Los pasos firmes de un hombre acostumbrado a la rutina cruzaron la casa. Y cuando dobló la esquina y su mirada aterrizó en Isabella, sus facciones se congelaron en puro horror.
—¡Isabella! —corrió hacia ella, sin siquiera verme todavía.
Qué conmovedor.
Pero antes de que pudiera alcanzarla, me interpuse entre ellos.
—Buenas noches, señor Dorne —dije con cortesía.
Se detuvo en seco.
Su expresión cambió. Pasó del shock a la confusión, luego al reconocimiento, y finalmente… al miedo.
Sabía quién era yo.
Lo disfruté.
—Tú… —susurró.
—Yo —asentí, inclinando la cabeza con una sonrisa—. Jeffrey. El hombre cuya esposa mataron.
Su garganta se movió en un intento de tragar.
—Yo… yo no sé de qué hablas…
Me reí.
—Por supuesto que no. Pero Isabella sí. ¿Verdad, cariño?
Me giré hacia ella. Estaba pálida, con los ojos rojos y el rostro bañado en lágrimas.
—Por favor… no…
—Díselo —le ordené con dulzura—. Dile por qué lo hiciste.
Dorne la miró con confusión.
—Isabella… ¿qué está diciendo este hombre?
Ella sollozó, temblando.
—Yo… yo…
Suspiré.
—Eres un desastre —bufé, y tomé una de las cartas de la mesa.
Dorne las vio por primera vez y se quedó petrificado.
Le lancé la carta.
—Léela. En voz alta.
Su mano tembló cuando la tomó y la desplegó. Su rostro se tensó al reconocerla.
—“Mi amor, no puedo dejar de pensar en ti. En cómo me haces sentir, en cómo tus labios me incendian la piel…”
Levantó la mirada, incrédulo.
—¿Dónde… dónde conseguiste esto?
Isabella sollozó.
—Las encontré en tu armario…
Dorne palideció.
—Isabella…
—Pensé que era ella… —murmuró con voz rota—. Pensé que era Amelia…
Hubo un largo silencio.
Entonces, Dorne cerró los ojos y dejó escapar una risa amarga.
—Eres más estúpida de lo que pensé.
Isabella se tensó.
—¿Q-qué…?
Dorne la miró con desprecio.
—Dios mío… ¿creíste que ella era mi amante? —Se pasó una mano por el rostro, riéndose en seco—. No lo puedo creer.
El aire cambió.
Ella dejó de respirar.
Y yo sonreí.
—¿No lo era? —pregunté.
Dorne me miró y negó con la cabeza.
—No. Nunca toqué a Amelia. Ni siquiera me gustaba.
La revelación cayó sobre Isabella como una bomba.
Y yo me deleité con su destrucción.
—¿Entonces… entonces con quién eras infiel…? —murmuró con un hilo de voz.
Dorne se encogió de hombros, indiferente.
—Con tu hermana.
Isabella se congeló.
Dorne soltó una risita cruel.
—Dios, qué patética eres. Mataste a una mujer inocente porque no podías ver lo obvio.
Vi cómo algo dentro de Isabella se rompía.
Lo disfruté.
Porque el infierno no solo la había alcanzado.
Se la estaba tragando.
Dorne se rió.
Como si todo esto fuera un maldito chiste para él.
Como si su esposa no estuviera atada a la mesa, destruida, después de descubrir que había matado a mi Amelia y a mi hijo por nada.
Como si él no estuviera a punto de morir.
Lo observé en silencio. Analicé su postura, su manera de respirar, la forma en que su burla se deslizaba por el aire como un insulto.
Qué interesante era el ego humano.
—Así que… —dije, con calma, mientras pasaba un dedo por el filo de mi cuchillo—. Todo esto fue por nada.
Dorne me miró y sonrió.
—Parece que sí.
Asentí lentamente.
—Vaya.
Y luego le clavé el cuchillo en la mano.
El grito que soltó me produjo una satisfacción indescriptible.
Isabella chilló, sacudiéndose inútilmente en la mesa.
Dorne cayó de rodillas, con la otra mano tratando de arrancar la hoja incrustada en su piel.
Me agaché junto a él.
—¿Sabes qué es lo curioso, Dorne? —susurré en su oído, disfrutando sus jadeos de dolor—. Si me hubieras suplicado por tu vida… si hubieras temblado de miedo como tu patética esposa… tal vez te hubiera dado una muerte rápida.
Tiré del cuchillo, desgarrando carne y tendones.
El hombre gritó como un animal herido.
—Pero… —continué, levantándome con calma—. Te reíste.
Dorne se desplomó, sujetándose la mano ensangrentada.
Lo observé.
No era suficiente.
Me acerqué a Isabella, quien lloraba, con la mirada clavada en su esposo.
—Tienes suerte, querida —murmuré, acariciando su mejilla con la punta del cuchillo—. Tendrás el placer de ver cómo él muere antes de que llegue tu turno.
Ella sollozó con fuerza.
—¡No! ¡Por favor! ¡Te lo suplico!
Dorne me miró, con los dientes apretados.
—Hijo de puta…
Me reí.
—¿Sabes? Me gustan los insultos. Significan que todavía te queda energía.
Lo pateé en las costillas con fuerza, haciéndolo rodar sobre su espalda.
Luego me arrodillé sobre él y le presioné el pecho con una mano.
—Te enseñaré algo divertido.
Deslicé el cuchillo por su rostro, lentamente, apenas rozando la piel.
—¿Sabes cómo se siente ser destripado mientras estás vivo, Dorne?
Su cuerpo se tensó debajo de mí.
—Jeffrey…
Le sonreí.
—Lo sabrás en un momento.
Y hundí el cuchillo en su estómago.
Dorne gritó tan fuerte que sentí que el sonido vibraba en mis huesos.
Isabella también chilló, con su cuerpo sacudiéndose violentamente en la mesa.
Pero yo solo me concentré en mi obra.
Moví la hoja en círculos, destruyendo sus órganos.
La sangre brotó como un río.
—Shhh, shhh —susurré, inclinándome sobre su oído—. No te mueras todavía. Quiero que sientas cada segundo.
Dorne tosió sangre, ahogándose.
—P-por favor…
Sonreí con dulzura.
—¿Te duele?
Un hilo de sangre corrió por la comisura de sus labios.
—Sí…
Me acerqué más.
—Imagínate cómo se sintió Amelia cuando murió, imagina la vida que le robaste a mi hijo.
Vi cómo sus pupilas se dilataron.
Ah, qué hermoso era el terror en los ojos de un hombre condenado.
Apreté el cuchillo dentro de su carne y lo retorcí.
Dorne convulsionó, con la boca abierta en un grito sin voz.
—¿Te duele más ahora?
Un espasmo sacudió su cuerpo.
Pero no lo dejé morir.
No todavía.
Me levanté y caminé hacia Isabella.
—Es tu turno —murmuré.
Ella sacudió la cabeza frenéticamente.
—¡No! ¡No! ¡Por favor! ¡Jeffrey, no!
Dorne apenas logró alzar la mano ensangrentada hacia mí.
—N-no… la toques…
Me reí.
—¿Protegerla ahora? Qué conmovedor.
Tomé un cuchillo más grande de la mesa y lo levanté.
Isabella gritó.
Dorne trató de arrastrarse hacia ella.
Y yo…
Yo lo decapité.
El sonido del filo atravesando carne y hueso fue delicioso.
La cabeza de Dorne cayó al suelo con un golpe sordo.
Y la sangre explotó en todas direcciones, cubriendo el suelo y salpicando el rostro de Isabella.
Ella se quedó en shock.
Petrificada.
Ni siquiera podía gritar.
Me arrodillé junto a la cabeza cercenada de su esposo y la levanté por el cabello.
—Míralo —le ordené, acercándosela—. Míralo bien, Isabella.
Ella comenzó a temblar, con los labios abiertos en un jadeo silencioso.
—Tú causaste esto —susurré en su oído—. Tú destruiste mi vida… y ahora te estoy devolviendo el favor.
Se ahogó en un sollozo desgarrador.
—Por favor…
Me reí suavemente.
—Lo siento, querida. Pero no pienso dejarte ir tan fácil.
Le di un leve golpe con la cabeza muerta de su esposo.
Y entonces, la verdadera tortura comenzó.
Porque Isabella no solo iba a morir.
Primero iba a suplicar por ello.
Y yo iba a asegurarme de que cada segundo de su existencia fuera un infierno.
El silencio era un sonido hermoso.Isabella, ya no gritaba, no sollozaba.No hacía nada.Solo estaba allí, con los ojos abiertos, en shock, con la piel blanca como una muñeca de porcelana rota.Sonreí, sintiendo una satisfacción cálida en el pecho.Me acerqué a ella lentamente y pasé los dedos por su mejilla.—¿Te diste cuenta de algo, Isabella? —susurré—. No lloraste por él.Ella pestañeó.Lentamente, volvió la mirada hacia mí.Pero sus ojos estaban vacíos.La vida que antes habitaba en ellos había desaparecido.Eso me hizo sonreír aún más.Me incliné sobre ella y la solté de la mesa.Su cuerpo cayó al suelo como un muñeco de trapo.Ni siquiera intentó correr.—Ya no tienes nada —murmuré, arrodillándome junto a ella—. Te lo arrebaté todo, Isabella.Sus labios temblaron.—P-por favor…Ah, qué dulce súplica.—¿Por favor qué?Ella tragó saliva con dificultad.—Mátame…—¿Eso quieres?Asintió.Me reí suavemente.—No te preocupes, Isabella. Voy a complacerte.Me levanté y tomé un cuchillo
★ Isabella Dorne.Diez años. Una maldita década desde que me enviaron a ese frío convento en el extranjero, alejada de todo lo que conocía, encerrada entre paredes grises y reglas estúpidas que nunca pretendí seguir.Diez años desde que mis padres decidieron que era más fácil deshacerse de mí que lidiar con una hija que nunca les importó demasiado. Y ahora, después de tanto tiempo, estaban muertos.Quemados.Recibí la noticia con una extraña sensación de alivio. No porque quisiera verlos sufrir, sino porque al menos ahora no tenía que seguir buscando su amor. La esperanza de ser querida, de ser vista, se había extinguido junto con ellos.Pero la realidad nunca deja de joderte. Me sacaron del convento solo para entregarme a la peor de las carceleras: mi tía.La mujer que se encargó de recordarme todos los días que no era más que un estorbo.—Vas a agradecerme algún día, Isabella —decía con su tono condescendiente mientras me hacía limpiar la casa o servía un vino caro comprado con el d
★ PrologoLa tormenta rugía contra las ventanas, pero nada podía compararse con la tormenta que Isabelle, mi alumna problemática desató dentro de mí.Estaba en mi oficina, sentada sobre mi escritorio con una pierna cruzada sobre la otra, jugando con el borde de su vestido como si fuera la cosa más inocente del mundo. Pero ella no tenía nada de inocente.—Parece tenso, profesor —ronroneó, deslizando una uña sobre sus labios carnosos—. ¿Acaso le incomoda que esté aquí?Inhalé profundamente, tratando de contenerme, pero era inútil. Isabelle sabía perfectamente lo que hacía.—No me incomodas —dije, acercándome a ella con pasos lentos y calculados—. Me irritas.Ella arqueó una ceja, claramente divertida.—¿Por qué? —se inclinó un poco más, dejando que su aliento cálido rozara mi piel—. ¿Porque te hago perder el control?No respondí. En cambio, llevé una mano a su rostro y con un movimiento brusco enredé mis dedos en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás.—Porque crees que puedes jug
La lluvia golpeaba el cristal del auto con una furia incesante, como si el cielo derramara todo su dolor sobre mí. Apreté el volante con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos."No quiero salir…", pensé una y otra vez, sintiendo el peso del destino en cada gota que caía, sobre mi auto.—¿Estás seguro de que vas a hacerlo? ¿Podrás hacerlo Jeffrey?—preguntó una voz temblorosa desde el asiento trasero, pero yo no respondí. Mi mente estaba hecha un desastre. Y sabía que nadie estaba, solo era la voz de mi dolor, ese que no me dejaba en paz.Dos tumbas.Mi esposa. Mi hijo.La imagen del rostro de Amelia y la ilusión de mi hijo se mezclaba con la lluvia, nublando mi visión, mientras el frío se filtraba en mis huesos. Pero no era la temperatura la que me helaba, era la ausencia de Amelia la que me congelaba desde adentro.Bajé del auto con pasos pesados, como si cada pisada me recordara la inevitabilidad del dolor. Mientras cruzaba la verja del cementerio, un coro de murmullos me
El destino tiene una forma retorcida de tejer hilos entre personas que jamás deberían cruzarse. Dos semanas. Catorce días y noches observando, analizando, y esperando.La primera vez que la vi, no lo entendí.Su nombre era Isabella Dorne, con una hija con el mismo nombre, ella era una mujer de apariencia pulcra, con una vida que parecía tan distinta a la nuestra que resultaba absurda la idea de que estuviera involucrada en la muerte de Amelia. Y, sin embargo, allí estaba.Isabella vivía en una casa de dos pisos, con un jardín bien cuidado y una rutina meticulosamente estructurada. Su esposo salía todas las mañanas a trabajar y no regresaba hasta tarde en la noche. Ella, por su parte, iba a una galería, tomaba café en la misma cafetería a las 10:00 a. m., asistía a clases de pintura dos veces por semana y, por las noches, se encerraba en su casa como si escondiera algo.Yo la observaba desde lejos, estudiándola como un depredador. No tenía sentido. ¿Qué relación tenía con Amelia? ¿Por
Después de decir esas palabras, la tomé del cabello y la llevé a la cocina mientras ella luchaba para que la soltara.Las cuerdas crujieron cuando las ajusté con fuerza. Isabella Dorne se retorció como un pez fuera del agua, jadeando, gimiendo, y suplicando. Con un sonido irritante, casi patético.—Por favor… —sollozó, con sus muñecas forcejeando contra el amarre—. No me hagas daño…—¿Daño? —reí, inclinándome sobre ella, dejando que mi aliento rozara su mejilla húmeda—. Isabella, querida… No tienes idea de lo que significa realmente esa palabra.Las lágrimas se deslizaban por su piel pálida, y sus ojos temblaban como si estuvieran al borde de deshacerse en pedazos. Un espectáculo hermoso, sin duda. No se veía tan elegante ahora, ¿verdad?—Vamos a hacer esto simple —susurré, acariciando su mejilla con la punta de un cuchillo—. Quiero la verdad.—¡Te dije la verdad! ¡Te lo juro!Suspiré. Qué agotador.—Las cartas. —Apreté su mandíbula, obligándola a mirarme a los ojos—. ¿Dónde están?Su