El Café Limonetto amaneció lleno de gente y vacío de paciencia. A las ocho de la mañana ya había una fila que daba vuelta hasta la puerta, y Maya se movía entre las mesas como un torbellino con delantal negro. Sonrisa aquí, chiste allá, “buenos días, mi amor” por un lado y “¿le pongo azúcar o ya es dulce de nacimiento?” por el otro. Y aun así, en medio del ruido de platos, tazas y conversaciones cruzadas, ella tenía una sola cosa en la cabeza. Elías. Más exactamente: ¿qué le pasaba a ese hombre? Mientras servía cafés, lo veía mentalmente sentado en la mesa 12, con su libreta negra, anotando cosas como: “masticó con la boca un 12% más abierta de lo aceptable” o “risa demasiado estridente, puede causar daño auditivo a largo plazo”. —Maya, cariño, deja de fruncir el ceño que se te van a hacer arrugas —le dijo don Ramiro, el dueño, pasando a su lado con una bandeja. —No estoy frunciendo nada —gruñó ella. —Llevas diez minutos secando la misma taza —señaló él. Ella miró
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