Mundo ficciónIniciar sesiónDespués de cinco años de relación, una vida compartida y una hija de cuatro años, todo se derrumba para Amy Espinoza cuando en una revista de farándula, descubre una impactante noticia: el hombre con quien ha construido su mundo Adrián Soler, un actor ambicioso en busca de fama, la ha engañado. El golpe de traición la deja en shock, pero lo peor llega cuando él, sinvergüenza, le asegura que todo puede seguir como antes. Desesperada y rota, Amy Espinoza, se cruza con un hombre que despertará en ella sentimientos inesperados: el atractivo y poderoso dueño de un conglomerado multimedia que abarca música, streaming y eventos internacionalesde cine, Maximiliano Delacroix, Lo que ella no sabe es que él guarda oscuros secretos y un plan de venganza que amenaza con envolverla en una tormenta aún más grande. A medida que la atracción entre ellos crece, Amy se verá atrapada entre los hilos del amor, la traición y la intriga, en una historia donde nada es lo que parece.
Leer másAmy Espinoza.
—Señor Adrián Soler ¿Acepta cómo esposa a Amy Espinoza, para amarla, respetarla y cuidarla, en la salud y en la enfermedad hasta que la muerte lo separe? —preguntó el oficiante mirando a mi novio.
Yo ansiosa esperaba su respuesta, cuando el me miró y empezó a negar con la cabeza.
—Lo siento Amy, pero no puedo casarme contigo, no estoy preparado para dar este paso contigo —pronunció, mientras yo lo miraba sin entender las razones por la que estaba diciendo eso.
—Adrián ¡¿Qué dices?! —exclamé sintiendo los latidos acelerados de mi corazón — ¿Cómo que no estás preparado para casarte conmigo? ¿Enloqueciste? ¿Se te olvida que tenemos más de cinco años viviendo juntos y una hija de cuatro años? ¿Explícame como todo este tiempo no te ha preparado para casarte conmigo? —inquirí sintiendo la rabia agitándose en mi interior.
—Lo siento, pero no puedo —fue su respuesta, mientras salía corriendo hacia la puerta de la iglesia.
Comencé a perseguirlo, pero mientras corría, me tropecé con el ruedo de mi vestido y sentí como el piso iba al encuentro de mi rostro, pero antes de terminar de caer, un ruido ensordecedor penetró mis sueños y terminé despertándome sobresaltada.
Miré a todos los lados y me di cuenta que estaba en mi habitación y a mi lado estaba mi pequeña hija Mía de cuatro años que me estaba mirando fijamente.
Me llevé la mano a la cabeza respirando con alivio, porque todo había sido un sueño.
Me levanté con rapidez, miré el reloj y me di cuenta de que se me había hecho tarde. Eran las seis de la mañana, y debía llevar a Mía a la escuela y luego ir a mi entrevista de trabajo a las ocho de la mañana.
Llevé las manos a mi rostro, tratando de despejarme de los restos de esa horrible pesadilla, pero el peso en mi pecho seguía ahí, persistente.
—Mamá, tengo hambre —escuché la dulce voz de Mía interrumpiendo mis pensamientos.
La miré y sonreí forzadamente, tratando de ocultar el remolino de emociones que me envolvía. Mía, con su cabello alborotado y sus grandes ojos brillantes, era mi mayor razón de seguir adelante.
Vivía en una relación de hecho con Adrián Soler, el hombre más insistente que había conocido, desde que nos vimos por primera vez empezó a cortejarme hasta que al final terminó convenciéndome de iniciar una relación y a los meses nos fuimos a vivir juntos.
En ese entonces, yo era una cantante que había empezado a ser conocida y él un actor, uno de los mejores, aunque no le habían dado muchas oportunidades. Sin embargo, apenas un par de meses de vivir juntas quedé embarazada y decidí dejar mi carrera musical y todo para dedicarme a ser madre, no me arrepentía, porque habían sido los momentos más felices de mi vida, ver crecer a mi pequeña.
Mientras tanto él siguió trabajando y con mi ayuda y algunos contactos, logré que le dieran un papel importante en una película que se había convertido en taquilla.
—Mamita, mi estómago está rugiendo del hambre —repitió mi hija, sacándome de mis pensamientos.
—Lo siento mi amor, ya vamos a desayunar —le dije mientras me inclinaba para besarle la frente.
Rápidamente me puse una bata y fui hacia la cocina. Mientras preparaba el desayuno, las imágenes del sueño seguían rondando en mi mente. Adrián, mi pareja durante más de cinco años, el padre de mi hija, diciendo esas palabras. Claro, todo había sido una pesadilla, pero no podía evitar sentir una extraña sensación de incomodidad. Algo no estaba bien entre nosotros últimamente, aunque yo no quería admitirlo.
—Mamá, quiero pan con mermelada —dijo Mía, corriendo por la cocina con su osito de peluche.
—Enseguida, princesa —respondí, intentando poner la mejor sonrisa en mi rostro mientras untaba la mermelada en el pan.
Los pensamientos se agolpaban en mi mente. Hacía mucho tiempo que Adrián parecía distante, como si su mente estuviera en otro lugar. Las excusas para llegar tarde, los días enteros fuera de casa, supuestamente en reuniones o audiciones... Algo estaba mal. Yo no quería ser esa persona desconfiada, pero era imposible ignorar la sensación de que había un muro invisible entre nosotros que crecía cada vez más.
Nunca había querido casarse, decía que estábamos bien así, que prácticamente es como si fuéramos esposo, porque todos sabían que yo era su mujer y él mi marido. Me repetía una y otra vez que no necesitaba casarse. Recordé uno de esos días.
“—Adrián amor, ¿Cuándo nos vamos a casar? ¿Creo que es tiempo de hacerlo? —le pregunté.
Él se giró hacia mí, tomó mi rostro y besó con suavidad mis labios.
—Amy, no necesitamos de un papel para amarnos, eso no cambia nada, tú eres la mujer de mi vida… la idea de casarme me aterra, sobre todo porque conozco personas que después de tiempo juntos se han casado y terminan divorciados, no quiero eso para nuestra pequeña familia. “
—Mamita, ¿Me das agua? —preguntó mi niña y me obligó a prestarle atención. Estaba sentada a la mesa, balanceando sus piernitas comiendo su pan.
Mientras la observaba, no pude evitar preguntarme, si alguna vez ella notaba esas ausencias de su padre, esas ausencias que cada vez se hacían más frecuentes. Quería creer que todo era producto de mi imaginación, que Adrián estaba simplemente enfocado en su carrera, pero ¿cuánto tiempo más podría justificar su comportamiento?
Terminé de prepararle el desayuno y me senté frente a ella, sorbiendo mi café lentamente. Mi teléfono vibró sobre la mesa, y mi corazón dio un salto. Era un mensaje de Adrián.
"Lo siento, hoy no puedo llegar a casa, me salió un compromiso y debo estar ausente por una semana. Tengo una reunión importante con unos productores. No te preocupes por mi ropa porque la compro durante el viaje."
Suspiré. Otro día más. Otra excusa. Guardé el teléfono y me forcé a terminar mi café.
—¿Papá no va a venir hoy, mami? —preguntó Mía con su vocecita llena de curiosidad.
—No, cariño. Papá tiene mucho trabajo. Pero vamos a arreglarnos para ir al colegio, ¿te parece? —respondí, intentando no mostrar el dolor que esas palabras me provocaban.
Mía asintió felizmente, ajena a la tristeza que me invadía. Decidí concentrarme en el resto del día. Tenía varias cosas que hacer y no podía dejar que mis pensamientos me dominaran. Era una madre, y Mía me necesitaba.
Después de terminar de desayunar me fui con ella al baño a cepillarnos, y luego nos vestimos para llevarla a la guardería. En menos de diez minutos estuvimos lista, la subí en el asiento trasero del auto y le coloqué el cinturón de seguridad, pero del camino al colegio, decidí detenerme en el centro comercial para comprar algunas cosas que le habían pedido.
Me bajé con ella y me dirigí a una de las tiendas, sin embargo, nada me preparó para lo que vi a continuación, en primera plana de una revista de farándula estaba un titular con letras grandes.
“El famoso actor Adrián Soler contrae matrimonio con la princesa de los Velazco en una boda privada”, acompañada de una fotografía de los dos, ella vestida de novia y él en un impecable traje negro, ambos sonrientes.
En ese momento sentí que el mundo se detenía a mi alrededor, la tierra se abrió bajo mis pies, mis piernas temblaron, mi respiración se aceleró, sentí una especie de sudor frío recorriéndome, mientras las lágrimas amenazaban con desbordare.
Cerré los ojos esperando que todo eso desapareciera, pero al abrirlos, las palabras en el titular de la revista seguían allí y parecían burlarse de mí, gritándome una verdad que mi corazón se negaba a aceptar.
Mis manos temblaron mientras me acercaba a tomar la revista, leí y releí el contenido una y otra vez, esperando que de alguna manera cambiara, que fuera un error, pero no lo era por más que quería que las circunstancias cambiaran, no era así.
El hombre con quien había vivido durante casi seis años, que nunca se casó conmigo porque le daba miedo el matrimonio, se había casado con otra, y no había sido con una mujer cualquiera, sino con mi amiga, Luciana Velazco.
Allí lo entendí, Adrián no se casó conmigo porque tuviera miedo, sino porque no quiso casarse conmigo, y esa realidad me golpeó con la fuerza de un rayo, haciéndome perder el equilibrio y caer de rodillas al suelo.
PandoraRecuerdo que salí del edificio de Argentum como por inercia. Recuerdo el frío. Recuerdo la puerta pesada cerrándose detrás de mí. Y después… nada claro. Solo la sensación de que mis pies caminaban solos, como si el cuerpo supiera que tenía que alejarse, aunque yo no tuviera idea de hacia dónde.Cuando llegué a la calle, el viento me golpeó la cara y me hizo despertar. No tenía carro. El poco dinero que tenía era para comer algo y no pasar hambre. No tenía casa, no tenía nada.Me abracé los brazos y caminé. No había taxis. No había buses. No había nada.Después de horas de caminata, llegué a un refugio nocturno. Un edificio viejo con un letrero azul gastado. “Centro de ayuda temporal”.No pensé. No tenía fuerzas para pensar.Entré.Una mujer de unos cincuenta años, con un uniforme simple, me miró sin sorpresa. Supongo que estaba acostumbrada a ver gente rota entrando por esa puerta.—¿Necesitas cama? —preguntó con voz baja.Asentí.Me pidió un nombre. Dudé.—Pandora —respondí.
PandoraMe había despertado luego de dormir una siesta. Y luego Edric, me había dejado en la sala contigua a su oficina. Era un espacio pequeño, frío, con un televisor grande encendido en la pared y olor a café viejo. Él estaba a unos metros, sentado frente al escritorio, revisando carpetas y la computadora como si de eso dependiera respirar. Yo lo miraba de reojo. Llevaba horas, sin hablarme, sin mirarme, solo trabajando.No sabía si me protegía… o si me evitaba.Yo estaba sentada en un sillón firme, con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas. No podía quedarme quieta. Sentía la piel tirante, como si algo me apretara el pecho desde dentro.Pero no era solo por el encierro. Era por lo que había escuchado antes.A veces una bala mata, pero había frases que eran más dolorosas. Y la frase que escuché afuera, me había dejado con un hueco que no sabía cómo cerrar.“No, ella no me gusta. Si la protejo es porque es la única testigo que nos sirve y la necesitamos viva”.Las
Amy EspinozaLa enfermera apenas dijo mi nombre, pero yo ya estaba de pie antes de que terminara la frase. Sentí que las piernas se me aflojaban y que el corazón me latía tan fuerte que casi podía escucharlo desde afuera. Adrián me tocó el brazo.—Ve —me dijo—. Él va a sentir que estás ahí.Asentí y seguí a la enfermera por ese pasillo frío que olía a cloro y silencio pesado. Cada paso me dolía en la boca del estómago. No sé si era miedo, angustia, o esa sensación fea de que un segundo puede cambiarlo todo.Me pusieron la ropa quirúrgica, y luego la enfermera abrió la puerta de la sala de cuidados intensivos y me indicó que pasara.Entré. Y verlo fue… un golpe.Max estaba ahí, pero no como siempre lo veía. No como el hombre que parecía capaz de cargar el mundo en los hombros. No como el que me abrazaba fuerte, el que manejaba con una mano en mi pierna, el que me miraba como si todo tuviera sentido.Estaba sedado, intubado, cubierto de cables. La piel demasiado pálida. Un vendaje anch
General Augusto MontenegroEl silencio después de mis palabras llenó toda la habitación como humo denso.Miranda seguía frente a mí, con el fuego de la chimenea, consumiendo documentos detrás de él, mientras la alarma roja parpadeaba sobre su rostro sudado.Intentaba sostener la pose arrogante de siempre, la de político que cree tener un as bajo la manga. Pero yo veía los detalles: la respiración irregular, las manos tensas, los ojos buscando salidas que ya no existían.—Augusto… no hay nada que decir sobre eso… mira —dijo, forzando una voz calma—… esto no tiene sentido. Lo que estás haciendo es un error. No puedes venir aquí como si fueras un ejecutor. Tú no eres eso. Nunca lo fuiste.—Pues yo tampoco sabía que tú eras un terrorista —respondí—, hasta que ordenaste volar una propiedad con gente inocente adentro.Miranda torció la boca, molesto.—Ya te dije que eso era necesario.—Y yo te dije que no lo era.Di un paso hacia él.Él se hizo a un lado, tratando de huir y llegar al otro l
General Augusto MontenegroAnte mis palabras, Javier se sonrió burlesco. Pero yo no bajé el arma. Tampoco la levanté. La mantuve apoyada contra mi muslo, firme, lista. Él comprendió perfectamente el mensaje. Mi postura decía todo lo que mis palabras no necesitaban repetir.Miranda tragó saliva. Intentó disimularlo, pero yo llevaba demasiadas décadas leyendo a hombres que creían saber fingir.—Augusto… —empezó a decir, intentando poner su voz en orden—. Si haces algo de lo que no puedas volver, te vas a hundir conmigo. ¿Lo entiendes?Caminé hacia él despacio. No porque dudara, sino porque quería que sintiera cada segundo. Que entendiera que esa vez no había hueco por dónde escapar.—Ya estoy hundido, Javier —respondí—. Y tú lo sabes. Tú me arrastraste allí.Él retrocedió un paso hasta chocar con la esquina del escritorio. La chimenea detrás seguía ardiendo, devorando papeles que yo no necesitaba ver. Ya tenía toda la evidencia que requería. Pero Miranda no lo sabía. Creía que quemando
Amy EspinozaEl tiempo no avanzaba. No sé cuánto llevaba sentada en esa sala, pero sentía como si hubiera pasado un día entero. El reloj de la pared marcaba apenas un par de horas, pero mi cuerpo no le creía. Porque todo me dolía: la espalda, la cabeza, la respiración.Adrián iba y venía por la sala como si llevara un motor metido en el pecho. Mía estaba dormida en una silla, con su chaquetica hecha un bollo bajo la cabeza. Yo la miraba cada tanto para asegurarme de que estaba bien. No podía con otra preocupación más.El médico no regresaba.Cada vez que la puerta de doble hoja se abría, levantaba la cabeza esperando verlo, pero siempre era otro médico, otro enfermero, otra camilla que no tenía nada que ver con nosotros. Me mordía el labio hasta sentir sabor a sangre. Respirar era pesado. ¡Como si el aire se hubiera vuelto demasiado espeso!El bebé se movió fuerte otra vez. Levanté la mano y acaricié mi vientre.—Ya sé, tranquilo… —susurré—. Yo también quiero que tu papá salga de ahí.
Último capítulo