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Capítulo 6 Las sombras de la muerte

El silencio era un sonido hermoso.

Isabella, ya no gritaba, no sollozaba.

No hacía nada.

Solo estaba allí, con los ojos abiertos, en shock, con la piel blanca como una muñeca de porcelana rota.

Sonreí, sintiendo una satisfacción cálida en el pecho.

Me acerqué a ella lentamente y pasé los dedos por su mejilla.

—¿Te diste cuenta de algo, Isabella? —susurré—. No lloraste por él.

Ella pestañeó.

Lentamente, volvió la mirada hacia mí.

Pero sus ojos estaban vacíos.

La vida que antes habitaba en ellos había desaparecido.

Eso me hizo sonreír aún más.

Me incliné sobre ella y la solté de la mesa.

Su cuerpo cayó al suelo como un muñeco de trapo.

Ni siquiera intentó correr.

—Ya no tienes nada —murmuré, arrodillándome junto a ella—. Te lo arrebaté todo, Isabella.

Sus labios temblaron.

—P-por favor…

Ah, qué dulce súplica.

—¿Por favor qué?

Ella tragó saliva con dificultad.

—Mátame…

—¿Eso quieres?

Asintió.

Me reí suavemente.

—No te preocupes, Isabella. Voy a complacerte.

Me levanté y tomé un cuchillo de la mesa.

Pero no la maté de inmediato.

No.

La diversión aún no había terminado.

Me arrodillé nuevamente y deslicé la hoja por su brazo, presionando lo suficiente para abrir un corte largo y superficial.

Ella siseó, temblando.

—Cada herida es por lo que hiciste —susurré, trazando otra línea de sangre en su piel—. Por Amelia.

Otro corte.

—Por mi hijo.

Otro.

—Por la vida que me arrebataste.

La dejé en el suelo, con los brazos cubiertos de laceraciones.

No eran profundas.

No quería que se desangrara rápido.

Quería que su cuerpo sintiera el dolor antes de sucumbir.

Me incliné sobre ella, con la cabeza ladeada.

—No te voy a dar el placer de una muerte rápida, Isabella.

Ella sollozó.

—P-por favor…

Me burlé.

—Ah, ahora sí lloras.

Me puse de pie y caminé hacia la cocina.

Allí encontré lo que necesitaba.

Un encendedor.

Una botella de alcohol.

Me giré para mirarla.

—¿Sabes? He leído que el fuego es una de las peores formas de morir.

Isabella abrió los ojos con terror.

—N-no…

Me reí.

—Sí.

Regresé hacia ella y vertí el alcohol sobre su cuerpo.

Ella se sacudió, tratando de alejarse.

—¡No! ¡No! ¡Por favor!

Encendí el fuego.

Y la llama bailó entre mis dedos.

—Dile a Amelia que la amo —susurré.

Y la solté sobre su cuerpo.

El grito de Isabella fue… hermoso.

El fuego la envolvió al instante, devorando su carne, su piel, y su vida.

Se retorció en el suelo, sacudiéndose, tratando de apagarlo, pero no había escapatoria.

No había piedad.

Solo había justicia.

Me quedé allí, observando mientras su cuerpo se carbonizaba.

Mientras su voz se apagaba, poco a poco.

Hasta que solo quedaron cenizas y el eco de su agonía.

Cerré los ojos y respiré hondo.

El olor a carne quemada llenó el aire.

Me hizo sonreír.

Luego, miré a mi alrededor.

La casa aún no había comenzado a arder completamente.

Pero eso no tardaría en ocurrir.

Asegurarme de que no quedaran pruebas era mi siguiente paso.

Tomé una caja de cerillos y arrojé varios sobre los muebles.

Derramé más alcohol sobre las alfombras, sobre las cortinas, sobre los cuerpos sin vida.

Prendí fuego a todo.

Las llamas se extendieron rápidamente, trepando las paredes, envolviendo cada rincón con su hambre insaciable.

Retrocedí, observando mi obra con una calma absoluta.

No había prisa.

La policía tardaría en llegar.

Nadie sospecharía de mí.

Y aunque lo hicieran…

¿Qué podían hacer?

Yo no existía en ningún lado.

Mis huellas estaban cubiertas.

Mis rastros, eliminados.

Solo quedaría el fuego.

El fuego y los cuerpos calcinados de los malditos que arruinaron mi vida.

Me giré y caminé fuera de la casa.

El frío de la noche contrastó con el calor abrasador que se elevaba tras de mí.

Me detuve en la acera y miré las llamas consumir todo.

Las ventanas explotaron, una a una, enviando chispas al cielo.

El infierno en la Tierra.

Sonreí.

Saqué un cigarro de mi chaqueta y lo encendí con uno de los fósforos restantes.

Di una calada y exhalé el humo con tranquilidad.

—Descansen en paz —murmuré, sin una pizca de emoción.

Me di la vuelta y caminé por la calle oscura, alejándome de la escena.

El tiempo dejó de tener significado para mí.

Los días pasaban, pero yo no los contaba.

Las noches eran largas, frías y vacías.

No dormía.

No comía.

Solo bebía.

Botellas vacías cubrían el suelo de mi casa, como si fueran las lápidas de un cementerio personal.

El aire olía a whisky rancio, a tabaco y a desesperanza.

El espejo me devolvía la imagen de un hombre destruido.

Mi cabello era un desastre, mi barba crecía sin control, mis ojos estaban hundidos en un rostro que apenas reconocía.

No me importaba.

Nada me importaba.

Amelia estaba muerta.

Mi hijo no nacido estaba muerto.

Y aunque había matado a los responsables, eso no cambió nada.

No los trajo de vuelta.

Lo único que quedó fue este vacío, esta oscuridad que me tragaba cada vez más.

—¿Sigues con esa m****a?

La voz de Alan interrumpió mi miseria.

Gruñí, sin levantar la vista.

Lo escuché moverse por la habitación, pateando botellas, recogiendo algunas con exasperación.

—Tu casa apesta —murmuró.

—Vete a la m****a —respondí, llevándome la botella a los labios.

Alan bufó.

—No, no me voy a ir a la m****a, Jeffrey.

Lo miré por fin.

Él estaba de pie frente a mí, con los brazos cruzados, mirándome con frustración y lástima.

Me molestaba.

—¿Qué demonios sigues haciendo aquí? —espeté.

—Limpiando tu desastre, como siempre.

—No necesito que limpies nada.

—Sí, sí lo necesitas.

Me arrebató la botella de las manos y la arrojó contra la pared.

El cristal estalló en mil pedazos.

Me tensé.

—Hijo de puta…

—Cállate —me interrumpió—. Ya basta, Jeffrey.

Me puse de pie, tambaleándome un poco.

—¿Basta de qué?

—De esta m****a —señaló la casa—. De estar aquí, pudriéndote como un maldito cadáver.

Solté una carcajada amarga.

—Tal vez eso es lo que soy.

Alan cerró los ojos, respirando hondo como si tratara de controlar su paciencia.

—Amelia no querría verte así.

Un dolor punzante recorrió mi pecho.

Lo fulminé con la mirada.

—No hables de ella.

—Voy a hablar de ella todo lo que quiera —respondió—. Porque ella era mi prima. Y la amaba.

Mi mandíbula se tensó.

—Tienes que vivir, Jeffrey.

—Estoy vivo.

—No. No lo estás —dio un paso más cerca—. Y tú lo sabes.

Apreté los puños.

—No me vengas con sermones, Alan.

—¿Sabes qué? No quiero darte un sermón. Solo quiero que te levantes de esta m****a y sigas adelante.

Me reí de nuevo, sin humor.

—¿Seguir adelante? ¿Para qué?

—Para recuperar tu vida.

—Esa vida murió con Amelia.

Alan suspiró.

Se frotó la cara con frustración y luego me miró directamente a los ojos.

—Tienes que volver a luchar por tu plaza en la universidad.

—¿Qué?

—Sí, la universidad —insistió—. Tu sueño era ser profesor, ¿lo recuerdas?

Miré hacia otro lado.

—Esa m****a ya no me importa.

—A Amelia sí le importaba.

Sentí un nudo en la garganta.

Me odié por ello.

—Lárgate.

Alan me sostuvo la mirada.

—No.

—¡Que te largues, joder!

—Voy a venir todos los días, Jeffrey.

Le lancé una mirada oscura.

—Si sigues viniendo, te juro que…

—¿Qué? ¿Me matarás?

Lo miré en silencio.

Alan suspiró otra vez.

—Haz lo que quieras, Jeffrey. Pero no voy a dejarte solo.

Se dio la vuelta y salió por la puerta, pero yo sabía que volvería.

Porque siempre lo hacía.

Y así pasaron los años.

Tres años.

Tres malditos años en los que Alan nunca dejó de aparecer.

Tres años en los que mi vida se redujo al alcohol y la desesperanza.

Hasta que una noche todo cambió.

La vi.

A Amelia.

En mi sueño.

Ella estaba allí, radiante, y hermosa, como siempre.

Su cabello largo caía en ondas suaves sobre sus hombros, sus ojos brillaban con dulzura.

Y en sus brazos…

Nuestro bebé.

Mi corazón se detuvo.

Ella sonrió.

—Jeffrey…

Mi voz se quebró.

—A-Amelia…

Me acerqué a ella, pero no podía tocarla.

Era como si estuviera hecha de luz.

—Estoy bien —susurró—. Nuestro bebé está bien.

Un sollozo escapó de mi garganta.

—No… No lo estás…

—Sí lo estoy —negó con ternura—. Y quiero que tú también lo estés.

Negué con la cabeza, sintiéndome un niño perdido.

—No puedo… Sin ti…

—Sí puedes —susurró—. Tienes que vivir, Jeffrey.

Tragué saliva con dificultad.

—No sé cómo…

Ella sonrió otra vez.

—Cumple tu sueño. Sé el hombre que siempre quisiste ser.

—Amelia…

—Vive, Jeffrey.

Y con esas palabras, desapareció.

Me desperté con lágrimas en los ojos.

El primer rayo de sol entraba por la ventana.

La botella vacía en mi mano cayó al suelo.

Me senté en la cama, sintiendo un peso en el pecho.

Era diferente.

No era la oscuridad que me había consumido por tanto tiempo.

Era algo más.

Esperanza.

Y por primera vez en tres años, supe lo que debía hacer.

Me levanté.

Fui al baño.

Me miré en el espejo.

El hombre que vi no era el mismo que solía ser.

Pero aún quedaba algo de él.

Agarré unas tijeras y comencé a cortarme la barba.

Cuando Alan llegó ese día, me encontró afeitado y con la casa en orden.

Se quedó de pie en la puerta, boquiabierto.

—¿Quién eres y qué hiciste con Jeffrey?

Por primera vez en tres años, sonreí.

—Voy a recuperar mi plaza en la universidad.

Alan me miró por unos segundos, luego sonrió de vuelta.

—Ya era hora, cabrón.

Y así comenzó mi camino de regreso a la vida.

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