Me detuve justo debajo de su ombligo, con los labios rozando apenas la línea de su piel. El sabor de ella ya estaba en mi lengua, una mezcla de perfume liviano, sudor tibio y esa esencia inconfundible que solo emana del deseo contenido demasiado tiempo. Su vientre temblaba bajo mi boca como una cuerda tensa a punto de romperse, y por un segundo, solo un segundo, respiré su aroma con la devoción de un animal salvaje que ha cazado a su presa.
No había ternura en ese acto. Nada que se pareciera al cariño. Era hambre. Yo también estaba al borde. No por amor. No por esa conexión que en otros momentos y en otras camas algunos persiguen como un anhelo puro. No. Esto era otra cosa. Era la urgencia de la carne, el impulso salvaje de poseer, de marcar, de arrancar de su cuerpo cada sonido, cada espasmo, cada estremecimiento que se atreviera a negarme.
Mis dientes rozaron la curva de su cadera, apenas una caricia, pero lo suficientemente firme como para hacerla tensarse. No se apartó. No se quej