Capítulo 7. Líneas cruzadas.

Amy Espinoza

La puerta se cerró detrás de Adrián como un portazo en mi vida. El eco resonó en las paredes, pero lo que realmente retumbaba era el golpe que me había dado. No dolía solo en la piel, sino en lo más profundo.

Me quedé en medio de la sala, inmóvil, como si el aire se hubiera vuelto demasiado pesado para moverme. No lloré. No todavía. Estaba temblando, sí, pero no de miedo… era rabia, una rabia que me hervía por dentro y que parecía buscar un lugar por donde salir.

Caminé hacia la habitación, sin sentir los pasos, como si mis pies avanzaran por inercia. Al llegar, la luz fría del espejo me recibió con una imagen que me costó reconocer. Tenía el cabello revuelto, la mejilla ligeramente enrojecida y los ojos hinchados. No parecía yo. Parecía una versión quebrada, sin brillo.

Me acerqué más, buscando a la mujer que solía ver, pero solo encontré a alguien que había permitido demasiado. El nudo en mi garganta se hizo más grande.

—No más —me dije en voz baja, casi como un juramento—. Nunca más.

Me pasé los dedos por la mejilla, sintiendo el leve ardor donde me había golpeado. Lo conocía bien: ese gesto había cruzado una línea que no se podía borrar.

Lo peor era que una parte de mí aún intentaba justificarlo… hasta que recordé la mirada en sus ojos: no había arrepentimiento, solo frustración porque yo no cedía.

Inspiré hondo, tratando de mantenerme firme, pero la represa se rompió. Las lágrimas comenzaron a caer, primero despacio, luego como un torrente imposible de detener. Me dejé caer sobre la cama, abrazando una almohada, y lloré hasta que el pecho me dolió.

Entre sollozos, una pregunta me atravesó: ¿Cómo iba a explicarle esto a Mía? Ella adoraba a su padre. ¿Cómo podía decirle que ya no viviríamos juntos?

De lo que sí estaba segura es que no iba a permitir que alguien me pusiera una mano encima. Nunca más iba a permitir que alguien decidiera por mí cuánto valía.

En medio del caos emocional, mi vista se posó en la mesita de noche. Allí, entre mis llaves y un frasco de crema, estaba la tarjeta que Maximiliano me había dado horas antes. La había dejado ahí sin pensarlo, como si fuera un objeto cualquiera… pero no lo era.

La tomé con los dedos. "Maximiliano Delacroix. Director Ejecutivo, Argentum Entertainment Group".

No sabía por qué, pero el nombre me quemaba en la punta de los dedos. Recordé su voz grave, su mirada calculada, pero curiosamente protectora, el modo en que no me había presionado a hablar, pero tampoco se había alejado.

Podría tirarla. Podría deshacerme de cualquier rastro de él como hice con las cosas de Adrián. Pero no lo hice. En lugar de eso, la deslicé en el cajón, entre papeles y recibos viejos, como si esconderla fuera suficiente para ignorar que ya me había memorizado el número.

Tragué saliva. Tenía que recomponerme. Tenía que salir a buscar a Mía. Mi hija no podía verme así, hecha pedazos. No se merecía que la arrastrara a este pozo en el que me estaba hundiendo.

Me levanté, me lavé la cara y me recogí el cabello. El reflejo en el espejo seguía sin convencerme, pero al menos ahora parecía que podía poner un pie delante del otro sin derrumbarme. Tomé mi bolso, respiré hondo una última vez y salí de la habitación y me fui a buscar a mi hija.

Tomé el transporte público, porque el coche estaba en el taller. El trayecto hasta el colegio de Mía se me hizo eterno. Mi cabeza no dejaba de repetirme la escena, el golpe, sus palabras, como si quisiera grabarlas a fuego. Cuando por fin estacioné, vi a mi hija salir corriendo hacia mí.

—¡Mamá! —me abrazó con fuerza, sus bracitos rodeando mi cintura como si quisiera aferrarse para siempre.

Por un momento, todo el ruido en mi cabeza se detuvo. Me agaché para quedar a su altura, besándole la frente, aspirando el aroma dulce de su champú infantil.

—Hola, mi amor… —susurré, acariciándole la mejilla—. Te extrañé.

Ella me miró con esa franqueza que solo tienen los niños. Y entonces, sin previo aviso, su voz bajó un tono, como si estuviera guardando un secreto incómodo.

—Mamá… —hizo una pequeña pausa, mordiéndose el labio—. ¿Por qué papá está en una revista… besando… y casándose con otra mujer?

Mi cuerpo se tensó. Fue como recibir un puñetazo en el estómago. Sentí que el mundo a mi alrededor se desenfocaba, pero me obligué a mantener la calma. No podía dejar que mi hija cargara con mi dolor.

—¿Quién te dijo eso? —pregunté suavemente, aunque mi corazón golpeaba con fuerza.

—No me lo dijeron… lo vi. La maestra estaba leyendo una revista y… estaba papá, con una señora muy bonita, con vestido blanco. Y decía que se habían casado. ¿Es verdad, mamá?

Tragué saliva. No había forma de endulzar algo así, pero tampoco iba a destruir su imagen de golpe. Mía no merecía que su inocencia fuera arrasada por las mentiras y el egoísmo de su padre.

—Mía… —Le tomé las manos, asegurándome de que me mirara a los ojos—. A veces los adultos cometen errores. Y esos errores duelen mucho… pero eso no significa que sea tu culpa. Ni que tu papá deje de quererte.

—Pero… ¿Es verdad? —susurró, su voz temblando apenas.

Respiré hondo.

—Sí, mi amor. Papá hizo algo que no estuvo bien. Pero pase lo que pase entre él y yo… quiero que tengas claro algo: siempre te voy a amar. Y nunca vas a dejar de ser lo más importante para mí y para él.

Ella asintió despacio, aunque pude ver cómo la confusión le nublaba la mirada. Esa sombra me atravesó el corazón. Ningún niño debería aprender tan pronto que los adultos son capaces de romper promesas.

La abracé fuerte, como si pudiera protegerla de todo con ese gesto.

—¿Podemos no hablar más de eso hoy? —le pedí con una sonrisa suave—. Prefiero que hagamos algo divertido, solo tú y yo.

Mía asintió y, como si su pequeño corazón ya estuviera entrenado para seguir adelante, me sonrió con esa luz que me sostenía incluso en los peores días

La puerta estaba entreabierta cuando llegué.

Ese detalle, por sí solo, ya me encendió una alarma en el pecho. Con Mía detrás de mí, apreté su mano y avancé con cuidado. No escuchaba pasos, pero había algo… una presencia.

Al entrar al salón, la vi.

Era Luciana.

Impecable, como si acabara de salir de una sesión fotográfica: vestido entallado, color marfil, tacones altos, el cabello perfectamente ondulado y ese aroma dulzón que ya me resultaba nauseabundo. Estaba sentada con una pierna cruzada sobre la otra, su bolso de diseñador reposando a su lado como un trofeo.

—¿Qué haces aquí? ¿Cómo entraste? —pregunté, incapaz de disimular el veneno en mi voz.

Ella sonrió, esa sonrisa lenta y estudiada que no buscaba agradar, sino provocar.

—Sé dónde guardas la llave y vine a ahorrarte tiempo… y humillaciones.

Mía, confundida, me miró de reojo. No quería que presenciara esto.

—Ve a tu habitación, cariño. Te alcanzo en un minuto.

Ella dudó, pero se fue, cerrando la puerta tras de sí.

Luciana aprovechó para ponerse de pie, sus tacones golpeando el piso.

—Amy, ya no tienes nada que hacer con Adrián —dijo, caminando hacia mí con un balanceo felino—. ¡Él es mío! Lo nuestro ya está legalizado. Soy su esposa.

Tragué saliva, sintiendo cómo mi rabia comenzaba a escalar.

—¿Y eso qué se supone que significa para mí?

—Que aceptes la realidad y te alejes. —Su tono era tan seguro que parecía creer que su voluntad era una ley—. No puedes ser tan descarada como para seguir siendo su amante.

Su risa fue un filo en mi oído.

—Amante… —repetí, casi escupiendo la palabra—. Nunca fui tu sombra, Luciana.

Ella arqueó una ceja, disfrutando del momento.

—Llevamos una relación desde hace dos años. —Lo soltó como quien tira una bomba y espera ver el incendio—. Tú fuiste la distracción, no la prioridad.

Sentí un vacío abrirse en mi estómago. Dos años. Eso significaba que, mientras yo creía que construíamos un matrimonio, él ya estaba construyendo otro… con ella.

—¿Y vienes a mi casa a decirme esto? —Mi voz temblaba, pero no de miedo, sino de furia contenida—. ¿Vienes a reclamar a un hombre que no es más que un mentiroso profesional?

Luciana sonrió, pero esta vez había un brillo de satisfacción pura en sus ojos.

—Vengo a dejarte claro que no hay lugar para ti. Que ahora él me pertenece.

Me acerqué un paso, tan cerca que pude ver cómo su perfume se mezclaba con el olor de su maquillaje caro.

—Escúchame bien, Luciana —mi voz salió baja, pero firme—. No necesito tus advertencias ni tu lástima. Y mucho menos tus sobras. Por mi te lo regalo con moño y todo.

Ella rió como si hubiera ganado.

—No son sobras, querida. Son el plato principal. Tú… fuiste el entretenimiento mientras él llegaba a mi.

La bofetada me hormigueaba en la palma antes siquiera de decidir si darla. Pero me contuve. No iba a darle el gusto de verme perder el control.

—Sal de mi casa —ordené.

—No hasta que entiendas —replicó, dándose la vuelta para recorrer la sala como si fuera suya—. Él ya me eligió. Y cuanto antes lo aceptes, menos te dolerá.

Algo en mí hizo clic. Caminé hacia la puerta, la abrí de par en par y señalé con la mano.

—¡Fuera!

—Amy, no seas ridícula—rió, avanzando hacia mí con esa calma irritante—. Esto no es personal.

—Claro que lo es —la interrumpí—. Porque no se trata solo de Adrián. Aquí está mi hija, mi hogar y mi dignidad. Y no pienso dejar que me lo arrebates.

Su sonrisa se borró apenas un segundo, pero lo suficiente para que yo lo notara.

—Haz lo que quieras —dijo finalmente, recogiendo su bolso y caminando hacia la puerta con un aire triunfal, pero antes de cruzar el umbral, se giró. —Recuerda, Amy… tú eres la historia pasada. Yo soy el presente. Y el futuro.

—Y yo soy la puerta que se cierra —repliqué, empujándola suavemente hacia fuera y cerrando de golpe.

El silencio que quedó después era tan denso que me costaba respirar. Mis manos temblaban, pero no de miedo. Era adrenalina pura, una necesidad urgente de proteger lo poco que aún me pertenecía.

Me apoyé en la puerta un instante, cerrando los ojos. Escuché a Mía reír en su habitación, ajena al veneno que acababa de flotar por la casa. Esa risa fue mi ancla.

Luciana podía tener el papel, el vestido blanco y las fotos en las revistas.

Pero no iba a tener mi vida.

No mientras yo siguiera en pie y mi hija era mi vida.

Cuando la puerta se cerró, tuve que apoyar la mano en la pared para no perder el equilibrio. Apenas pude recomponerme cuando escuché el timbre.

Cuando abrí, allí estaba la madre de Adrián, vestida impecable, con ese aire de reina que siempre la acompañaba.

—Tenemos que hablar —dijo sin rodeos y entrando a la casa sin ser invitada.

Y por su tono, supe que no tenía opción.

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