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Capítulo 6.  Flores para tapar heridas

Amy Espinoza

Me quedé inmóvil unos segundos, intentando procesar que, después de todo lo que había ocurrido, tuviera el descaro de aparecer así.

—No me llames así —respondí, con una voz tan fría que hasta yo la sentí cortante—. No tienes derecho.

Adrián frunció apenas el ceño, pero enseguida recuperó su pose de galán arrepentido.

—Sé que estás enojada. Lo que viste… lo de la revista… es un malentendido.

Solté una risa seca.

—¿Un malentendido? —me crucé de brazos—. Vi las fotos, Adrián. La ceremonia. El beso. La maldita sonrisa de boda. ¿Sabes qué no vi? Arrepentimiento.

Él dio un paso hacia mí.

—Luciana y yo… es complicado.

—No, no lo es —lo interrumpí—. Es simple, te casaste con mi mejor amiga. Con ella sí quisiste casarte. Conmigo, no. Eso lo dice todo y no hay más explicaciones. Debiste ser valiente para decírmelo en la cara y terminar tu relación conmigo primero, no que me enterara por una maldita revista.

El ramo que sostenía se inclinó apenas, como si su mano hubiera perdido fuerza.

—No es como crees.

—Es exactamente como creo —sentí cómo mi voz subía, arrastrada por la rabia que me quemaba por dentro—. No solo me engañaste, sino que lo hiciste con alguien que sabía cada detalle de mi vida. Y ahora vienes aquí, con flores, como si eso arreglara algo.

Él suspiró, teatral, como si yo fuera una niña caprichosa a la que debía calmar.

—Amy… sigo amándote. Esto con Luciana es por marketing. Por negocios. Tú sabes cómo funciona el medio.

—Lo único que sé —le corté— es que no quiero saber nada de ti. Mientras estés casado con ella, no vuelvas a esta casa. No me busques. Y mucho menos intentes que acepte ser la otra.

Su gesto se endureció. La suavidad calculada se quebró y dejó ver una irritación contenida.

—Para ser artista, eres demasiado cerrada de mente.

Sentí un golpe en el pecho, como si esa frase fuera más violenta que cualquier insulto.

—¿Cerrada? —di un paso hacia él, sintiendo que mis manos temblaban más de furia que de dolor—. No se trata de mente abierta, se trata de dignidad.

Él se pasó una mano por el cabello, nervioso, antes de disparar la frase que me heló.

—Necesito a Luciana —soltó sin mirarme, como si así pudiera disminuir el peso de la frase—. Ella es la hija del dueño de una de las industrias más importantes. Separarme de ella no es una opción.

Me quedé mirándolo, incrédula.

—¿Y pretendes que yo me quede esperándote? ¿Que sea tu secreto a conveniencia? No querido, entonces mejor quédate con ella.

—No seas egoísta. Podemos seguir como estamos. No hay ningún problema.

Abrí la boca, pero no salieron palabras de inmediato. Él aprovechó para acercarse aún más, con esa falsa suavidad que tantas veces había usado para convencerme de algo.

La carcajada que me salió fue amarga y quebrada.

—¿Ningún problema? ¿Nada va a cambiar? —me giré de golpe y caminé hacia la habitación—. Pues te equivocas, porque todo va a cambiar.

Agarré la maleta que había sacado previamente y seguí llenándola, lanzándole las cosas de él.

Terminé de sacar del perchero las prendas y recogiendo las que ya había sacado. Arrancándolas como si fuera una herida que necesitaba arrancar de raíz.

Adrián apareció en el marco de la puerta, mirándome como si estuviera perdiendo la razón.

—¿Qué estás haciendo?

—Sacando tu b4sura de mi vida.

—Amy, basta —avanzó hacia mí y me agarró de los brazos, intentando frenarme—. Estás exagerando. Deja el drama, se supone que el actor aquí soy yo.

Me solté con un tirón y continué, lanzando las prendas sobre la cama, una encima de la otra, hasta que la maleta estuvo llena. La arrastré hasta el pasillo y la dejé caer con un golpe seco.

—No voy a parar hasta que no quede nada tuyo aquí.

Adrián me miraba como si yo fuera la que había traicionado. Esa cara de incredulidad era casi un insulto.

—Amy… —intentó acercarse otra vez.

—No me toques —advertí, y mi voz no tembló.

Fui por otra tanda de ropa y la tiré directamente a la puerta de entrada. Un par de zapatos caros rodaron por el recibidor y chocaron contra la pared. La imagen fue extrañamente satisfactoria.

Él apretó los puños, respirando, agitado.

—Esto no es necesario.

—Lo que no era necesario era que te casaras con ella —lo corté—. Pero lo hiciste. Y ahora yo hago lo que necesito para respirar sin ahogarme.

No había lágrimas esta vez, solo una determinación fría que me sostenía en pie. La misma determinación que me había faltado durante años.

En ese momento supe que esta no era una simple discusión. Era un cierre. Y él lo estaba presenciando en tiempo real, aunque intentara negarlo con cada palabra.

Adrián me miraba como si pudiera detenerme solo con la fuerza de su voluntad.

—Amy, ya está, por favor, detente. Vamos a hablar. Esto no va a ninguna parte.

—Claro que va —dije, tomando otras prendas—. Va a la calle.

Me agaché para recoger un cinturón, pero él se adelantó y lo arrebató de mis manos.

—No tienes derecho a hacer esto. Esta es mi casa.

Me enderecé, clavándole la mirada.

—No tengo derecho… ¿En serio? Después de que me expusiste ante todo el mundo, ¿crees que tus cosas tienen más derecho a estar en mi casa que yo a mi dignidad?

Su mandíbula se tensó.

—Deja el show.

Eso fue la chispa que encendió la mecha.

—¿Show? —mi voz subió sin que pudiera contenerla—. ¡Maldita sea Adrián! Tu acción ¿Sabes lo que me dice? Que yo nunca fui lo suficientemente importante para ti.

Él abrió la boca, pero levanté la mano para silenciarlo.

—Y no me sigas dando excusa. Me sabe a mierd4 si Luciana es la hija de un emperador. Me traicionaste, Adrián. Y me niego a ser la otra mujer en tu historia.

Su ceño se frunció, una sombra oscura cruzándole el rostro.

—Estás siendo ridícula.

—No —repliqué—, estoy siendo clara.

Pasé junto a él, empujándolo con el hombro para ir al armario y sacar la última tanda de ropa. No me importó que se arrugara, que se cayera al suelo. Cada prenda lanzada hacia la puerta era una forma de sacarme de encima el peso de sus mentiras.

Adrián me agarró de la muñeca con más fuerza.

—¡Déjalo ya!

—¡Suéltame que no me voy a detener! —espeté.

—Estás perdiendo la cabeza.

—No —dije, arrancando mi brazo de su agarre—. Estoy recuperándola.

Fui directa a la cómoda y tiré una de las gavetas que me faltaba entera sobre el suelo, haciendo que calcetines y camisas se esparcieran como una lluvia absurda. Él intentó interponerse, pero lo empujé con ambas manos.

—Fuera de mi camino.

—Amy, ¡escúchame!

—¡No quiero escucharte! —grité, y el eco de mi voz retumbó en las paredes—. ¿Qué más puedes decir? ¿Qué esto es por mi bien? ¿Qué algún día lo entenderé?

Adrián apretó los labios, visiblemente alterado.

—No todo es tan simple como crees.

—No, claro que no. No es simple porque tú quieres seguir teniendo las dos cosas. A Luciana para los negocios y a mí para… ¿Qué? ¿Calmar tu ego?

—¡Maldita sea mujer, te dije que te detuvieras! —gritó fuera de sí.

La tensión entre nosotros era un cable a punto de partirse. Y entonces, cuando me agaché para levantar otra maleta, ocurrió.

Un golpe seco y con fuerza me estalló en la mejilla, haciéndome perder el equilibrio y caer al suelo.

Me quedé inmóvil, con el zumbido del impacto llenando mis oídos. Mis dedos tocaron mi piel y la encontré ardiendo. Lo miré, sin poder creerlo.

—Me pegaste… —susurré, y mi propia voz me sonó lejana.

Él retrocedió medio paso, respirando agitado.

—Amy… yo…

—¡Me pegaste! —grité, y esta vez la voz me volvió de golpe, fuerte, afilada—.  ¡Fuera de mi casa, ahora!

—No quise…

—¡Fuera! —Me levanté y corrí hacia la puerta, abriéndola de par en par—. Y llévate tu maldita ropa contigo.

Me agaché y comencé a empujar las maletas y las prendas amontonadas hacia el pasillo. Algunas cayeron escaleras abajo, pero no me importó. Quería cada rastro suyo fuera.

Adrián me miraba, indeciso, como si calculara si quedarse o irse.

—Estás alterada.

—Estoy terminando con esto —le corté—. No hay vuelta atrás, Adrián. Ni con flores, ni con palabras bonitas, ni con tus negocios. ¡Esto terminó y no tiene reversa!

Él frunció el ceño, sus ojos, buscando un resquicio en el que colarse. Pero no había ninguno.

Finalmente, recogió la maleta más cercana y se la colgó del hombro.

—Esto no termina aquí.

—Sí —respondí, sin mirarlo a los ojos—. Sí, termina.

—¡Estás equivocada! Acabas de firmar tu infierno. Te vas a arrepentir  y vas a rogarme que te acepte. En menos tiempo de lo que crees, te aseguro que vas a arrodillarte ante mí y arrastrarte como una inmunda cucaracha. Porque sin mi no eres nada.

Con esas palabras se marchó. Me quedé allí, atónita por las últimas y crueles palabras de Adrián mientras salía furioso. Todavía me dolía la mejilla por el golpe.

La toqué con cuidado, haciendo una mueca de dolor. En ese momento, me di cuenta de que ese hombre era un auténtico desconocido para mí.

Aturdida, recogí el resto de sus pertenencias esparcidas por el suelo y las empujé hacia la puerta. Con cada brazada que lanzaba al pasillo, me sentía un poco más ligera. Cuando se llevaron las últimas cosas, cerré la puerta de golpe y le puse llave.

Apoyé la frente contra la madera fría, respirando hondo. Todo mi cuerpo temblaba. Las lágrimas me picaban en los ojos, pero parpadeé para contenerlas. Me negaba a llorar más por él, porque no valía la pena.

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