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Capítulo 4 El infierno tiene mi nombre

Después de decir esas palabras, la tomé del cabello y la llevé a la cocina mientras ella luchaba para que la soltara.

Las cuerdas crujieron cuando las ajusté con fuerza. Isabella Dorne se retorció como un pez fuera del agua, jadeando, gimiendo, y suplicando. Con un sonido irritante, casi patético.

—Por favor… —sollozó, con sus muñecas forcejeando contra el amarre—. No me hagas daño…

—¿Daño? —reí, inclinándome sobre ella, dejando que mi aliento rozara su mejilla húmeda—. Isabella, querida… No tienes idea de lo que significa realmente esa palabra.

Las lágrimas se deslizaban por su piel pálida, y sus ojos temblaban como si estuvieran al borde de deshacerse en pedazos. Un espectáculo hermoso, sin duda. No se veía tan elegante ahora, ¿verdad?

—Vamos a hacer esto simple —susurré, acariciando su mejilla con la punta de un cuchillo—. Quiero la verdad.

—¡Te dije la verdad! ¡Te lo juro!

Suspiré. Qué agotador.

—Las cartas. —Apreté su mandíbula, obligándola a mirarme a los ojos—. ¿Dónde están?

Su miedo era tan fuerte que casi podía olerlo. Isabella tartamudeó, con su voz temblorosa.

—En… en el armario de mi esposo… detrás de una caja…

Sonreí.

—Buena chica.

La solté y me enderecé, dándole una última mirada antes de salir de la cocina. A mis espaldas, sus sollozos eran como una dulce melodía.

Subí las escaleras con calma, disfrutando la ironía de todo esto. Si lo que decía era cierto, si Amelia realmente había sido la amante de su esposo, esto debía doler. Pero lo único que sentía era… curiosidad.

No creía ni una maldita palabra.

Entré en la habitación y busqué el armario. Estaba cerrado con llave. Qué tierno. Como si eso pudiera detenerme.

Saqué la navaja del bolsillo y forzé la cerradura en cuestión de segundos. Dentro, un orden enfermizo, ropa perfectamente doblada, zapatos alineados como en un maldito escaparate. Busqué la caja. Y ahí estaba.

La tomé y la coloqué sobre la cama, quitando la tapa.

Cartas. Decenas de ellas.

Tomé la primera y la desplegué lentamente.

"Mi amor, no puedo dejar de pensar en ti. En cómo me haces sentir, en cómo tus labios me incendian la piel. Nunca había sentido algo así. Quiero verte esta noche. No me hagas esperar."

Ah. Qué hermoso. Qué apasionado.

Pero no era Amelia.

No era su letra.

Me reí. Bajé la carta y tomé otra.

"Eres mi adicción. Mi perdición. Cuando me tocas, me siento viva. No soporto estar lejos de ti."

Seguí leyendo, una tras otra, sintiendo cómo la risa se expandía dentro de mí como un veneno delicioso.

Isabella había cometido un error. Uno que iba a pagar con creces.

Tomé el fajo de cartas y volví a la cocina.

Ella alzó la vista al escuchar mis pasos. Sus ojos estaban hinchados, y su piel manchada de miedo.

—Encontré las cartas —murmuré, girando una entre mis dedos.

Su pecho se agitó.

—¿Lo ves? ¡Te dije la verdad! ¡Amelia me lo arrebató todo!

Me incliné sobre ella y la tomé del cabello, obligándola a arquear el cuello. Sus labios temblaron cuando acerqué mi rostro al suyo.

—Qué gracioso que digas eso, Isabella… —misurré contra su piel— porque estas cartas… —deslicé una de ellas por su mejilla— no fueron escritas por Amelia.

Se congeló.

Lo disfruté.

—¿Q-qué? —su voz era un susurro.

La solté con brusquedad y arrojé las cartas sobre la mesa. Algunas se esparcieron por el suelo como hojas muertas.

—Esto no es su letra —declaré, con una sonrisa torcida—. Esto es una falsificación barata.

Sus ojos se abrieron como platos.

—N-no, no es posible… Yo… yo las encontré…

—¿Sí? —ladeé la cabeza, estudiándola con fascinación—. Entonces dime, Isabella… ¿qué es más probable? ¿Que Amelia haya sido la amante de tu esposo… o que tu querido esposo haya sido un maldito mentiroso y que tenga a otra?

Su respiración se volvió errática.

—No… no puede ser…

—Oh, claro que puede ser —me burlé—. Dorne te engañó. Creó una historia, te dio una excusa para justificar su culpa, para hacerte creer que la culpa era de alguien más. Y tú… pobre e ingenua Isabella… te tragaste la mentira como una idiota.

Ella negó con la cabeza, desesperada.

—¡No! ¡No! ¡Él me amaba! ¡Ella lo sedujo!

—Despierta —espeté, tomándola del mentón con fuerza—. Él solo necesitaba a alguien a quien culpar. Y tú… tú fuiste la perra rabiosa que hizo el trabajo sucio.

Vi la comprensión cruzar su rostro como un rayo. Y con ella, el horror.

Maravilloso.

Se desplomó contra la mesa, sollozando.

—No… Dios… ¿qué he hecho…?

Sonreí y acaricié su cabello como si fuera una niña perdida.

—Oh, Isabella… —susurré, inclinándome hasta que mi boca rozó su oído—. Lo que hiciste… fue condenarte.

Ella gimió de terror.

Y yo disfruté cada maldito segundo.

Me aparté de Isabella y la observé. Estaba destrozada, hundida en un océano de horror que ella misma había creado. Sus lágrimas caían como un río, sus sollozos temblaban en su garganta como el último aliento de una criatura herida.

Pero no sentí lástima.

Solo satisfacción.

—¿Quieres saber lo peor de todo? —susurré, deslizando una mano por su cabello enredado, como si la consolara.

Ella no respondió. Apenas respiraba.

—Mataste a mi esposa y a mi hijo… —proseguí, con mi voz impregnada de un veneno dulce—. Y lo hiciste por una mentira.

Sus músculos se tensaron.

—No… no…

—Sí —reí suavemente, disfrutando el escalofrío que recorrió su piel—. No fue Amelia quien te robó a tu esposo. No fue ella quien destruyó tu vida. No fue ella quien merecía morir.

Apreté su mandíbula, obligándola a mirarme.

—Fuiste tú.

Sus ojos, enormes, desbordaban terror.

—No…

—Sí —susurré, con la sonrisa de un lobo hambriento—. Y ahora, Isabella… ahora vas a conocer el infierno.

Se retorció con una desesperación salvaje, forcejeando contra las ataduras, con la boca abierta en un grito ahogado.

—¡Déjame ir! ¡Dios mío, por favor! ¡Yo no sabía! ¡No sabía!

—No me interesa lo que sabías o no sabías. —Mi voz fue un cuchillo en la penumbra—. Lo hiciste. Y ahora lo pagarás.

Su respiración era un caos de jadeos entrecortados. Me incliné sobre ella, dejando que el filo de mi cuchillo rozara su cuello.

—Pero no estarás sola en este viaje, Isabella —susurré, disfrutando su temblor—. No. Porque quiero entender.

Se quedó paralizada.

—¿Q-qué?

—Quiero saber qué tan retorcida es tu mente, qué tan ciega estabas, qué tan estúpida fuiste para creerte esta mentira.

Dejé escapar un suspiro exagerado.

—Y para eso… necesito otra pieza en este juego.

Se le heló la sangre.

—No… por favor, no…

Me reí.

—Oh, sí. Vamos a esperar a tu querido esposo. Porque cuando cruce esa puerta, Isabella… le haremos una fiesta.

Ella comenzó a sacudirse como una muñeca rota.

—¡Por favor! ¡No lo hagas! ¡No lo lastimes!

Rodé los ojos y la empujé contra la mesa con brusquedad.

—¿No lo lastime? —repetí con incredulidad—. Qué hipócrita eres, Isabella. Mataste a una mujer inocente y a mi hijo no nacido sin pestañear, y ahora quieres que me preocupe por un hombre que te usó como un maldito juguete.

Un sollozo estrangulado escapó de su garganta.

—Lo amo…

Bufé.

—No, querida. Lo idolatras. Y por eso lo odias más que a nadie en el fondo de tu miserable alma.

Me giré, paseando por la cocina, esperando.

Él llegaría pronto.

Me aseguré de sentarla en una posición en la que pudiera verlo apenas entrara. Quería que sintiera la desesperación antes de que el verdadero espectáculo comenzara.

Los minutos pasaron.

Isabella murmuraba plegarias inútiles entre lágrimas.

Yo silbaba, tranquilo, disfrutando la atmósfera.

Y entonces, la cerradura de la puerta principal giró.

Me enderecé, con una sonrisa amplia.

—Ah… por fin.

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