Capítulo 4. La llamada del farsante.

El trayecto en coche fue un silencio incómodo, de esos que pesan más que cualquier palabra.

Yo miraba por la ventanilla, fingiendo que me concentraba en lo que pasaba en la calle, pero en realidad solo estaba intentando no derrumbarme frente a él. No quería que nadie, y mucho menos un hombre que acababa de conocer, fuera testigo de cómo me rompía.

Maximiliano tampoco decía nada, y eso, en cierto modo, se lo agradecía. No quería consuelo. No quería miradas compasivas. Quería llegar a casa y arrancar de raíz cada rastro de Adrián, como si de esa forma pudiera borrar lo que había visto en aquella maldita revista.

Cuando el coche se detuvo frente a mi puerta, él apagó el motor y me miró de reojo.

—¿Quieres que te ayude a entrar? —preguntó, con voz neutra, como si supiera que cualquier entonación equivocada podría hacerme explotar.

—No es necesario. Gracias.

Bajé antes de que pudiera insistir. El aire frío me golpeó en la cara, pero no logró despejar la niebla de rabia que me nublaba la cabeza.

Entré y cerré la puerta con un golpe seco. El silencio de la casa me recibió como una bofetada. Todo estaba en su lugar, como si nada hubiera pasado… pero para mí, todo estaba contaminado. El perfume de Adrián aún flotaba en el aire, mezclado con el olor a madera y café. Era como si él estuviera ahí, burlándose.

Caminé directo a la habitación. Abrí el armario y el golpe de las puertas resonó como un disparo. Las camisas colgadas en perfecta fila parecían mirarme con arrogancia, como si se burlaran de mí. Empecé a sacarlas sin cuidado, tirándolas sobre la cama. Una, dos, tres… perdí la cuenta.

Pronto pasé a los trajes, doblándolos de cualquier manera, sin importar si se arrugaban. Luego los zapatos, alineados en la parte baja como soldados esperando órdenes. Los agarré de dos en dos y los lancé contra la pared. El sonido del cuero golpeando el suelo me produjo un extraño alivio.

El ritmo de mis manos se aceleraba al mismo tiempo que el nudo en mi garganta crecía. No era solo rabia. Era la certeza de que había desperdiciado años con un hombre que no dudó en humillarme públicamente.

Las lágrimas empezaron a caer sin que pudiera detenerlas. Se mezclaban con mi respiración agitada, con el calor que me subía por el cuello. Me agaché para abrir los cajones. Saqué ropa interior, cinturones, relojes, bufandas… cualquier cosa que llevara su olor, su recuerdo, su sombra.

La cama y el suelo se fueron llenando de un caos que reflejaba exactamente cómo me sentía por dentro. Cada vez que creía haber sacado todo, aparecía otra prenda, otro objeto, otra mentira disfrazada de rutina.

Me quedé un instante mirando una chaqueta que yo misma le había regalado en su primer cumpleaños juntos. Recordé cómo me abrazó ese día, cómo me dijo que era “el mejor regalo que había recibido”. Mentira. Todo mentira. La lancé con más fuerza que el resto.

Di un paso atrás para respirar y mi talón chocó contra una de sus maletas. El golpe me hizo perder el equilibrio y terminé cayendo sentada en el suelo. El frío de la alfombra me ancló por unos segundos, pero no apagó el incendio que tenía dentro.

Me limpié los ojos con el dorso de la mano. Allí, rodeada de sus cosas, entendí que no había vuelta atrás. No podía esperar explicaciones ni disculpas. Solo podía expulsarlo de mi casa… y de mi vida.

Extendí el brazo, arrastré otra maleta y la dejé junto a la puerta del armario. No sabía si lo tiraría, lo regalaría o lo quemaría. Lo único seguro era que no pasaría otra noche bajo el mismo techo que sus mentiras.

El teléfono comenzó a vibrar sobre la mesa de noche. Lo ignoré. Pero volvió a hacerlo, como un latido insistente que no quería morir.

Ni siquiera miré la pantalla. Seguí metiendo prendas en la maleta. Sin embargo, cada zumbido era un golpe en mis nervios, y la certeza me atravesaba: era él. Adrián. Y no iba a parar.

Se detuvo. Creí que había entendido el mensaje. Me equivoqué. Segundos después, otra llamada. El sonido vibrante parecía taladrar la habitación.

—No voy a contestar… —me susurré, aunque mi mano ya temblaba.

Me incliné para guardar más ropa, pero el ruido volvía y volvía, como un martillo en el mismo punto de mi cabeza.

El silencio duró apenas un respiro antes de que empezaran a llegar mensajes, uno tras otro. No los leí. No necesitaba leer para saber que eran palabras envueltas en veneno, la misma fórmula de siempre.

Nueva llamada. Esta vez el teléfono estaba boca arriba. El nombre aparecía iluminado en la pantalla: Adrián . Ese corazón me revolvió el estómago. Lo giré boca abajo, pero la vibración contra la madera sonó aún más fuerte, más urgente.

Otra llamada. Luego otra. Ya no eran simples intentos; era un asedio.

Yo… ya no sabía si era la rabia lo que me hacía temblar o las ganas de arrojar el teléfono por la ventana.

La cuarta vez que sonó me encontró sentada en la orilla de la cama, los dedos clavados en mis muslos, mirando el aparato como si fuera un enemigo.

Y entonces lo decidí. No iba a huir de esta conversación.

—¿Qué demonios quieres, Adrián? —escupí en cuanto contesté, sin saludar.

Un segundo de silencio. Luego, su voz. Esa voz que antes me calmaba y ahora  solo me revolvía el estómago.

—Amy, déjame explicarte, nada es lo que parece. No tomes decisiones precipitadas.

Solté una carcajada seca.

—¿Precipitadas? ¿Te casaste con mi mejor amiga y me pides que no sea impulsiva?

—No es lo que parece —dijo, con ese tono convincente que usaba en las entrevistas—. Escúchame, todo esto es por marketing. Es una estrategia para mi carrera, para conseguir un papel importante.

Cerré los ojos, apretando la mandíbula.

—¿Marketing? ¿Ahora así le llamas a acostarte con alguien y jurarle amor eterno? ¿Te imaginas lo que es ver tu boda en primera plana?

—Yo te amo a ti, Amy. Esto no cambia nada entre nosotros.

—Sí lo cambia todo. Porque me mentiste. Porque ni siquiera tuviste la decencia de advertirme antes de que el mundo lo supiera.

—No podía. Había cláusulas de confidencialidad. Además, tú y yo seguimos siendo una familia.

Tragué saliva, sintiendo las lágrimas arderme en los ojos.

—Una familia no se construye con mentiras. Y mucho menos con traiciones.

—Yo lo hago por nosotros. Para asegurar un futuro para ti y para Mía.

—No uses a mi hija para justificar tu ambición.

Hubo un silencio pesado. Luego suspiró.

—Solo te pido que no saques mis cosas. Esto va a pasar pronto y podremos  volver a estar juntos.

Miré la maleta abierta, las camisas arrugadas en su interior, y sentí un nudo en el estómago.

—No. No vamos a volver a estar juntos, Adrián. No después de esto.

—Amy, no seas exagerada. Sabes que te amo.

—El amor no se prueba con palabras bonitas ni con contratos de marketing. Y tú… ya no tienes nada que probarme.

No le di oportunidad de responder. Colgué y dejé caer el teléfono sobre la cama. El golpe seco sonó como un punto final.

Me quedé ahí, con las lágrimas cayendo sin freno, sintiendo que, aunque él no lo supiera todavía, acababa de cerrarle la puerta para siempre.

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