Isabella… ahora vas a conocer el infierno.
Se retorció con una desesperación salvaje, forcejeando contra las ataduras, con la boca abierta en un grito ahogado.
—¡Déjame ir! ¡Dios mío, por favor! ¡Yo no sabía! ¡No sabía!
—No me interesa lo que sabías o no sabías. —Mi voz fue un cuchillo en la penumbra—. Lo hiciste. Y ahora lo pagarás.
Su respiración era un caos de jadeos entrecortados. Me incliné sobre ella, dejando que el filo de mi cuchillo rozara su cuello.
—Pero no estarás sola en este viaje, Isabella —susurré, disfrutando su temblor—. No. Porque quiero entender.
Se quedó paralizada.
—¿Q-qué?
—Quiero saber qué tan retorcida es tu mente, qué tan ciega estabas, qué tan estúpida fuiste para creerte esta mentira.
Dejé escapar un suspiro exagerado.
—Y para eso… necesito otra pieza en este juego.
Se le heló la sangre.
—No… por favor, no…
Me reí.
—Oh, sí. Vamos a esperar a tu querido esposo. Porque cuando cruce esa puerta, Isabella… le haremos una fiesta.
Ella comenzó a sacudirse como una muñeca rota.
—¡Por favor! ¡No lo hagas! ¡No lo lastimes!
Rodé los ojos y la empujé contra la mesa con brusquedad.
—¿No lo lastime? —repetí con incredulidad—. Qué hipócrita eres, Isabella. Mataste a una mujer inocente y a mi hijo no nacido sin pestañear, y ahora quieres que me preocupe por un hombre que te usó como un maldito juguete.
Un sollozo estrangulado escapó de su garganta.
—Lo amo…
Bufé.
—No, querida. Lo idolatras. Y por eso lo odias más que a nadie en el fondo de tu miserable alma.
Me giré, paseando por la cocina, esperando.
Él llegaría pronto.
Me aseguré de sentarla en una posición en la que pudiera verlo apenas entrara. Quería que sintiera la desesperación antes de que el verdadero espectáculo comenzara.
Los minutos pasaron.
Isabella murmuraba plegarias inútiles entre lágrimas.
Yo silbaba, tranquilo, disfrutando la atmósfera.
Y entonces, la cerradura de la puerta principal giró.
Me enderecé, con una sonrisa amplia.
—Ah… por fin.
Los pasos firmes de un hombre acostumbrado a la rutina cruzaron la casa. Y cuando dobló la esquina y su mirada aterrizó en Isabella, sus facciones se congelaron en puro horror.—¡Isabella! —corrió hacia ella, sin siquiera verme todavía.Qué conmovedor.Pero antes de que pudiera alcanzarla, me interpuse entre ellos.—Buenas noches, señor Dorne —dije con cortesía.Se detuvo en seco.Su expresión cambió. Pasó del shock a la confusión, luego al reconocimiento, y finalmente… al miedo.Sabía quién era yo.Lo disfruté.—Tú… —susurró.—Yo —asentí, inclinando la cabeza con una sonrisa—. Jeffrey. El hombre cuya esposa mataron.Su garganta se movió en un intento de tragar.—Yo… yo no sé de qué hablas…Me reí.—Por supuesto que no. Pero Isabella sí. ¿Verdad, cariño?Me giré hacia ella. Estaba pálida, con los ojos rojos y el rostro bañado en lágrimas.—Por favor… no…—Díselo —le ordené con dulzura—. Dile por qué lo hiciste.Dorne la miró con confusión.—Isabella… ¿qué está diciendo este hombre?El
El silencio era un sonido hermoso.Isabella, ya no gritaba, no sollozaba.No hacía nada.Solo estaba allí, con los ojos abiertos, en shock, con la piel blanca como una muñeca de porcelana rota.Sonreí, sintiendo una satisfacción cálida en el pecho.Me acerqué a ella lentamente y pasé los dedos por su mejilla.—¿Te diste cuenta de algo, Isabella? —susurré—. No lloraste por él.Ella pestañeó.Lentamente, volvió la mirada hacia mí.Pero sus ojos estaban vacíos.La vida que antes habitaba en ellos había desaparecido.Eso me hizo sonreír aún más.Me incliné sobre ella y la solté de la mesa.Su cuerpo cayó al suelo como un muñeco de trapo.Ni siquiera intentó correr.—Ya no tienes nada —murmuré, arrodillándome junto a ella—. Te lo arrebaté todo, Isabella.Sus labios temblaron.—P-por favor…Ah, qué dulce súplica.—¿Por favor qué?Ella tragó saliva con dificultad.—Mátame…—¿Eso quieres?Asintió.Me reí suavemente.—No te preocupes, Isabella. Voy a complacerte.Me levanté y tomé un cuchillo
★ Isabella Dorne.Diez años. Una maldita década desde que me enviaron a ese frío convento en el extranjero, alejada de todo lo que conocía, encerrada entre paredes grises y reglas estúpidas que nunca pretendí seguir.Diez años desde que mis padres decidieron que era más fácil deshacerse de mí que lidiar con una hija que nunca les importó demasiado. Y ahora, después de tanto tiempo, estaban muertos.Quemados.Recibí la noticia con una extraña sensación de alivio. No porque quisiera verlos sufrir, sino porque al menos ahora no tenía que seguir buscando su amor. La esperanza de ser querida, de ser vista, se había extinguido junto con ellos.Pero la realidad nunca deja de joderte. Me sacaron del convento solo para entregarme a la peor de las carceleras: mi tía.La mujer que se encargó de recordarme todos los días que no era más que un estorbo.—Vas a agradecerme algún día, Isabella —decía con su tono condescendiente mientras me hacía limpiar la casa o servía un vino caro comprado con el d
★ PrologoLa tormenta rugía contra las ventanas, pero nada podía compararse con la tormenta que Isabelle, mi alumna problemática desató dentro de mí.Estaba en mi oficina, sentada sobre mi escritorio con una pierna cruzada sobre la otra, jugando con el borde de su vestido como si fuera la cosa más inocente del mundo. Pero ella no tenía nada de inocente.—Parece tenso, profesor —ronroneó, deslizando una uña sobre sus labios carnosos—. ¿Acaso le incomoda que esté aquí?Inhalé profundamente, tratando de contenerme, pero era inútil. Isabelle sabía perfectamente lo que hacía.—No me incomodas —dije, acercándome a ella con pasos lentos y calculados—. Me irritas.Ella arqueó una ceja, claramente divertida.—¿Por qué? —se inclinó un poco más, dejando que su aliento cálido rozara mi piel—. ¿Porque te hago perder el control?No respondí. En cambio, llevé una mano a su rostro y con un movimiento brusco enredé mis dedos en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás.—Porque crees que puedes jug
La lluvia golpeaba el cristal del auto con una furia incesante, como si el cielo derramara todo su dolor sobre mí. Apreté el volante con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos."No quiero salir…", pensé una y otra vez, sintiendo el peso del destino en cada gota que caía, sobre mi auto.—¿Estás seguro de que vas a hacerlo? ¿Podrás hacerlo Jeffrey?—preguntó una voz temblorosa desde el asiento trasero, pero yo no respondí. Mi mente estaba hecha un desastre. Y sabía que nadie estaba, solo era la voz de mi dolor, ese que no me dejaba en paz.Dos tumbas.Mi esposa. Mi hijo.La imagen del rostro de Amelia y la ilusión de mi hijo se mezclaba con la lluvia, nublando mi visión, mientras el frío se filtraba en mis huesos. Pero no era la temperatura la que me helaba, era la ausencia de Amelia la que me congelaba desde adentro.Bajé del auto con pasos pesados, como si cada pisada me recordara la inevitabilidad del dolor. Mientras cruzaba la verja del cementerio, un coro de murmullos me
El destino tiene una forma retorcida de tejer hilos entre personas que jamás deberían cruzarse. Dos semanas. Catorce días y noches observando, analizando, y esperando.La primera vez que la vi, no lo entendí.Su nombre era Isabella Dorne, con una hija con el mismo nombre, ella era una mujer de apariencia pulcra, con una vida que parecía tan distinta a la nuestra que resultaba absurda la idea de que estuviera involucrada en la muerte de Amelia. Y, sin embargo, allí estaba.Isabella vivía en una casa de dos pisos, con un jardín bien cuidado y una rutina meticulosamente estructurada. Su esposo salía todas las mañanas a trabajar y no regresaba hasta tarde en la noche. Ella, por su parte, iba a una galería, tomaba café en la misma cafetería a las 10:00 a. m., asistía a clases de pintura dos veces por semana y, por las noches, se encerraba en su casa como si escondiera algo.Yo la observaba desde lejos, estudiándola como un depredador. No tenía sentido. ¿Qué relación tenía con Amelia? ¿Por