Los movimientos se volvieron más intensos, más erráticos, como si el ritmo de nuestros cuerpos ya no respondiera a nuestra voluntad, sino a una urgencia más profunda, más instintiva. Cada embestida era un golpe contra el borde de la cordura, una llamada desesperada al clímax que sabíamos inevitable. El sonido de nuestros cuerpos encontrándose, el roce húmedo y voraz de la piel contra la piel, llenaba la habitación con una sinfonía carnal que parecía arrastrarnos, y consumirnos.
Yo sentía cómo ella se contraía a mi alrededor, cómo cada fibra de su ser me apretaba con una ferocidad inesperada. Era como si su cuerpo se negara a dejarme escapar, como si su deseo fuera un ancla hundida en lo más profundo de su vientre. Mis manos, aferradas a sus caderas, no la soltaban. La sostenían con una mezcla de urgencia y devoción, guiando su vaivén, marcando un ritmo frenético que no necesitaba palabras, solo instinto.
Ese cuerpo... Lo había explorado con la devoción de un escultor, con la obsesión