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Capítulo 2 Dolor, alcohol y una verdad oculta

La lluvia golpeaba el cristal del auto con una furia incesante, como si el cielo derramara todo su dolor sobre mí. Apreté el volante con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos.

"No quiero salir…", pensé una y otra vez, sintiendo el peso del destino en cada gota que caía, sobre mi auto.

—¿Estás seguro de que vas a hacerlo? ¿Podrás hacerlo Jeffrey?—preguntó una voz temblorosa desde el asiento trasero, pero yo no respondí. Mi mente estaba hecha un desastre. Y sabía que nadie estaba, solo era la voz de mi dolor, ese que no me dejaba en paz.

Dos tumbas.

Mi esposa. Mi hijo.

La imagen del rostro de Amelia y la ilusión de mi hijo se mezclaba con la lluvia, nublando mi visión, mientras el frío se filtraba en mis huesos. Pero no era la temperatura la que me helaba, era la ausencia de Amelia la que me congelaba desde adentro.

Bajé del auto con pasos pesados, como si cada pisada me recordara la inevitabilidad del dolor. Mientras cruzaba la verja del cementerio, un coro de murmullos me golpeó, una mezcla de condolencias, miradas de lástima y palabras susurradas, como si el silencio pudiera detener el inevitable sufrimiento.

—“Se siente como si todos estuvieran juzgándome…” —murmuré para mis adentros, sin esperar respuesta.

Entre la multitud, la indiferencia se sentía casi palpable.

Avancé sin saludar, sin detenerme a escuchar las palabras vacías de quienes apenas comprendían la magnitud de mi pérdida. Solo quería verlos… necesitaba verlos de nuevo, sentir que aunque sus cuerpos reposaran en cajas de madera, de alguna forma aún estaban presentes en mi mundo.

Mis ojos se posaron en los ataúdes y, en ese instante, sentí que algo vital se me arrancaba del alma.

—Amelia… —solté en voz baja, casi como una súplica.

—Nuestro hijo… —añadí, y mi voz se quebró.

Los cuerpos inertes, encerrados en cajas destinadas a desaparecer bajo tierra, me recordaban la injusticia de seguir respirando cuando ellos ya no podían.

—¡No, esto no puede ser! —exclamé, y la incredulidad se mezcló con la rabia.

Mis rodillas cedieron, y caí al suelo sin poder oír nada más que el rugido de mi propio dolor.

—Jeffrey, ¡levántate! —gritó alguien entre la multitud, pero mis oídos estaban sordos por el estruendo de mi desesperación.

Me arrastré hacia los ataúdes, aferrándome a ellos como si con mi fuerza pudiera devolverme a un pasado donde todo aún era posible.

—No… no me los quiten… —susurré con voz rota, mientras mis manos temblaban y mi visión se nublaba.

Una mano cálida se posó sobre mi hombro.

—Tienes que luchar —dijo una voz firme. Era la de Alan, mi único amigo que se había quedado en medio de este infierno.

Con un gruñido, me solté de su agarre.

—¡Déjenme! ¡Déjenme con ellos! —grité, como si al gritar pudiera arrancarles la vida a la injusticia.

Alan se acercó con cautela, dejando que mis lágrimas se mezclaran con la lluvia.

—Jeff, escúchame —insistió en un tono suave, casi desesperado—. Sé que duele, pero tienes que mantenerte en pie. Amelia no querría verte así.

No respondí, mi única respuesta era el eco de mi propio sufrimiento.

Las horas siguientes se disolvieron. No recuerdo mucho de lo que pasó después del funeral; lo único que quedó fue un vacío inmenso, un abismo que intenté llenar con alcohol y distracciones.

Cada noche me perdía en bares oscuros, rodeado de humo y risas ajenas que apenas lograban ahogar el clamor de mi interior. Me convertí en el hombre que alguna vez desprecié: un desastre en busca de un alivio temporal.

Una noche, en medio del bullicio de un bar mal iluminado, Alan se me acercó mientras terminábamos unas copas.

—Joder, Jeff… —gruñó, apartándome la botella de whisky de las manos—. ¿Hasta cuándo vas a seguir con esto?

Me reí con una risa amarga, sabiendo que cada carcajada era una burla a la memoria de Amelia.

—¿Y qué quieres que haga, Alan? ¿Que regrese a una vida que se ha ido?

Alan me miró fijamente, con la furia contenida en sus ojos, pero también con un rastro de compasión.

—Vas a perder la plaza en la universidad, y con ella tu futuro.

—No me importa... me importa una m****a —replicó mi voz con tono desafiado.

—Claro que sí te importa, imbécil. Amelia quería verte triunfar.

El simple nombre de mi esposa hizo que mi interior se retorciera en una mezcla de amor y culpa.

—No hables de ella —advertí con voz áspera, intentando sofocar el dolor.

Alan insistió, sin ceder:

—¿Por qué no? ¿Te duele admitir que la perdiste? ¿Prefieres enterrarte en alcohol y mujeres antes que enfrentar la verdad?

Me planté frente a él, y una sonrisa amarga se dibujó en mis labios mientras recordaba viejas historias de juventud.

—Mira quién me da lecciones de moral… Alan, el mismo cabrón al que le cogía a su novia en la universidad —dije, dejando escapar una risa sin alegría.

El rostro de Alan se endureció, y por un instante pensé que iba a darme un golpe que tal vez merecía. Sin embargo, en lugar de eso, suspiró y pasó una mano por su cabello, visiblemente dolido.

—No me jodas, Jeff. No es el momento para recordar el pasado.

—¿Por qué no? ¿Te incomoda? ¿Ni siquiera sabes lo que siento? —respondí, sintiendo que las palabras se convertían en dagas en medio del silencio.

Alan apretó los puños y, con una voz quebrada, dijo:

—No me lo recuerdes… todavía tengo ganas de romperte la cara por todo eso.

Ríe, aunque su risa se perdió entre el humo del bar y el sonido de la tristeza.

—Hazlo. Rompe la cara del miserable que perdió a su esposa y a su hijo. —Retorcí mis palabras con una risa hueca.

Alan se quedó en silencio unos segundos, dejando caer los hombros, y me miró con furia y lástima que me resultó insoportable.

—Eres un idiota, Jeff. Pero... —susurró, bajando la voz—, Amelia te amaba, y tú lo sabes.

En ese instante, mi risa se apagó en la garganta. Sentí cómo el aire me faltaba y mis labios temblaban al pronunciar:

—La extraño… Extraño tanto a Amelia… Quería conocer a mi hijo…

Por unos largos minutos, el silencio se apoderó de nosotros. Alan se sentó a mi lado, y entre suspiros y pausas, casi sin palabras, dijo:

—Lo sé, hermano. Lo sé demasiado bien.

No hubo más palabras esa noche, solo el incesante murmullo del alcohol y la melancolía de un pasado que parecía imposible de recuperar.

Los días siguientes se sucedieron sin tregua, y en medio del caos, encontré algo que cambiaría mi vida: unas cartas escondidas en una de las cajas donde Amelia guardaba sus pertenencias. Con manos aún temblando por el dolor, abrí la primera y sentí un escalofrío recorrer mi espalda.

—¿Qué es esto? —pregunté en voz baja, sin atreverme a creer lo que mis ojos leían.

Cada carta estaba impregnada de un odio punzante. Amenazas, mensajes oscuros y palabras que cortaban como cuchillos.

"Te arrepentirás de haberme robado lo que es mío."

"Voy a destruirte, Amelia."

"No mereces la felicidad que me arrebataste."

Alan se inclinó sobre mí, con el ceño fruncido, leyendo en voz baja:

—Esto no es una simple broma…

Mi mandíbula se tensó, y el dolor se mezcló con la ira. Cerré los puños con fuerza y, entre sollozos, juré:

—Voy a averiguar quién hizo esto.

Las investigaciones, torpes y llenas de tropiezos, nos llevaron hasta un nombre que parecía sacado de una pesadilla. A una mujer, oscura y misteriosa, vinculada a las amenazas que habían perseguido a Amelia.

—No puede ser una coincidencia —murmuré, sintiendo que el corazón se me aceleraba.

Alan asintió con una expresión sombría y añadió:

—Tenemos que ir más allá, Jeff. Necesitamos pruebas contundentes, algo que nos diga la verdad.

Decidimos revisar las cámaras de tránsito de aquella fatídica noche. Mientras mirábamos la grabación, mi estómago se revolvió al ver un auto que seguía a Amelia durante todo el trayecto.

—Mira, ahí está. Ella aceleró, como si sintiera el peligro —comentó Alan, señalando la pantalla con rabia.

La grabación mostraba claramente cómo, a pesar de haber percibido la presencia amenazante, Amelia no pudo detenerse. La imagen se quedó grabada en mi mente.

—Es la misma hora en que Amelia me llamó —dije en voz baja, recordando aquella llamada perdida porque mi teléfono estaba sin batería.

El horror me embargó al comprender la conexión entre las amenazas, la persecución y ese fatídico llamado.

—No fue un accidente… —murmuré con la voz quebrada.

Alan miró fijamente la pantalla, y su rostro se volvió pálido.

—No… No lo fue —afirmó, casi en un susurro, mientras trazaba el número de placa del auto.

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