★ Prologo
La tormenta rugía contra las ventanas, pero nada podía compararse con la tormenta que Isabelle, mi alumna problemática desató dentro de mí.
Estaba en mi oficina, sentada sobre mi escritorio con una pierna cruzada sobre la otra, jugando con el borde de su vestido como si fuera la cosa más inocente del mundo. Pero ella no tenía nada de inocente.
—Parece tenso, profesor —ronroneó, deslizando una uña sobre sus labios carnosos—. ¿Acaso le incomoda que esté aquí?
Inhalé profundamente, tratando de contenerme, pero era inútil. Isabelle sabía perfectamente lo que hacía.
—No me incomodas —dije, acercándome a ella con pasos lentos y calculados—. Me irritas.
Ella arqueó una ceja, claramente divertida.
—¿Por qué? —se inclinó un poco más, dejando que su aliento cálido rozara mi piel—. ¿Porque te hago perder el control?
No respondí. En cambio, llevé una mano a su rostro y con un movimiento brusco enredé mis dedos en su cabello, inclinando su cabeza hacia atrás.
—Porque crees que puedes jugar conmigo y salir ilesa.
Un jadeo escapó de sus labios. Sus pupilas se dilataron con anticipación, y una sonrisa provocadora se dibujó en su boca.
—Tal vez quiero que me atrapes.
Un gruñido grave resonó en mi pecho. Deslicé mi pulgar sobre sus labios entreabiertos, trazando su contorno con lentitud, disfrutando de la sensación de su piel caliente bajo mis dedos.
—¿Sabes lo que me pasa cuando una mujer me provoca de esta manera? —murmuré contra su oído, dejando que mi voz baja y oscura la envolviera.
—¿Qué te pasa? —susurró, con una sonrisa traviesa.
Apreté su mandíbula con suavidad pero con firmeza, obligándola a mantener la mirada en la mía.
—Que la tomo. Sin delicadeza. Sin piedad. Hasta que no pueda recordar su propio nombre.
Ella tembló bajo mi toque, pero lejos de apartarse, presionó sus muslos alrededor de mi cintura, atrayéndome más cerca.
—Hazlo entonces —susurró, con voz entrecortada—. Atrévete.
Y lo hice.
Mi boca se estrelló contra la suya en un beso feroz, y posesivo. No hubo gentileza, no hubo paciencia. Isabelle gemía contra mis labios, con sus uñas clavándose en mi camisa mientras yo exploraba cada rincón de su boca con mi lengua.
Mis manos bajaron por su espalda, recorriendo cada curva con una caricia ardiente antes de agarrar sus muslos y levantarlos con facilidad.
—Eres un maldito dominante —jadeó, arqueándose contra mí.
—Y tú eres una maldita provocadora —gruñí, mordiendo su labio inferior con fuerza.
Ella sonrió contra mi boca, enredando sus dedos en mi cabello y tirando de él lo suficiente para hacerme gruñir.
—¿No es eso lo que te encanta de mí?
Mis manos bajaron hasta sus caderas y, con un solo movimiento, la giré hasta hacerla quedar contra el escritorio.
—Me encanta verte sometida a mi voluntad —murmuré, deslizando mis dedos por su espalda, subiendo lentamente el vestido hasta dejar su piel expuesta—. Me encanta saber que, por mucho que me provoques, siempre terminas exactamente donde quiero.
Un jadeo escapó de sus labios cuando mis dedos recorrieron la curva de su trasero, apretándola contra mí.
—Y dime, Isabelle —susurré contra su oído—, ¿hasta dónde estás dispuesta a llegar esta noche?
Ella volteó el rostro, con su aliento cálido chocando contra mis labios.
—Llévame hasta donde tú quieras, Jeffrey.
Un gruñido bajo salió de mi garganta. Sujeté su barbilla entre mis dedos y la obligué a mirarme.
—Espero que recuerdes esas palabras.
Mis labios descendieron por su cuello, mordiendo y besando cada centímetro de su piel mientras mis manos viajaban sin prisa por su cuerpo. Isabelle jadeaba bajo mi toque, retorciéndose contra mí.
—Profesor… —gimió, con la voz temblorosa.
—Dilo más fuerte —ordené, deslizando mis labios hasta su oído.
—Profesor…
Mis dedos bajaron lentamente por su abdomen, explorando con lentitud y provocación, disfrutando cada reacción de su cuerpo.
—Dímelo como si realmente lo necesitaras —susurré.
—Te necesito…
Me detuve por un segundo, mirándola fijamente.
—Buena chica.
La devoré. Mis labios, mis manos, mi lengua, cada parte de mí estaba sobre ella, dentro de ella, reclamándola. Su piel ardía, sus gemidos eran pura música para mis oídos. Isabelle se aferró a mí, perdida en el placer, entregándose completamente a mi dominio.
No hubo nada suave en lo que hicimos esa noche. Solo deseo puro, salvaje y desenfrenado.
Y cuando finalmente la tuve rendida bajo mí, jadeando mi nombre en medio de la oscuridad, supe que jamás me cansaría de tomarla de esta manera.
—Eres mía, Isabelle —murmuré contra sus labios—. Y no voy a dejarte olvidar eso.
Ella sonrió, aún temblando.
—No quiero olvidarlo.
Y con eso, volví a hacerla mía.
Capítulo 1 Años atrás
★ Jeffrey
El aroma de las velas aromáticas llenaba la habitación, mezclándose con el tenue sonido del jazz que resonaba en el fondo. La iluminación suave proyectaba sombras danzantes en las paredes, creando un ambiente casi etéreo. El vino tinto sin alcohol en nuestras copas estaba casi olvidado porque, en este momento, lo único que importaba era la mujer que gemía debajo de mí.
—Jeff… —susurró Amelia con la voz entrecortada, con sus uñas deslizándose por mi espalda desnuda.
La calidez de su cuerpo contra el mío era un fuego que consumía mis sentidos. Hundí el rostro en la curva de su cuello y besé su piel, dejando un camino de besos húmedos hasta su clavícula. La suavidad de su piel, el perfume natural que despedía después de un largo baño, el leve jadeo de su respiración entrecortada… Todo en ella era hipnótico.
Moví mis caderas con lentitud, disfrutando cada sonido que escapaba de sus labios. Amelia arqueó la espalda, aferrándose a mis hombros, y enredó sus piernas en mi cintura, atrapándome en su calor. La sensación de su vientre redondeado por nuestra creación entre nosotros me llenaba de una mezcla de ternura y deseo.
—Eres tan hermosa… —murmuré contra su piel, sintiendo su respiración acelerada bajo mis labios—. Mía. Solo mía.
Ella sonrió entre jadeos, y su risa se sintió como una melodía celestial.
—¿Y tú, mío?
—Siempre. —Sellé mi promesa con un beso profundo y desesperado.
El placer nos envolvió como un torbellino, arrastrándonos sin piedad hasta que todo explotó en una espiral de sensaciones. Amelia se aferró a mí con fuerza mientras su cuerpo temblaba al unísono con el mío.
Permanecimos abrazados, cubiertos de sudor y con la respiración agitada. Su piel seguía cálida, y sus mejillas encendidas. Me aseguré de abrazarla con firmeza, como si el simple acto de sostenerla evitara que el mundo nos arrebatara este momento.
—Tienes que irte al trabajo… —dijo de repente, con voz perezosa, rompiendo la burbuja que nos envolvía.
Fruncí el ceño y la atrapé con más fuerza.
—No. Me voy a quedar aquí, abrazado a mi esposa desnuda y embarazada.
Ella rió suavemente y alzó el rostro para besarme en la mandíbula.
—Si no vas, te despedirán.
—Me están explotando —me quejé, fingiendo un profundo sufrimiento—. Me dejas solito, Am… ¿Cómo esperas que sobreviva sin ti por unas horas?
Amelia rodó los ojos con una sonrisa burlona. Con un movimiento ágil, se subió sobre mí, montándome con facilidad a pesar del pequeño bulto en su vientre.
—Pobre de mi esposo… —murmuró con ternura, mientras sus dedos jugaban con los mechones de mi cabello—. No sé cómo has sobrevivido sin mí todos estos años.
Pasé las manos por su piel, recorriéndola hasta llegar a su vientre. Justo en ese momento, sentí un leve movimiento bajo mis palmas y mi corazón se detuvo un segundo antes de explotar en emoción.
—¡Se movió! —exclamé, mirándola con los ojos brillantes.
Amelia también lo sintió, porque dejó escapar un jadeo de sorpresa y cubrió mis manos con las suyas.
—Sí… Se está moviendo mucho.
Me incliné y besé su barriga con ternura.
—Ya quieres conocer a papá, ¿verdad, chiquito? No te preocupes, pronto nos veremos.
Cuando alcé la mirada, Amelia tenía los ojos llenos de lágrimas.
—No llores, mi amor —le susurré, limpiándole una lágrima con el pulgar.
—Es que verte tan feliz me hace amarte más…
Mis labios buscaron los suyos y la besé con toda la devoción que sentía por ella. No planeaba dejarla ir todavía.
—Creo que voy a llegar tarde al trabajo —dije, sonriendo contra su boca.
—¿Ah, sí? —preguntó con sensualidad.
—Ajá.
La atrapé entre mis brazos y la giré, quedando de nuevo sobre ella.
—Jeffrey… —murmuró cuando empecé a besarla otra vez.
—Solo una vez más… —susurré contra su piel.
Y lo hicimos de nuevo.
Cuando finalmente nos rendimos al agotamiento, Amelia apoyó la cabeza en mi pecho y suspiró. Su respiración se mezcló con el sonido del jazz de fondo, creando un ritmo armonioso.
—¿Es completamente necesario que vayas a esa conferencia? —su voz sonó más seria esta vez.
La miré con curiosidad, acariciando su espalda desnuda.
—Amor, sabes que sí. Es fundamental para que me den mi plaza en la universidad.
Ella se mordió el labio inferior y desvió la mirada.
—Lo sé, pero… Es una semana, Jeff. Me tocará ir a ver a tus padres sola.
Le di un beso en la frente.
—Lo siento, mi amor. Sé que es difícil, pero prometo que en cuanto termine la conferencia, manejaré como un desquiciado para volver a tu lado.
Ella sonrió levemente y me dio un suave beso.
—Más te vale.
Se incorporó, dejando al descubierto su piel desnuda y llena de curvas. La observé con admiración, grabándome cada detalle de su silueta.
—Dios, te ves hermosa —murmuré con sinceridad—. Creo que voy a embarazarte más seguido.
Amelia soltó una carcajada y, sin previo aviso, me lanzó una almohada a la cara.
—¡Eres un tonto!
—Pero me amas.
—Demasiado.
Volvió a besarme en la cama y luego se puso de pie, empezando a vestirse. La observé en silencio, memorizando cada movimiento.
Algo dentro de mí me decía que debía atesorar este momento, porque la vida, caprichosa como era, podía arrebatármelo en cualquier instante.
A la mañana siguiente, la realidad me golpeó con un frío abrumador.
Era temprano cuando Amelia me llevó hasta la puerta de casa, envuelta en su bata de algodón y con el cabello enredado de nuestra noche de amor. Se veía hermosa incluso en su estado más despreocupado.
—Cuídate mucho, ¿sí? —susurró contra mis labios antes de besarme.
—Siempre lo hago.
Ella rodó los ojos.
—No, no lo haces. Pero por favor, intenta esta vez.
Solté una risa baja y asentí.
—Te amo, Amelia.
—Te amo más.
Me di la vuelta, caminando hacia el auto con el corazón lleno de amor y la promesa de volver a su lado lo antes posible.
No sabía que esa sería la última vez que la vería con vida.
Horas después, recibiría una llamada que destrozaría todo mi mundo.
Mi esposa y mi hijo habían muerto en un accidente de auto.
Se suponía que tenía que volver a casa con ellos. Se suponía que debía abrazarlos de nuevo. Pero en cambio, regresé a una casa vacía, con el eco de su risa resonando en las paredes y una ausencia que me quemaba el alma.
Mi Amelia. Mi hijo.
Ambos… desaparecidos.
Y yo, condenado a vivir con el peso de haberlos perdido para siempre.
La lluvia golpeaba el cristal del auto con una furia incesante, como si el cielo derramara todo su dolor sobre mí. Apreté el volante con tanta fuerza que mis nudillos se pusieron blancos."No quiero salir…", pensé una y otra vez, sintiendo el peso del destino en cada gota que caía, sobre mi auto.—¿Estás seguro de que vas a hacerlo? ¿Podrás hacerlo Jeffrey?—preguntó una voz temblorosa desde el asiento trasero, pero yo no respondí. Mi mente estaba hecha un desastre. Y sabía que nadie estaba, solo era la voz de mi dolor, ese que no me dejaba en paz.Dos tumbas.Mi esposa. Mi hijo.La imagen del rostro de Amelia y la ilusión de mi hijo se mezclaba con la lluvia, nublando mi visión, mientras el frío se filtraba en mis huesos. Pero no era la temperatura la que me helaba, era la ausencia de Amelia la que me congelaba desde adentro.Bajé del auto con pasos pesados, como si cada pisada me recordara la inevitabilidad del dolor. Mientras cruzaba la verja del cementerio, un coro de murmullos me
El destino tiene una forma retorcida de tejer hilos entre personas que jamás deberían cruzarse. Dos semanas. Catorce días y noches observando, analizando, y esperando.La primera vez que la vi, no lo entendí.Su nombre era Isabella Dorne, con una hija con el mismo nombre, ella era una mujer de apariencia pulcra, con una vida que parecía tan distinta a la nuestra que resultaba absurda la idea de que estuviera involucrada en la muerte de Amelia. Y, sin embargo, allí estaba.Isabella vivía en una casa de dos pisos, con un jardín bien cuidado y una rutina meticulosamente estructurada. Su esposo salía todas las mañanas a trabajar y no regresaba hasta tarde en la noche. Ella, por su parte, iba a una galería, tomaba café en la misma cafetería a las 10:00 a. m., asistía a clases de pintura dos veces por semana y, por las noches, se encerraba en su casa como si escondiera algo.Yo la observaba desde lejos, estudiándola como un depredador. No tenía sentido. ¿Qué relación tenía con Amelia? ¿Por
Después de decir esas palabras, la tomé del cabello y la llevé a la cocina mientras ella luchaba para que la soltara.Las cuerdas crujieron cuando las ajusté con fuerza. Isabella Dorne se retorció como un pez fuera del agua, jadeando, gimiendo, y suplicando. Con un sonido irritante, casi patético.—Por favor… —sollozó, con sus muñecas forcejeando contra el amarre—. No me hagas daño…—¿Daño? —reí, inclinándome sobre ella, dejando que mi aliento rozara su mejilla húmeda—. Isabella, querida… No tienes idea de lo que significa realmente esa palabra.Las lágrimas se deslizaban por su piel pálida, y sus ojos temblaban como si estuvieran al borde de deshacerse en pedazos. Un espectáculo hermoso, sin duda. No se veía tan elegante ahora, ¿verdad?—Vamos a hacer esto simple —susurré, acariciando su mejilla con la punta de un cuchillo—. Quiero la verdad.—¡Te dije la verdad! ¡Te lo juro!Suspiré. Qué agotador.—Las cartas. —Apreté su mandíbula, obligándola a mirarme a los ojos—. ¿Dónde están?Su
Los pasos firmes de un hombre acostumbrado a la rutina cruzaron la casa. Y cuando dobló la esquina y su mirada aterrizó en Isabella, sus facciones se congelaron en puro horror.—¡Isabella! —corrió hacia ella, sin siquiera verme todavía.Qué conmovedor.Pero antes de que pudiera alcanzarla, me interpuse entre ellos.—Buenas noches, señor Dorne —dije con cortesía.Se detuvo en seco.Su expresión cambió. Pasó del shock a la confusión, luego al reconocimiento, y finalmente… al miedo.Sabía quién era yo.Lo disfruté.—Tú… —susurró.—Yo —asentí, inclinando la cabeza con una sonrisa—. Jeffrey. El hombre cuya esposa mataron.Su garganta se movió en un intento de tragar.—Yo… yo no sé de qué hablas…Me reí.—Por supuesto que no. Pero Isabella sí. ¿Verdad, cariño?Me giré hacia ella. Estaba pálida, con los ojos rojos y el rostro bañado en lágrimas.—Por favor… no…—Díselo —le ordené con dulzura—. Dile por qué lo hiciste.Dorne la miró con confusión.—Isabella… ¿qué está diciendo este hombre?El
El silencio era un sonido hermoso.Isabella, ya no gritaba, no sollozaba.No hacía nada.Solo estaba allí, con los ojos abiertos, en shock, con la piel blanca como una muñeca de porcelana rota.Sonreí, sintiendo una satisfacción cálida en el pecho.Me acerqué a ella lentamente y pasé los dedos por su mejilla.—¿Te diste cuenta de algo, Isabella? —susurré—. No lloraste por él.Ella pestañeó.Lentamente, volvió la mirada hacia mí.Pero sus ojos estaban vacíos.La vida que antes habitaba en ellos había desaparecido.Eso me hizo sonreír aún más.Me incliné sobre ella y la solté de la mesa.Su cuerpo cayó al suelo como un muñeco de trapo.Ni siquiera intentó correr.—Ya no tienes nada —murmuré, arrodillándome junto a ella—. Te lo arrebaté todo, Isabella.Sus labios temblaron.—P-por favor…Ah, qué dulce súplica.—¿Por favor qué?Ella tragó saliva con dificultad.—Mátame…—¿Eso quieres?Asintió.Me reí suavemente.—No te preocupes, Isabella. Voy a complacerte.Me levanté y tomé un cuchillo
★ Isabella Dorne.Diez años. Una maldita década desde que me enviaron a ese frío convento en el extranjero, alejada de todo lo que conocía, encerrada entre paredes grises y reglas estúpidas que nunca pretendí seguir.Diez años desde que mis padres decidieron que era más fácil deshacerse de mí que lidiar con una hija que nunca les importó demasiado. Y ahora, después de tanto tiempo, estaban muertos.Quemados.Recibí la noticia con una extraña sensación de alivio. No porque quisiera verlos sufrir, sino porque al menos ahora no tenía que seguir buscando su amor. La esperanza de ser querida, de ser vista, se había extinguido junto con ellos.Pero la realidad nunca deja de joderte. Me sacaron del convento solo para entregarme a la peor de las carceleras: mi tía.La mujer que se encargó de recordarme todos los días que no era más que un estorbo.—Vas a agradecerme algún día, Isabella —decía con su tono condescendiente mientras me hacía limpiar la casa o servía un vino caro comprado con el d