★ PrologoLa tormenta rugía contra las ventanas, pero nada podía compararse con la tormenta que Isabelle, mi alumna problemática desató dentro de mí.Estaba en mi oficina, sentada sobre mi escritorio con una pierna cruzada sobre la otra, jugando con el borde de su vestido como si fuera la cosa más inocente del mundo. Pero ella no tenía nada de inocente.—Parece tenso, profesor —ronroneó, deslizando una uña sobre sus labios carnosos—. ¿Acaso le incomoda que esté aquí?Inhalé profundamente, tratando de contenerme, pero era inútil. Isabelle sabía perfectamente lo que hacía.—No me incomodas —dije, acercándome a ella con pasos lentos y calculados—. Me irritas.Ella arqueó una ceja, claramente divertida.—¿Por qué? —se inclinó un poco más, dejando que su aliento cálido rozara mi piel—. ¿Porque te hago perder el control?No respondí. En cambio, llevé una mano a su rostro y con un movimiento brusco enredé mis dedos en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás.—Porque crees que puedes jug
La lluvia golpeaba el cristal del auto con una furia incesante, como si el cielo derramara todo su dolor sobre mí. Apreté el volante con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos."No quiero salir…", pensé una y otra vez, sintiendo el peso del destino en cada gota que caía, sobre mi auto.—¿Estás seguro de que vas a hacerlo? ¿Podrás hacerlo Jeffrey?—preguntó una voz temblorosa desde el asiento trasero, pero yo no respondí. Mi mente estaba hecha un desastre. Y sabía que nadie estaba, solo era la voz de mi dolor, ese que no me dejaba en paz.Dos tumbas.Mi esposa. Mi hijo.La imagen del rostro de Amelia y la ilusión de mi hijo se mezclaba con la lluvia, nublando mi visión, mientras el frío se filtraba en mis huesos. Pero no era la temperatura la que me helaba, era la ausencia de Amelia la que me congelaba desde adentro.Bajé del auto con pasos pesados, como si cada pisada me recordara la inevitabilidad del dolor. Mientras cruzaba la verja del cementerio, un coro de murmullos me
El destino tiene una forma retorcida de tejer hilos entre personas que jamás deberían cruzarse. Dos semanas. Catorce días y noches observando, analizando, y esperando.La primera vez que la vi, no lo entendí.Su nombre era Isabella Dorne, con una hija con el mismo nombre, ella era una mujer de apariencia pulcra, con una vida que parecía tan distinta a la nuestra que resultaba absurda la idea de que estuviera involucrada en la muerte de Amelia. Y, sin embargo, allí estaba.Isabella vivía en una casa de dos pisos, con un jardín bien cuidado y una rutina meticulosamente estructurada. Su esposo salía todas las mañanas a trabajar y no regresaba hasta tarde en la noche. Ella, por su parte, iba a una galería, tomaba café en la misma cafetería a las 10:00 a. m., asistía a clases de pintura dos veces por semana y, por las noches, se encerraba en su casa como si escondiera algo.Yo la observaba desde lejos, estudiándola como un depredador. No tenía sentido. ¿Qué relación tenía con Amelia? ¿Por
Después de decir esas palabras, la tomé del cabello y la llevé a la cocina mientras ella luchaba para que la soltara.Las cuerdas crujieron cuando las ajusté con fuerza. Isabella Dorne se retorció como un pez fuera del agua, jadeando, gimiendo, y suplicando. Con un sonido irritante, casi patético.—Por favor… —sollozó, con sus muñecas forcejeando contra el amarre—. No me hagas daño…—¿Daño? —reí, inclinándome sobre ella, dejando que mi aliento rozara su mejilla húmeda—. Isabella, querida… No tienes idea de lo que significa realmente esa palabra.Las lágrimas se deslizaban por su piel pálida, y sus ojos temblaban como si estuvieran al borde de deshacerse en pedazos. Un espectáculo hermoso, sin duda. No se veía tan elegante ahora, ¿verdad?—Vamos a hacer esto simple —susurré, acariciando su mejilla con la punta de un cuchillo—. Quiero la verdad.—¡Te dije la verdad! ¡Te lo juro!Suspiré. Qué agotador.—Las cartas. —Apreté su mandíbula, obligándola a mirarme a los ojos—. ¿Dónde están?Su
Los pasos firmes de un hombre acostumbrado a la rutina cruzaron la casa. Y cuando dobló la esquina y su mirada aterrizó en Isabella, sus facciones se congelaron en puro horror.—¡Isabella! —corrió hacia ella, sin siquiera verme todavía.Qué conmovedor.Pero antes de que pudiera alcanzarla, me interpuse entre ellos.—Buenas noches, señor Dorne —dije con cortesía.Se detuvo en seco.Su expresión cambió. Pasó del shock a la confusión, luego al reconocimiento, y finalmente… al miedo.Sabía quién era yo.Lo disfruté.—Tú… —susurró.—Yo —asentí, inclinando la cabeza con una sonrisa—. Jeffrey. El hombre cuya esposa mataron.Su garganta se movió en un intento de tragar.—Yo… yo no sé de qué hablas…Me reí.—Por supuesto que no. Pero Isabella sí. ¿Verdad, cariño?Me giré hacia ella. Estaba pálida, con los ojos rojos y el rostro bañado en lágrimas.—Por favor… no…—Díselo —le ordené con dulzura—. Dile por qué lo hiciste.Dorne la miró con confusión.—Isabella… ¿qué está diciendo este hombre?El
El silencio era un sonido hermoso.Isabella, ya no gritaba, no sollozaba.No hacía nada.Solo estaba allí, con los ojos abiertos, en shock, con la piel blanca como una muñeca de porcelana rota.Sonreí, sintiendo una satisfacción cálida en el pecho.Me acerqué a ella lentamente y pasé los dedos por su mejilla.—¿Te diste cuenta de algo, Isabella? —susurré—. No lloraste por él.Ella pestañeó.Lentamente, volvió la mirada hacia mí.Pero sus ojos estaban vacíos.La vida que antes habitaba en ellos había desaparecido.Eso me hizo sonreír aún más.Me incliné sobre ella y la solté de la mesa.Su cuerpo cayó al suelo como un muñeco de trapo.Ni siquiera intentó correr.—Ya no tienes nada —murmuré, arrodillándome junto a ella—. Te lo arrebaté todo, Isabella.Sus labios temblaron.—P-por favor…Ah, qué dulce súplica.—¿Por favor qué?Ella tragó saliva con dificultad.—Mátame…—¿Eso quieres?Asintió.Me reí suavemente.—No te preocupes, Isabella. Voy a complacerte.Me levanté y tomé un cuchillo