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CAPÍTULO 2: EL EXPEDIENTE HARRINGTON

El Café Limonetto amaneció lleno de gente y vacío de paciencia.

A las ocho de la mañana ya había una fila que daba vuelta hasta la puerta, y Maya se movía entre las mesas como un torbellino con delantal negro. Sonrisa aquí, chiste allá, “buenos días, mi amor” por un lado y “¿le pongo azúcar o ya es dulce de nacimiento?” por el otro.

Y aun así, en medio del ruido de platos, tazas y conversaciones cruzadas, ella tenía una sola cosa en la cabeza.

Elías.

Más exactamente: ¿qué le pasaba a ese hombre?

Mientras servía cafés, lo veía mentalmente sentado en la mesa 12, con su libreta negra, anotando cosas como: “masticó con la boca un 12% más abierta de lo aceptable” o “risa demasiado estridente, puede causar daño auditivo a largo plazo”.

—Maya, cariño, deja de fruncir el ceño que se te van a hacer arrugas —le dijo don Ramiro, el dueño, pasando a su lado con una bandeja.

—No estoy frunciendo nada —gruñó ella.

—Llevas diez minutos secando la misma taza —señaló él.

Ella miró la taza, efectivamente reseca desde hacía rato.

—Ah —dijo, carraspeando—. Estoy… meditando.

Julián, desde la máquina de espresso, soltó una carcajada.

—Estás pensando en el señor Seiscientas Citas, admite.

Maya se apoyó en la barra.

—¿Y si está enfermo? —preguntó en voz baja—. ¿Y si de verdad tiene un problema? No es normal salir con tanta gente y seguir igual de solo.

—También podría ser que todas las mujeres de esta ciudad estén locas menos él —respondió Julián.

—Ay, por favor —Maya rodó los ojos—. Si tú lo ves hablar, es como escuchar un tutorial de YouTube: “primer paso para arruinar una conversación…”. Mira que hasta a mí me dan ganas de ahorcarlo y ni siquiera he tenido una cita con él.

—¿Quieres tenerla?

—No.

—Te tardaste en responder —canturreó Julián.

Ella lo ignoró con gran dignidad.

—Lo que quiero —dijo— es entender qué está haciendo. Nadie se esfuerza tanto por encontrar algo sin estar desesperado. Y la gente desesperada toma malas decisiones.

Don Ramiro intervino:

—Mientras no sea una mala decisión para el café, todo bien. Ese hombre me paga tres capuchinos diarios, y lo que consuman sus citas. Para mí, es un héroe.

Maya soltó una risita a pesar de todo.

—Eres un interesado, Ramiro.

—Querida, pagar la renta no es interés, es supervivencia —replicó él y se alejó.

Maya se quedó un segundo mirando la puerta, como si pudiera invocar a Elías por telepatía.

Y no sabía si era telepatía, costumbre o simple mala sincronización del universo, pero justo en ese momento, la campanita de la entrada sonó.

Entró.

Traje gris claro, camisa impecable, maletín negro. El pelo perfectamente en su sitio y la misma expresión de siempre: concentración absoluta, como si todo fuera un problema por resolver.

Sus ojos recorrieron el local y, por un segundo, se cruzaron con los de ella.

Solo un segundo.

Pero a Maya le alcanzó para notar algo:

Estaba cansado.

No físicamente: cansado en el alma. Cansado de buscar.

—Allá va tu proyecto de investigación —murmuró Julián, empujándole la bandeja.

—No es un proyecto.

—Claro que sí, profesora. A ver con qué diagnóstico vienes hoy.

Maya tomó aire, se acomodó el delantal y caminó hacia la mesa 12 con decisión.

—Buenos días, Elías —lo saludó antes de que él pudiera sentarse siquiera—. ¿Mesa 12 como siempre o hoy intentamos la loca aventura de cambiar de sitio?

Él la miró como si le hubiera propuesto quemar el café.

—Mesa 12 está bien —respondió con calma.

—Sabía que dirías eso —dijo ella, sonriendo—. ¿El capuchino de siempre o nos lanzamos a la peligrosa frontera de probar otro café?

—Capuchino está bien.

—Sabía que dirías eso también.

Él frunció el ceño apenas un poco.

—No sé si me estás atendiendo o evaluando.

—Ambas —respondió ella con soltura—. Vengo practicando para convertirme en tu conciencia.

Él dejó el maletín en la silla, se sentó y abrió la libreta. Maya la vio, negra, gruesa, intimidante, como un archivo clasificado del FBI.

—¿Eso qué es, al final? —preguntó, inclinándose un poco.

—Mi registro de citas —respondió él, como si fuera lo más normal del mundo.

—Me imaginé. ¿Puedo verlo?

—No.

La respuesta fue tan rápida que Maya tuvo que reír.

—¿Tienes cosas comprometedoras? ¿Fotos? ¿Huellas digitales? ¿Nombres clave?

—Es información personal —dijo él, ajustándose la manga de la camisa—. Y confidencial.

—¿Confidencial para quién? ¿Para la Interpol romántica?

Él suspiró. En otro hombre, ese suspiro sería impaciencia. En él, era un “no sé cómo hablar con esta mujer, pero lo intento”.

—Maya, por favor.

—Está bien, está bien —cedió ella levantando las manos—. Te traigo tu capuchino confidencial.

Cuando se alejó, no pudo evitar girarse otra vez a mirarlo. Estaba pasando páginas, revisando anotaciones, subrayando algo con un marcador. Y ahí fue cuando ella decidió que, si él no iba a dejarla ver la libreta…

Se las iba a ingeniar.

***

Diez minutos después, Elías tenía su capuchino frente a él y Maya seguía orbitando cerca de la mesa sin razón aparente.

Llevaba una bandeja vacía. Luego un trapo. Luego un salero.

—Maya —dijo él al fin, mirándola de reojo—. Ya limpiaste esa mesa tres veces.

—Soy una perfeccionista —respondió con una sonrisa descarada—. Tengo una reputación que mantener.

Él cerró la libreta, algo incómodo.

—¿Te molesta que la use aquí?

—No —dijo ella, demasiado rápido—. Me intriga.

Él la observó unos segundos.

—¿Por qué?

Ella se apoyó en el respaldo de la silla de la mesa de atrás, cruzando los brazos.

—Porque si llevas un registro tan detallado de las mujeres con las que sales, significa que te importa el resultado. Y si te importa tanto el resultado, significa que algo te duele mucho si fallas. Y si te duele mucho, significa que, en el fondo, todo esto te está haciendo más daño que bien.

Él parpadeó.

—Eso es… una conclusión fuerte para alguien que solo me sirve café.

—Servicio completo, mi cielo —dijo ella—. Café, observaciones psicológicas y terapia de emergencia a domicilio.

Elías no pudo evitarlo: una esquina de su boca se levantó apenas, como si una sonrisa tímida estuviera intentando nacer y no se atreviera.

—Tu hipótesis es incorrecta —respondió entonces—. Esto no me hace daño. Es… un método.

—Claro, un método —repitió ella, irónica—. ¿Puedo hacerte una pregunta?

—Ya lo estás haciendo.

—Una más.

Él asintió resignado.

—De todas esas citas… —Maya señaló la libreta—, ¿cuántas mujeres has vuelto a ver dos veces?

Se hizo un silencio pequeño.

Él bajó la mirada.

—Tres —respondió.

—¿De seiscientas y pico? —preguntó ella, escandalizada—. Elías, eso no es un método. Eso es una fábrica de desilusión.

—No eran compatibles.

—¿Seguro? ¿O tú no les diste la oportunidad de serlo?

Él no respondió.

Maya tomó una silla vacía y se sentó frente a él sin pedir permiso.

—Mira, te voy a ser sincera —dijo apoyando los codos en la mesa—. Desde aquí atrás —señaló la barra— te veo con una mujer diferente cada día. A veces dos. A veces tres. Las observas, las clasificas, las tachas… y luego sigues. Tú dices que estás buscando una pareja perfecta, pero lo que yo veo es que estás coleccionando excusas para no quedarte con nadie.

Él se quedó mirándola, serio.

Y Maya se dio cuenta de que tal vez había ido demasiado lejos.

—Lo siento —añadió de inmediato, levantando las manos—. Fue… directo. A veces se me olvida ponerle filtro a la boca.

—No —dijo él, sorprendiéndola—. No lo sientas. Solo no estás en lo correcto.

Abrió la libreta y la giró un poco, dejándole ver una página.

Maya se inclinó, los ojos brillándole de curiosidad.

Había columnas. Fechas. Inicios de nombres. Anotaciones del tipo:

“A tiempo, 5 minutos antes.

Pregunta por mi trabajo.

Interrumpe constantemente.

Menciona a su ex 4 veces.

Dice ‘literal’ 37 veces.”

Maya se tapó la boca para no reírse.

—¿De verdad escribiste “dice ‘literal’ 37 veces”?

—Fue una aproximación —respondió él.

—Eres un peligro —dijo ella, entre fascinada y horrorizada—. Esto es oro puro. Mira, si un día te desesperas del amor, puedes sacar un libro: Crónicas de la cita fallida.

Él volvió a girar la libreta hacia sí, incómodo.

—Todo esto me ayuda a ver patrones —explicó—. A entender qué funciona para mí y qué no.

—¿Y ya te funcionó alguna vez?

—Todavía no —admitió él.

Maya cruzó los brazos.

—Entonces necesito que te sinceres conmigo: tu método no está funcionando.

Él la miró, clavando sus ojos en los de ella. Por un instante pareció a punto de defenderse… pero algo en su expresión se quebró un poquito.

—Tal vez… —murmuró— necesite ajustes.

Maya sonrió, triunfante.

—Exactamente lo que iba a decirte.

—¿Tú también crees en métodos?

—No —respondió—. Creo en personas. Pero también creo en que tú estás muy perdido y que, si sigues por tu cuenta, vas a llegar a la cita mil doscientos sin haber aprendido nada.

Él se inclinó hacia atrás.

—¿Y qué propones?

Ella no se lo esperaba tan pronto. Pero si algo tenía, era reflejos.

—Propongo —dijo, saboreando la palabra— que me dejes ayudarte.

Él soltó una risa breve, incrédula.

—¿Ayudarme? Sigues con eso

—Sí. Puedo ser tu… —buscó una palabra— estratega romántica.

—Eso no existe.

—Desde hoy, sí.

Se miraron, desafiándose.

—No te conozco lo suficiente para confiar en ti con algo tan importante —dijo él.

—Elías, sé cómo tomas el café, cuántas veces miras el reloj mientras esperas una cita y cómo aprietas la mandíbula cuando te decepcionan. Créeme, te conozco más de lo que piensas.

Él tragó saliva.

—Aun así… no estoy seguro.

—Entonces piénsalo —replicó ella levantándose—. Pero adelanto algo: no te voy a dejar tranquilo hasta que me digas que sí.

—Maya…

—Esto no es una amenaza —dijo, guiñándole un ojo—. Es un servicio premium.

Dejó la mesa con una pequeña reverencia exagerada y regresó a la barra.

Elías la siguió con la mirada, confundido, intrigado, un poquito asustado.

Julián la recibió chasqueando la lengua.

—Te dije que era un proyecto.

Maya apoyó la bandeja en la barra, mirando otra vez a la mesa 12.

—No es un proyecto —dijo, aunque ya sonaba menos convencida—. Es… un caso de estudio.

—Eso es peor.

Ella sonrió.

Por dentro, algo se encendió.

Aún no lo sabía, pero ese día, en el Café Limonetto, acababa de empezar oficialmente la rehabilitación sentimental de Elías Harrington.

Y también, silenciosamente, el desastre más grande en el corazón de Maya.

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